Wildernain Villegas Carrillo

Fuego primigenio

 

 

 

 

En esta habitación

crecen ramas donde ardillas se esconden,

juegan, ríen.

Bajan  a la mesa

por  un mordisco  de pan.

 

En el techo hay lianas,

allí monos cuelgan sus misterios.

Se acercan al librero,

indagan el origen del hombre

y cuando el hambre hace cosquillas

abren el refrigerador que no tengo

y sustraen plátanos y refresco.

 

Surgen del televisor

aves llameantes,

florecen  su trino,

anidan  los cajones del ropero.

 

La computadora se cubre de floresta.

Escribo.

Si falta una metáfora

mancho mi mano con sangre de lirios,

dialogo con  ranas,

bebo la música de  saltamontes;

y si sobra el adjetivo

lo cortan  hormigas jardineras.

 

El sol, sombrero sin sombra que asombra  rincones,

entra en el espejo

y del espejo río se derrama:

piel sonora

donde peces transparentes

navegan la voz.

Contemplo un cuadro,

de él escapan venados

que se inclinan en el río

a sorber un poco de tiempo.

 

Un arco iris surge del muro,

y termina en la fotografía de mi madre:

al final de los colores

una mirada espera ser mirada.

 

Desde  el ventilador

el viento extiende su caricia en hojarasca,

de su boca salen mariposas,

esparcen polen azul

para dibujar la desnudez del día.

Arden los vocablos,

se incendia todo lo que nombran.

 

Alguien toca a la puerta,

abro,

es la tarde que ha traído sus palomas,

la tarde de ayer,

la de siempre, que tiene los ojos

iluminados por la lluvia.

 

Decanto el verbo

y las ardillas, monos,

aves y río,

árboles y venados,

oscurecen.

Pero toco mi lámpara

y la luna se enciende.

 

 

 

 

Apago los ruidos de mi habitación

para que entren  notas de  la lluvia:

mujer  en cuyas alas

crecen flores impronunciables.

Se aferra al oficio de ser partitura y humedad,

no le importa el asfalto carcomido,

rebosa  baches con su risa,

no le importa  luna ciega,

ella fulge por sí misma,

no le importan  indigentes,

poetas que roban su tinta

para cifrar  imágenes del relámpago,

niños con preguntas abandonadas,

ni longevos que en la memoria se refugian

y no saben que la senda del último silencio los busca.

Sólo le importa el  transparente vuelo

y su oficio de ser partitura y humedad.

 

 

 

 

Donde mi voz esculpe

 

Me he sentado a esperar

que los dioses desciendan,

tomen las palabras una a una

y las sumerjan en la miel

más pura del día;

pero se esconden,

callan,

necesitan más plegaria.

 

He aprendido a encontrarlos

en el oleaje perpetuo del roble:

me contemplan,

trinan alguna profecía,

de pronto

en mi lengua vierten la sal de su lenguaje,

y los instantes se vuelven roca

donde mi voz esculpe.

 

 

 

 

Pulso

 

El mar en su latir,

el mar que dibuja labios a la playa,

la piedra que vuelve al agua música,

el agua platicando con la piedra,

el naranjo que madura besos a cada fruta,

los brazos del roble donde la torcaz anida sus días,

la torcaz dialogando con el viento,

la aldea que sueña,

la milpa en su promesa de no morir,

el sendero blanco que se marcha,

el Dios que retorna,

la pirámide anciana que no envejece,

el silencio que nos oye pensar,

la estela desnuda,

estas palabras,

la tarde…

todo está vivo

de alguna forma.

 

 

 

 

Para mirarte

Te descubro en la pirámide,

se inclina el sol a besar la eternidad

y mi alegría danza,

dibuja tu palabra que aún resuena,

da gracias a los dioses que habitan en mí,

como el cielo en las aves

y el polvo en cada segundo del nosotros.

 

Abuelo,

enséñame otra vez La Piedra Sagrada

donde sabios descifraron al tiempo

y miraron caminar la sequía

y el hambre de langostas hacia la milpa tierna,

donde vieron a la lluvia acariciar el suelo,

su fértil desnudez,

donde vieron mazorcas

bailando en el trino de la oropéndola,

y el frijol que abraza al cuerpo del maizal

hasta madurar esperanza.

 

Quiero esa piedra,

la tenías en tu rostro,

en tu voz.

 

Hoy que habitas al recuerdo,

invento versos

para mirarte;

pongo una roca sobre tu ausencia,

inicio nuestra pirámide,

cuando en la cima nazca una aurora

los animales subirán a beber la claridad.

 

Sonrío

por tu mañana que cada noche retoña,

por aquel lunar de tu frente,

estrella negra que en medio de tu luz

fulguró su dulce oscuridad.

 

Abuelo,

juguemos a sembrar dioses

y nacerán árboles de ceiba

para que los astros aniden;

juguemos a sembrar nubes

y brotarán ríos subterráneos,

asomarán miradas de agua

a esperar que el fuego cabalgue

en la espalda de Kukulkán,

que Ix Chéel se contemple en su espejo de luna,

que Cháak centellee su látigo;

y con mis pasos se acerquen

a convertir el agua en arroyos de leche,

en minutos de miel y pan.

Cantemos como la selva

cuando siente al sol revolotear en los pájaros,

aplaudamos como la lluvia en el vientre del Mayab,

lloremos,

tu allá y más acá de mí,

aferrado a este instante,

lloremos,

por tanto amanecer

 

 

 

 

Monólogo en silencio

 

No hablo con la boca

sino con mis manos

que caminan en la vereda hecha por la luna

bajo la noche de selva.

