Waldo Leyva

Como una sombra más

 

 

 

 

 

TARJETA DE PRESENTACIÓN

Para Elena Poniatowska

Después de tanta geografía
recorrida, de tantos rostros,
de tanto mar y tanto cielo ajeno,
sobre mi mesa se acumulan
decenas de tarjetas de colores diversos,
indiferentes, mudas.
A veces me detengo en los rasgos
de sus notas ocasionales,
desconocidas, mínimas,
y quiero adivinar detrás de cada nombre
el rostro, el tono de la voz
la ciudad donde me fue entregada
bajo qué lluvia, sobre qué invierno,
pero resulta inútil.

Quién será esta Vanesa Crispi,
este Otilio Cervantes, esta Judith Entenza,
este Phillip James, que reclaman,
desde su caligrafía solidaria,
que no olvide sus caras.

Por más que lo intento no puedo
ponerle rostro a cada nombre;
ni siquiera tengo idea de la época
en que pudimos conocernos,
si acaso fue cierto,
porque tal vez estas tarjetas
no son más que la confirmación
de un intercambio frío, ceremonial.

Sin embargo, estoy seguro
que esta María, de apellido impronunciable,
tiene que ver con la muchacha griega
de cabellera rojiza y abundante
que conocí una noche en el Pireo
y nos acompañó en aquella aventura
en busca de la Fuente Castalia.
No puedo asegurar si estuvo
cuando Yannis Ritsos
nos abrió la puerta de su casa
y recitó, para Moreno y para mí,
los versos de Guillén
en su griego impecable.
Todavía conservo la piedra
donde el poeta desterrado dibujó,
siguiendo los caprichos del agua,
el rostro de Apolo. El tiempo
se empeña en borrar cada trazo
a pesar de que mi mujer,
con la devoción de quien protege
una reliquia, guarda la piedra
envuelta en seda
dentro de una breve urna de cartón.

Yannis Ritsos, con su rostro encarnado
y sus manos de ejecutante de arpa,
sigue vivo en mi memoria
aunque no tenga una tarjeta
que revele su nombre.

Fue Atenas y era invierno.

Moreno retrataba las estatuas de Antínoo
y comíamos pulpo en las tabernas.
María Rosa, entrañable y desquiciada,
cantaba un aria desconocida
acompañada por los aullidos
de Ron, su dorado perro Cocker Spaniel.
Los cerros del Penteli
mostraban sus heridas de siglos,
y en la plaza Omonia, la más vieja de la ciudad,
la que fue hermosa en tiempos inmemoriales,
los jóvenes se intercambiaban mariguana,
jeringas infectadas y besos sucios
bajo la indiferencia de la estatua gigante
del corredor de fondo y la abulia
de los eternos parroquianos del Café-Neon.

Hay una foto en la que conservo
mi sombrero negro, la chaqueta de cuero
y un residuo de fiebre y barba breve.
Estoy parado en la ladera sureste de la ciudad
y a mis espaldas, los restos del teatro
que Herodes Atticus mandó a construir
en honor de su mujer Regilla.

Fue Atenas y era invierno.

Sobre la cresta del Monte Olimpo
una nieve ridícula hacía imposible creer
en la existencia de los dioses.
Era invierno y en el cruce de caminos
donde Edipo dio muerte a su padre,
florecían mugrientas carpas de gitanos.

En la Fuente Castalia no hubo agua.

 

 

 

LA NOBLEZA FALSA DE SU ROSTRO

Junto a la puerta está la veladora.
Tiene el rostro pecoso
y los ojos perdidos en un azul ausente,
sin memoria. En el fondo, asediado
por turistas sin sexo,
el David oculta su perfil violento,
esa esquina izquierda de su cara
marcada por una ferocidad sin límites.
Las cámaras impersonales
siguen grabando su faz paradójica y confusa.
Yo voy de los ojos de la veladora
a otro rincón distante de la sala,
a las piedras inéditas donde pugnan por salir
brazos, gestos que Miguel Ángel
dejó aprisionados en el mármol.
Siento que es aquí y no en el David
ni en la Piedad y menos en el gesto
épico y dramático del Moisés,
donde está esa angustiosa metáfora del hombre
que todo artista busca dentro de sí mismo.
Cuentan que Miguel Ángel,
asustado de su propia obra,
pidió, con un golpe de mandarria,
la palabra al Moisés,
pero quienes gritan, los que reproducen
el lamento más hondo, la fuerza,
la búsqueda de la utopía,
son estas piedras resueltas en un solo brazo
un torso idéntico al de aquel hombre
sin rumbo en la estación de trenes.

La veladora sabe que ha sido vista
por primera vez, que las pecas múltiples
de su piel dejaron de ser anónimas
sombras de la galería. Le pido la palabra
y el rubor de su cara me responde.

Vuelvo a la esquina izquierda del David
Me reconozco en esa rabia
ajena a la nobleza falsa de su rostro.

