Ciudad extranjera
(Traducción al español de Emilio Coco)
VIENTO EN TÍNDARI
Tíndari, te conozco apacible
entre anchas colinas pensil sobre las aguas
de las islas dulces del dios,
hoy me asaltas
y te inclinas en mi corazón.
Subo vértices aéreos precipicios,
ensimismado en el viento de los pinos,
y la pandilla que leve me acompaña
se aleja en el aire,
ola de sonidos y amor
y tú me redimes
de quién mal me libré
y de miedos de sombras y silencios,
refugios de dulzuras antaño asiduas
y muertes de alma.
No conoces la tierra
donde cada día me hundo
y sílabas secretas alimento:
otra luz te deshoja en los cristales
en la nocturna vestidura,
y una alegría que no es mía descansa
en tu regazo.
Áspero es el exilio
y la búsqueda de armonía
que yo encerraba en ti hoy se convierte
en ansia precoz de morir;
y cada amor es pantalla a la tristeza,
tácito paso en la oscuridad
donde me has puesto
este amargo pan para partir.
Vuelve Tíntari serena;
un amigo suave me despierta
para que me asome en el cielo desde una peña
y yo simulo temor a quien no sabe
que un viento profundo me ha buscado.
CIUDAD EXTRANJERA
Otra hora que cae:
abierta en forma de estrella una cáscara de plátano
vive en el río. El estruendo
de un lagar que muele piedras
en la ensenada, cerca de barcazas inertes,
la arena amarilla que desborda;
y a la ola árida la pena
a la cual me finjo ligero
cada día no mío.
Muertos bajan de altos carromatos
de sangre en la niebla
las lámparas tocan el empedrado.
Entre largas avenidas
hojas arremolinadas
en un presagio de viento.
Y DE PRONTO ANOCHECE
Cada cual está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de pronto anochece.
EN LAS FRONDAS DE LOS SAUCES
¿Y cómo podíamos cantar
con el pie extranjero sobre el corazón,
entre los muertos abandonados en las plazas
sobre la hierba dura de hielo, ante el lamento
de cordero de los niños, ante el alarido negro
de la madre que iba al encuentro de su hijo
crucificado en el poste del telégrafo?
En las frondas de los sauces, como ofrendas,
también nuestras liras estaban colgadas,
oscilaban leves al triste viento.
NIEVE
Cae la tarde: otra vez nos dejáis,
oh imágenes queridas de la tierra, árboles,
animales, pobre gente encerrada
en las capas de los soldados, madres
con el vientre aridecido por las lágrimas.
Y la nieve nos alumbra desde los prados
como la luna. Oh, estos muertos. Golpead
en la frente, golpead hasta el corazón.
Que al menos alguien grite en el silencio,
en este círculo blanco de enterrados.
DÍA TRAS DÍA
Día tras día: palabras malditas y la sangre
y el oro. Os reconozco, mis parecidos, oh monstruos
de la tierra. Bajo vuestro mordisco ha caído la piedad,
y la cruz amable nos ha dejado.
Y ya no puedo volver a mi elíseo.
Levantaremos tumbas a la orilla del mar, en los campos destrozados,
pero ni uno de los sarcófagos que anuncian a los héroes.
Con nosotros la muerte ha jugado muchas veces:
se oía en el aire un crujir monótono de hojas
como en el brezal si con el viento de siroco
la focha palustre sube hasta la nube.
TAL VEZ EL CORAZÓN
Se hundirá el olor acre de los tilos
en la noche de lluvia. Será inútil
el tiempo de la dicha, su furor,
su mordisco de rayo que destroza.
Queda apenas abierta la indolencia,
el recuerdo de un gesto, de una sílaba,
pero como de un vuelo lento de pájaros
entre vahos de niebla. Y aún esperas
no sé qué, oh mi extraviada; acaso
una hora que decida, que nos traiga
el principio o el fin; igual suerte, ahora.
Aquí negro el humo de los incendios
seca aún la garganta. Si puedes,
olvídate de aquel sabor a azufre
y del miedo. Las palabras nos cansan,
vuelven a subir de un agua lapidada;
tal vez nos quede el corazón, tal vez…
CARTA A LA MADRE
«Mater dulcissima, ya bajan las nieblas,
el Naviglio choca confusamente contra los diques,
los árboles se hinchan de agua, arden de nieve;
no estoy triste en el Norte; no estoy
en paz conmigo, pero no espero
el perdón de nadie; muchos me deben lágrimas
de hombre a hombre. Sé que no estás bien, que vives,
como todas la madres de los poetas, pobre
y justa en la medida de amor
por los hijos lejanos. Hoy, soy yo
quien te escribe.» ‒ Por fin, dirás, dos palabras
de aquel muchacho que huyó de noche con su capa corta
y unos versos en el bolsillo. El pobre, con su corazón tan dispuesto,
lo matarán un día en algún lugar. ‒
«Claro, recuerdo, fue en esa terminal
de trenes lentos que llevaban almendras y naranjas
a la desembocadura del Imera, el río lleno de urracas,
de sal, de eucaliptos. Pero ahora te agradezco,
sólo esto quiero, la misma ironía que pusiste
en mis labios, apacible como la tuya.
Esa sonrisa me ha salvado de llantos y dolores.
y no importa si ahora tengo alguna lágrima por ti,
por todos aquellos, que como tú esperan
y no saben qué cosa. Ah, amable muerte,
no toques el reloj de la cocina que golpea en la pared:
toda mi infancia ha pasado sobre el esmalte
de su esfera, sobre esas flores pintadas;
no toques las manos, el corazón de los viejos.
Pero, ¿acaso alguien responde? Oh, muerte de piedad,
muerte de pudor. Adiós, querida, adiós, mi dulcissima mater.»