Alba Metaponte

El mago y otros textos

 

 

 

 

El mago

El mago vivía en profunda soledad, solo salía para comprar comida y regresaba corriendo por una calle pequeñita decorada con dóciles árboles azules. A veces se olvidaba algo, pero nunca volvía atrás. Le daba mucha vergüenza su cara de armadillo, entonces solo salía con un mantel negro para esconder su rostro. Nadie nunca vio su cara. Solo le servían sus ojos para no perder la ruta. Sus pupilas se agrandaban o se reducían según las estaciones. Su vida era una secuencia de golpes de escenas, una liturgia sin reglas que mutaba a cada instante adornada con candelabros, escrituras sagradas y varias decoraciones. El mago solo quería ser mago y nada más, pero no confeccionaba figuras de humo para cualquiera, ni hacía conjuro para domar dragones, ni tampoco enamoraba las abejas que le picaban el rostro. Daba vueltas y vueltas hasta apuntar hacia la dirección opuesta. El sombrero le quitaba el día como un ladrón, y allá solo aparecía su noche, su compañera con dientes de estrella, su nido hambriento de oscuridad. Y mientras la luna aullaba a los lobos, el hacía copias de sí mismo.

 

 

Principios, preceptos y reglas

Mi padre y yo llegamos donde el doctor. La sala de espera estaba llena de gente. No queríamos sentarnos, parecía superfluo. Si hubiéramos tomado dos sillas más, nuestra espera se habría prolongado. La ergonomía ha hecho pasos de gigante y el confort de los asientos nos habría procurado un estado de relax excesivo. Decidimos permanecer estirados hacia arriba, con el cuerpo erigido y los ojos apuntados al techo escamoso, un monstruo de lana, de vidrio que contaba con garbo, casi en silencio todos los discursos absorbidos por las paredes. Mi padre caminaba adelante y atrás pisoteando siempre las mismas baldosas en un ritual antipático. Yo, por mi cuenta, estaba con la nuca al sol. Las entradas y los pasillos con mucho tráfico peatonal tenían semáforos imaginarios para evitar que las personas chocaran en un pisotón incesante. Las gentes con problemas oculares solo veían el verde. Me puse a contar los pasos de los zapatos que salían, entraban y viceversa. La vida está llena de maravillas como esta, las matemáticas de los pasos. Los zapatos no dejaron huellas, pero de una suela deslizaron seres torcidos, en forma de cilindro o redondos. Algunos dispuestos a cubo con coloración de invertebrados marinos. Corrían muy rápido en todas las direcciones dejando un reguero viscoso y multiforme. Una pareja formó una papilla gris en la hendidura abierta de un piso, se debatía y parecía ahogarse. No había oxígeno, solo flechas direccionales. Una de las dos se separó, se arrastró jadeando y por fin se deslizó en el bolsillito del infectólogo, subió lentamente por la nuez de Adán como escalando una montaña, afanando plásticamente. Tomó coraje y con la ligereza de un atleta se lanzó entre las grietas rosadas de las úvulas. El médico nos llamó para entrar.

 

 

Muerte de un tejón

Yacías atrás de una cortina de asfalto, tu cuerpo estaba tan pesado como acolchado de miedo por algo que no conocías. Macabra la primavera te traía un féretro para su debut. La muerte es encantadora, decían los cuervos. “Está allá, lo dejaron en la carretera”. El silencio no respondía y yo tampoco. Las voces no pararon: “Está rodeado de hormigas que acarician su inmovilidad, miran sus manos extendidas como cruces, lo dejaron solo como si nunca hubiera nacido”. El suelo estaba imbuido con la misma aura funesta que cubría la puerta y las paredes de la luna. La muerte aquel día buscaba una forma para dibujar su imagen y la encontró en tu mimetismo, en tu inteligencia de arquitecto de las tinieblas, en los agujeros de la tierra, en el llanto de tus hermanos. Te hiciste tan pequeño como una gota de sangre y las moscas bailaban antes tu ataúd de nocturno viajero. La noche como un sicario te detuvo de golpe mientras con tus pasitos de oso salías entre las sombras de maíz a buscar tu libertad. Escucha como se mezclan en el campo los vientos, como lloran los pájaros hacia la nada creadora, tu muerte espantó los ángeles que dormían en la tierra, bajos tus corredores de ciego, donde ahora las mariposas siembran gusanos en un lugar deshabitado. Bajo tu cuerpo surgió mi mano, te miré un instante que fueron mil y mis lágrimas ardientes hundieron tu cuerpo frío. No te abandonaré con esa ceniza de ortiga en el pecho, con este engaño del olvido. Dejaré que tus pasos se propaguen en el vientre de la tierra que siembran tus raíces, y esperaré a la próxima primavera para encontrarte en el resplandor de la flor blanca de un cerezo, la misma flor que te dejé un día de abril embebida de lluvia y lágrimas.

