Melisa Cahnmann-Taylor

Dos lunas sobre Tel Aviv

 

 

(Traducidos al español por Helena Alonso)

(Editados por Khédija Gadhoum)

 

 

 

Hipótesis whorfiana

 

No hubiera pensado en las “partículas de arroz”

hasta leerlas, nombradas de forma indefinida,

 

subtituladas del tagalo,

 

o medir, como hacen los camboyanos,

la longitud desde el codo hasta la punta del dedo corazón.

 

Cualquier cantidad de palabras “crea una toma de conciencia.”

 

Una roca [ahsin] en Ojibwe contiene

el alma del águila calva, así como “la” en “la roca” alberga el género,

 

y decir “babka” en polaco es vincular “abuela”

con pan servido en Pascua,

 

medido de manera distinta a la de una rebanada japonesa.

 

Nuestras frases hechas ordenan él (tercera persona, sujeto masculino singular)

antes de lleva (verbo) y a ella (objeto indirecto), en su carro

 

una pared inanimada, de una tonalidad azul desgastada

que sólo se puede describir en Nueva Guinea

 

como “oscuro” o “frío“.

 

Pocos aprendemos a contar en el lenguaje del camarón mantis,

cuyos ojos ven en 12 colores primarios en vez de los tres nuestros,

sistemas lingüísticos de visión, donde espectros enteros se pierden en la traducción.

 

Me gustaría levantar las persianas, sentir que mi sangre se agita como antes,

y atrapar por la cola los nombres lejanos.

 

 

 

En México, luchan los estadounidenses

 

Con guayaberas

que no se ajustan a sus torsos;

tampoco con llaves que encajan en puertas de entrada;

 

polvo; paciencia; pedidos de

pizza con pepperoni por teléfono;

Rechazo de palillos de dientes pintados a mano;

 

el “efecto rubia” — nadie

piensa que yo hablo español; “morena”, y

todo el mundo piensa que lo hablo

 

más de lo que yo misma sé; personas

que corrigen; personas

que no lo hacen

 

fragmentar        las              frases:

“to ask” — ¿Pedir o preguntar?

“to know” — ¿saber o conocer?

 

¿Está o Es bien o bueno?

¿Cuándo usar el subjuntivo?

¿Ser o estar?

 

Muchos mal interpretan a sus jardineros,

camareros, niños, señoras de limpieza;

algunos de ellos tartamudean,

 

llegan demasiado temprano; sólo unos pocos

detestan el flan, protestan por las

contracciones—pa’lante, dicen

 

pero, ¿es “por” o “para”,  hacia adelante o hacia atrás?

Los besos son difíciles de entender—las madres mandan

a sus hijos guapetones

 

saludar a las mujeres de esta manera.

De los que se quedan, la mayoría dice

que se va acostumbrando.

 

 

 

 Enseñando poesía en las escuelas de Georgia

 

Mi casa es como un pequeño lago, dice. Es muy bonita.

Le pido que lo repita otra vez.

¿Puedes repetirlo otra vez?

¿Dijiste “pequeño lago”?

 

Un cuerpo redondo de agua detrás de una casa de Vermont

donde una chica blanca casi desnuda y unos gansos

se divierten en su picnic:

¿Cómo una casa puede asemejarse a un pequeño lago?

 

Ella me cuenta que su abuelita hornea pasteles de crema,

que hay tapetes verdes por toda la cocina,

que su papá prepara dulces, una cascada al lado de la puerta.

Le pido que lo repita otra vez.

 

¿Puedes repetirlo otra vez?

¿Dijiste “una cascada al lado de la puerta?”

 

No sé si el agua fluye por su casa,

o si es la imagen de un mercadillo proyectada en un marco barato,

o si las tuberías de un vecino se están descargando a través de la pared.

Ella escribe sobre los arcoris, deletrea lluvia lluiva y hace reverencia  

 

tal una palabra separada y puerta con dos rr

y se sienta junto a un chico que apunta que es de Mixeco.

Su piel igual a una corteza de pino; sus ojos, detrás de pequeñas

monturas doradas, se asoman como un lago de vida hecho visible

 

al mirarla desde cerca, me doy cuenta de las barriadas donde viven,

pero yo provengo de una casa que es como un joyero.

Ella me pide que lo repita otra vez.

 

¿Puedes repetirlo otra vez?

