Claudio Damiani

Si el tiempo se deslizara sin herir

 

(Traducción al español de Emilio Coco)

 

 

 

La higuera sobre la fortaleza
tiene vida muy precaria
porque cuando empiecen a restaurarla
sin duda lo cortarán.
Pero está tranquila bajo la luz del sol
extendiendo su amplia capa
desigual, no se preocupa de la estética,
le importa un bledo estar tan alta
no padece vértigo
se deja acariciar
por la luz y la brisas tibias
siente la niebla, oye los pájaros
que parlotean entre sus ramas.

 

 

 

Aquella higuera sobre la fortaleza
está sola, quisiera acariciarla
«Lo sabes, vendrán a buscarte»
«Lo sé, vendrán a buscarme»
«Estás solo» «Lo sé, estoy solo,
pero tengo muchos hijos, ¿sabes?»
y yo en efecto no los había visto
y ahora veía que bajo su fronda
estaban muchos hijitos.
«Moriremos todos juntos, como soldados atrapados,
no moriré yo primero o bien ellos
sino todos juntos, ¿entiendes?
Y esto me reconforta».
En  tanto habían venido unos pájaros
y picoteaban entre las piedras
«Ellos comen nuestros higos
llevarán lejos nuestras semillas
nacerán muchos hijos nuestros
en lugares que no conocimos.
Hay algo que queda de nosotros
debemos ver esta gran familia
ver tierras que no hemos visto,
debemos regocijarnos con ellos».

 

 

 

Si los hombres estuvieran siempre ocupados
sería mejor
porque tendrían menos tiempo
para sufrir
si hubiera mucha sociabilidad
fiestas y cantos, ritos
mucha naturaleza, no esas discotecas obscenas
no esas ciudades asquerosas,
mucha religión, más música,
más chicas que bailan taconeando
o cantando en barcas bajando los ríos,
mucho caminar por los bosques, mucho estudio y amor,
no esa televisión de burdel, con caras de asesinos,
mucho arte, mucha cortesía y gentileza,
buenos modales, educación, estudio,
menos intelectuales ignorantes,
y esos vips, con esas caras de cerdo
que se revuelcan en su mierda,
más humildad, mucho más humildad, y respeto,
si hubiera más silencio, más fiestas
más trabajar juntos, tranquilos,
contentos con trabajar juntos, cantando.

 

 

 

Y yo me había quitado la chaqueta
y me había tendido sobre la cama
esperando que el tiempo pasara
con la amargura en el corazón.
E imaginé que estaba viejo
y tú también estabas vieja,
y nos veíamos, nos encontrábamos
y podíamos sentarnos, y hablar
estando juntos, sin ya el deseo de amor.
Y tú me contabas de cómo habías sufrido
después de que nos dejáramos,
durante cuántos días te sentías un autómata
que te movías sin tener la vida
y te sentías como si te hubiesen quitado
los pulmones, y no podías respirar.
Y yo te contaba cómo caminaba
y me arrastraba de una habitación para otra
con una bola de plomo atada al pecho…

Sí, fue así, y mirábamos las cosas
alrededor de nosotros, cosas sencillas, hojas
que se desprendían de los árboles en el primer otoño
y otras que ya habían caído,
niños que corrían gritando
y árboles que estaban inmóviles, cerca de nosotros, en su sitio.

 

 

 

Si el tiempo se deslizara sin herir,
si no hiriera, sino que sólo se deslizara,
si pudiera estar siempre así, como ahora, en el jardín
escribiendo, con los árboles que crecen a mi lado
–también la hierba ha crecido, y tendré que cortarla–,
si no fuéramos obligados a elegir
o a preocuparnos, por nosotros o por nuestros queridos…
pero no es así… el tiempo pasa y corta como un hacha
y luego vuelve igual, se seca la sangre veloz
y vuelves a encontrarte en el mismo jardín, con las mismas plantas,
en un tiempo tardío, después que ocurrió todo
y sin embargo está todo tan fresco, y no quisieras pensar en nada,
quisieras abandonarte al gorjeo de los pájaros,
quisieras dormirte en la sombra.

 

 

 

Yo sólo sé estar solo
en este jardín,
sé escuchar los pájaros sobre las ramas
y los zumbidos de los insectos atentos,
sé sentir la hierba que crece
y la estación que avanza,
sé sentir cuánto tiempo ha pasado
y cuánto aún tendrá que pasar,
sé ver cómo está limpia la grava
a pesar de lo que ha ocurrido,
sé oír tus pasos que se acercan
de niña y de mujer, que no hacen ruido,
sé sentir mi familia partida
cortada con un hacha
luego renacida como los brotes en los pies de los troncos,
como la cola de las lagartijas.

 

 

 

La casa está cerca del mar
pero no lo ve.
Hay un camino blanco, la encuentras a la derecha,
es baja, con un solo piso,
hay como una pequeña terraza sobreelevada
con unos frascos de albahaca
menta y otras hierbas aromáticas.
La casa está deteriorada
pero no está abandonada.
Está todo muy limpio.
Se siente el olor del mar, también su ruido.
En la casa no hay nadie.
Caminas y sigues
ves las hojas brillar,
sientes el balanceo de las olas
y no quisieras alejarte,
quisieras quedarte en aquel sitio para siempre
y dejarte acunar.

 

 

 

Es una guerra donde no hay que combatir,
caen bombas, y nada más,
te alcanzan en la calle, en la frutería,
en los cines, en los supermercados, en los lugares de trabajo,
también en casa: entran por la ventana
y te estallan en la cara.
Incluso si te construyes un búnker
cien metros bajo tierra,
con las paredes de acero, con las puertas de diamante,
también allí las bombas te alcanzan.
Pues la gente no va a los refugios,
ni está en casa, ni procura esconderse
sino que hace todas las cosas, como si fuera todo normal,
sale del trabajo, va al bar, sale a divertirse
como si fuera todo normal
como si fuera todo como antes.

 

 

 

CÉSAR

César viene por la tarde y se sienta en la calle.
Camina mal porque cojea,
tiene una pata entumecida
porque ha sido apaleado por su dueño.
Ahora no tiene dueño,
vaga de aquí para allá por el pueblo,
creo que le dan de comer
porque no pide nada, se pone allí sentado
y se queda tranquilo.
Tiene unos ojos tan tristes
que, si lo miras, te echas a llorar.
Quizás tiene garrapatas, y así no lo tocamos
pero quisiéramos acariciarlo
y quisiéramos apretarlo
de tan bueno y hermoso que es
y quisiéramos decirle: César,
no eres el solo que estás abandonado,
también nosotros, aunque no parece,
todos nosotros lo estamos
y vagamos de aquí para allá por el pueblo,
nos sentamos en medio de la calle
y cuando pasa un coche
nos levantamos lentamente y nos apartamos,
arrastrando nuestra pata entumecida
sin protestar, sin decir nada.

 

 

 

Alguien podría decir: ¿pero qué estás diciendo?
Los montes tienen una vida dura,
no se hablan nunca, son huraños,
se tratan mal, tratan mal a todos,
son duros como la piedra, no entienden nada.
Y, al contrario, yo digo: ¡eres tú que no entiendes nada!
Los montes son muy amables, ven más cosas que nosotros,
tienen un oído finísimo, son amantes del silencio,
saben estar en su sitio, quedándose quietos
también en el peligro,
están siempre limpios, sin necesidad de lavarse,
y se rodean de un aroma
que nosotros no sentimos.

 

Claudio Damiani Nacido en San Giovanni Rotondo en 1957, vive y trabaja en Roma. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Fraturno (1987), LEER MÁS DEL AUTOR