 

 

A Vincent

Querido amigo, en el patio del hospital de Arles he visto un macabro trofeo, un racimo de gladiolos está pigmentado de sangre y tus lienzos arden en la naturaleza muerta de un manicomio. Lo que escribo hoy es un puñado de tierra seca encontrado en un viejo cajón donde había relegado mi imaginación. El jardín se ha marchitado por tu ausencia, las amapolas y los girasoles esquivan la muerte. Te alejaste dejando el último iris languidecer en el cobalto, cercaste los colores en los intersticios del vacío, no hay rastro de cinabrio en el césped pero la tierra aun habla tu idioma con sílabas de espacios sagrados en líneas onduladas y paralelas. Tú que conoces el vigor de los astros, envíame los colores que gotean de tus ojos, que yo pueda embellecer tus mejillas hundidas, el cartílago del tamarindo, la lírica de la rosa canina. Podría recoger el aleteo de los pájaros en tu nombre, en el ábside de la creación o la sérica suavidad del viento sobre el amarillo vibrante de Saint-Rémy. Deja que el vuelo de los gorriones resuene en la tierra ambarina y dibuja tus manos eternas como cipreses, solícitas como frutos inmaduros que capturen las estrellas enloquecidas y despiertan las cenizas sagradas del olivo. Dudo de tu fugacidad como de todo lo inmortal. Alquimista que sostienes los huesos frágiles de la noche con pinceladas nerviosas, te escondes en plein air en la extravagante obsesión de la luz, ilusionista flamenco, una dama vestida de penumbra ha robado el encanto de tu cielo estrellado donde ahora te escondes incrustado entre lienzos ocre amarillos. La luna estalló entre tus dedos y ahora tú la pintas con los ojos cerrados, esparciendo las semillas en los campos de trigo que florecerán en almendros de chintz. El sol antes de despedirse trazará tu perfil amputado que se balancea como un amuleto sobre el paisaje de su drama.

*El Chintz es una tela de calicó impresa, pintada, teñida o esmaltada en madera que se originó en la India en el siglo XVI.

 

 

Huellas

Por la noche escuché a mi gata hablar con alguien. El reloj se detuvo y las horas se dirigieron hacia la luna. Por la ventana entró la sonrisa del viento que florecía en pequeños cuerpos con almas de gladiolos, crisantemos y dalias. Una floración inmensa como un mantel de huellas recubría mi pieza de pisadas coloridas, cada pisada hablaba en un idioma distinto, el arameo, el fenicio, el acadio relucían adentro mis espejos durmientes. Mi gata resplandecía con todos los colores del arcoíris cubriendo las sombras más oscuras, las más hambrientas, que comían todo lo que brillaba ¡He visto cómo devoraban los colores, el amarillo de los limones, el rubí de las granadas, el corazón rojo de los higos! Me quedé mirando y vi que en ellos aparecía el esqueleto, los huesos crecieron y se cubrieron de carne. Desde una huella surgió un ibis, su alma depositaba huevos redondos de harina que mi gata hacía rodar por el piso. El pan llegó enseguida y cada alma de pétalos se sentaba en la mesa de la cocina. Comían alas blancas de palomas en un derramamiento de sangre. De repente se escuchó un lamento, mi gata salió afuera y las almas la siguieron. A la orilla de un río vieron a un hombre ahogarse, mi gata empezó a maullar pidiendo ayuda, giró la cabeza hacia sus seguidores, no había nada más que migas de hambre en el suelo. Las almas volvieron al cuerpo que siglos antes fue arrojado al río después de ser crucificado. El cielo se puso blanco de pan en el vuelo de una gaviota. Nunca había exhibido un candor tan hermoso, nunca se oyeron las estrellas arder y cantar como aquella noche en arameo.

 

 

portada Alba

 

Alba Metaponte Nació en Calabria. Estudió Derecho en la Universidad de Bolonia. Ha traducido a importantes poetas latinoamericanos, entre los que destaca ... LEER MÁS DEL AUTOR