¿Dijiste joyero? Qué bonito.

 

 

 

 Manejando por la zona norte de Philly

 

Septiembre de 1998

 

Me encuentro con los zapatos en la Calle Ocho

—Habrá unos treinta pares de zapatos tendidos boca abajo,

una silueta dispar de zapatillas deportivas

suspendidas de un cable eléctrico; la levedad

empapada, excepto para los ansiosos tacos,

poco familiarizados con los caprichos del tiempo.

 

Aquí un chico no renuncia a sus zapatos

a menos que ellos renuncien a él;

se magulla como las hojas de septiembre

y mide sus patadas a través de bolsas de patatas fritas

aplastadas en los bolsillos laterales de la ciudad.

 

Imagino los motivos de estos pares en vuelo:

tal vez para comprobar la gravedad; pies hechos demasiado grandes,

o, una protesta, igual que las sillas recostadas y

los nombres pintarrajeados en los pupitres, en vez de

puntualizar las líneas rectas del patio de la escuela.

 

Durante semanas reflexiono acerca de ello hasta que me detengo

para preguntarle a un niño vecino, un chico negro,

con mochila sobre el hombro izquierdo, pantalones bastante amplios

para dos como él. Él en cambio me examina, yo mujer blanca

con libreta para apuntar y pendientes de aro.

 

“Porque es divertido, señorita,”

como si rociara la respuesta

en burbujas de letras gigantescas.

y luego, “para que se acuerden cuando uno se haya ido.”

 

He vivido en trece apartamentos

en los últimos nueve años y nunca he dejado nada atrás.

Me fijo en el par más nuevo, pienso en cómo

se desvanece el color, de una forma perfecta e inalcanzable,

un paseo vacío en el cielo.

 

“Lohecho muchahveces, señorita”, haciendo muecas.

Qué poco he de saber de esta felicidad,

cómo será eso de lanzar algo al aire

que es importante, que pesa, algo que te lleva a donde sea —

sin esperar a que baje.

 

 

 

Una estudiante internacional tiene una pregunta
después de la clase de poesía

 

Para Echo

 

Usted sabe que se me rompió la rodilla

en clase la semana pasada, dice ella. Rasguñé,

 

le corrijo, no se me rompió. Me había quejado

tanto del rojo-naranja de Georgia

 

Sassafras en su poema, comparado

con las cenizas más amarillas de Tianjin

 

que, tras tantos elogios,

había pedido el equilibrio.

 

Esta semana tiene dudas,

entonces se quita la venda, pide

 

consejos porque la llaga

todavía está húmeda, frunció los labios, su

 

compañera de cuarto está preocupada.

De repente, ella es mi hija

 

de cinco años, poniendo caras

mientras unto el algodón sobre el peróxido,

 

haciendo espuma el inevitable rasguño

la sangre, el picazón, la cicatrización

salada. Estarás bien,

le aseguro antes de recibir

 

litigios, luego le aliento

que haga una visita al centro médico

para confirmar que la llaga

no esté infectada. Pero yo no iría.

 

Sólo me quedaría observando

las costras mientras oscurecen,

editando así la nueva gramática que yace bajo la piel.

 

 

 

Dos lunas sobre Tel Aviv

 

Yo tengo gafas especiales, dice él,

que puedo ver dos lunas.

 

Caminan al borde de la marea y alcanzan ver las medusas,

aunque allá se quedan. Cuerpos de medusas de gelatina

Extendidos como tapacubos sobre la arena fría, arrastrados

entre condones y banderas de plástico israelíes.

.

Él no es digno de su corazón, atrapado como un zapato

en el profundo pozo que atesora la arena

cuando el agua sale hacia el mar.

 

Pero aun así caminan de la mano, como si los barrenderos hubieran venido

y la playa se hubiera renovado y toda la tierra y el cielo

pudieran comenzar de nuevo, despojados

de fragmentos de muñecas,

y de vidrio roto.

 

Una media luna creciente doble y delgada.

Tienen dos lunas. Él le ha dado una.

La luna llega barriendo una pequeña ola cuando

su espalda da vuelta y la empuja hacia la orilla.

Melisa Cahnmann-Taylor Es profesora de educación, lengua y alfabetización en la Universidad de Georgia. Es autora del poemario Imperfect Tense, (White P ... LEER MÁS DEL AUTOR