 

Hablo con los pies

que palpan alegría,

ahuyentan augurios

y acarician la fertilidad del suelo

donde manan latidos.

 

A través de mí

dialogan ríos profundos

que habitan bajo la piel,

en mis arterias.

 

No hablo con la boca,

sino con relámpagos

que despiertan a medianoche

y tiemblan y retumban.

 

Está sonando mi voz

mas la aprisiona

la chispa que incendia al silencio.

 

 

 

 

Fuego primigenio

 

I

 

La Luz es música que duerme,

en ella El Fuego Primigenio sueña pirámides,

hombres que se ofrendan en juego de pelota y adoran agua;

sueña ser serpiente vestida de plumas,

flamígero equinoccio deslizándose a la piel de un templo.

Despierta, sus ojos sobrevuelan el abismo,

traza  el fuego de su canto en la  roca nocturna

y  La Luz germina:

es torbellino de agua.

 

Revolotean las palabras,

El  Fuego Primigenio las reúne,

las ordena,

su verbo inmortal  acaricia la castidad del polvo,

la desnudez del viento:

barullo de animales corre en los desfiladeros,

arpegio de aves aromatiza la selva,

el lenguaje se vuelve eco en cada cosa,

mas nadie lo pronuncia.

Hay que encenderlo en todo cuerpo,

dice El Fuego Primigenio,

que fluya,

anegue siglos de siglos,

fertilice el tiempo y lo detenga.

Entonces moldea al hombre:

sonido azul que matiza al aire,

sentido sin sentido,

barro que se desmorona en la afonía de la inconciencia,

esa boca de muerte masticando vida.

 

 

II

 

Vuelan  luceros,

la fogata de sus rostros se clava en la tierna oscuridad,

y la luna,

pan de luz,

lago que fulge,

lunar ardiendo en la frente del que sueña.

Con  resuello del Fuego Primigenio

árboles huelen el alba,

el horizonte acaricia sus miradas,

en la caridad del día anidan esperanza

y  a murmullos rocíos saborean.

 

Florece el hombre de madera,

(me vuelve profecía)

su lenguaje es la savia sabia del árbol,

su emoción,

milpa desolada,

desconoce su trayecto el blanco pedernal  del Norte,

el rojo metal del sol,

transita caminos sin crepúsculo,

siempre a punto de caer para no retoñar  jamás.

Por eso chorros de ceniza ahogan el suelo,

y  ya no se sabe si el hombre es  madera

o la madera es ceniza o la ceniza es el hombre,

sólo gris tapiza la existencia

y el agua se desborda en transparencias:

cimas transparencia,

transparente sima,

trasparentados días en naufragio,

noches,

astros que observan su líquido reflejo.

 

 

III

 

Entre las aguas el Mayab resurge,

es loma, océano, abismo;

respira como el viento,

es  manatí, cereque, pavo salvaje,

arco iris

y un Árbol  que palpita,

corazón de jade  donde la oropéndola cuelga  su alabanza.

 

El  Fuego Primigenio destella aliento en el carrizo

y otra sangre escribe pasos en la piel morena del Mayab,

(cada vez más cerca estoy

pues se vuelve a desgarrar el verso)

un murciélago jaguar roe huesos de la sangre,

la tiniebla se desborda,

y a los que permanecen con vida

la flaqueza de los perros a dentelladas les reclama cada azote,

el pedernal donde el maíz entonó su última oración

golpea sus conciencias,

cenotes predicen  ventarrón  preñado de gélidas  espinas,

el relámpago del granizo los atormenta,

brotan hogueras, lloran en las lenguas del fuego,

calabazos bailan al son de la agonía,

la desesperación de los  hábiles  trepa  robles, caobas, cedros,

pero ya no son ellos,

sino monos que mecen en la cuerda de sus colas,

tatúan el aire y juegan a no morirse

bajo el peso de la angustia que les aplasta la  razón.

 

 

IV

 

El  Fuego Primigenio pule otra metáfora.

Escucha a  la paloma torcaz y al venado

que fecundan  música  de maíz,

disuelve  notas en la lluvia besada por  de la aurora:

Germina mi sustancia.

Soy  cereal  blanco, violeta y amarillo,

cabello, ojos, voz, dermis de masa y lluvia,

de melodía hecha pulso.

Descifro la sencillez de mi existencia,

me  hundo en el hoy,

mar que transita mi cuerpo

ola      tras     ola,

por primera vez,

para siempre.

Me  arrulla  la abundancia,

se abre al cielo en rosa cristalina,

mas ignoro el incendio del alma,

esa  boca de la carne esperando…

La soledad sube al cuello,

enredadera venenosa,

aguijón que engendra la herida del llanto.

Falta otra piel que rebose el vacío con manojos de ternura.

Caigo

en la profundidad del letargo

y El Fuego Primigenio me injerta miel de maíz.

Un capullo brota de mi pecho,

se desprende,

ondea su cabello sonoro bañado de llovizna,

sus ojos resplandecen golondrinas distantes,

su boca salpicada de silencio

y de un crepúsculo matinal que esparce trino,

es realidad hecha beso.

Espiga morena, mujerespiga,

brisa gimiente,

playa donde mi paso comienza a presentir generaciones,

marea virginal que me despierta.

 

 

 

Wildernain Villegas Carrillo Es  maestro en Educación Intercultural, por su obra  literaria ha merecido siete reconocimientos nacionales e internacionales, entre los ... LEER MÁS DEL AUTOR