 

 

 

COMO UNA SOMBRA MÁS

Todos piensan en su palabra amordazada,
en sus ojos huérfanos
y la quietud inexplicable de su rostro.
Para nadie resulta sospechoso
que recorras sola la ciudad
buscándote a ti misma,
o que el amanecer te sorprenda,
sin rumbo, frente al mar,
frente al espejo solo de tu cuarto,
frente a tu piel desnuda y quebradiza.

Tus ojos también pueden secarse.
Lo curioso, lo que no me explico,
es que prefieras seguir pasando al fondo.

Sus ojos huérfanos, lo sabes como yo,
son su mejor disfraz para salir al mundo
para que todos crean en su palabra amordazada.
En realidad, lo sabemos tú y yo,
desde hace mucho tiempo solo le quedan gestos
con los que finge pequeñas y falsas muertes cotidianas.
Algunas veces sospecho de tu renuncia.
¿No puedes prescindir de ese juego de ausencias?

De tanto borrar tu imagen, en el espejo
hay solo sombra desnuda y quebradiza.

 

 

 

CARTA DESDE LA HABANA

Para Ariel James
cc Omar Lara

He tenido, poeta, en estos días
mucha necesidad de recordar;
qué importa si tristezas o alegrías,

lo importante es saber que en un lugar
invisible o real de la memoria
hay un latido, un gesto, un despertar

que algo tiene que ver con nuestra historia,
no la historia mayor de este país
sino con esa breve y transitoria

existencia gozosa o infeliz
que nos tocó arrastrar a cada uno.
A veces un olor, que mi nariz

percibe sin querer, me trae alguno
de esos viejos momentos olvidados.
Nadie puede, poeta, no hay ninguno
que se salve, y estamos obligados
a repetir, hermano, en el recuerdo,
lo mejor y peor que hemos pasado.

Hay recuerdos que busco, otros que muerdo
para atenuar, al menos, su insistencia
en demostrarme que también fui lerdo,

que no siempre logré la consistencia
que requería el tiempo y su aventura;
pero la edad me ha dado la paciencia,

ese poder mirar desde otra altura
lo que fui y ya no soy. Esa es la vida
y en ella estoy de pie, genio y figura,

mirando una frontera conocida
que se aleja a medida que me acerco.
Yo sigo caminando, soy muy terco.
La sangre se renueva con la herida.

 

 

 

A MODO DE ELEGÍA

No puedo evitar que me sorprenda esa costumbre
nuestra: dar de beber primero a los ausentes.
No se trata de convocarlos a la fiesta
ni tampoco es un ritual de la memoria.
Los muertos beben solos.

A medida que los años pasan
el silencio sin ruido, ayer imperceptible
empieza a acompañarnos
a dejar sus huellas sobre las sábanas
a sustituir con nuestro rostro la cara del amigo.

Ayer, mientras descorchaba mi añejo de reserva
para brindar por la llegada de otro año
supe, sin duda alguna
que debía mojar un rincón de la casa.
¿Para quién era el trago? ¿A quién debía evocar?
¿Acaso a Luis, muerto a los treinta y tres años
cuando la poesía empezaba a crecer
en su garganta y le dolía en el costado
ese escuálido y turbio ángel del desamor?
¿Tal vez a Wichy el Rojo, quien seguramente
continuará en su eterno retornógrafo
dialogando con Tristan Tzara
o con Guillaume Apollinaire, el soldado polaco
de sus versos?

Los muertos beben solos, me repito
pero voy con la botella
hasta el rincón más íntimo de casa
donde Ángel Escobar, sudoroso y suicida
masca alucinado hojas de curujey
pide al alcor funesto que aparte a los forenses
y sigue diciéndonos, para que no lo olvidemos
…moriré/ solo de mí: no llevo un clavel rojo
en la solapa, no puedo sonreír:
alguien siempre dispara
su pistola en medio del concierto…

Los muertos beben solos, insisto
y el ámbar del añejo deja en el aire breve
una línea sin origen ni fin donde Raúl
desde su enorme silencio, aparta la vieja pistola
de su animal civil y dice a Gelsomina:
Ven … a ver al niño enfermo
que allí en su lecho abandonado yace…
mientras Ignacio Vázquez se pone el pecho
de Sor Juana para decir los versos que le dicta
su esquizofrenia contagiosa.

¿Dónde está Juan Puga? Lo busco por la casa
y vuelvo a mi balcón pero en esta noche de diciembre
no están los flamboyanes florecidos
ni puedo intuir los almendros agrestes de su tierra.
¿Será cierto lo que una vez le dije:
empiezas —y eso duele— a ser olvido?
No tengo Pacharán, querido hermano
pero te ofrezco este trago de ron.
¿Lo compartimos?

Los muertos beben solos
le digo a los que esperan y ríen satisfechos
sin sospechar que alguien los va a evocar mañana
derramando licor por los rincones.
Naborí ya lo dijo recordando a Simónides de Ceos
Arrobados de sueños y paisaje
creemos infinito nuestro viaje
pero ¡ay! el viaje es demasiado breve.

Hay muertos más recientes, muertos
como Jesús Cos Causse que se llevó algo de mí, raigal
aunque dejaba, detrás de cada verso algún ruido del corazón.
Negro, brindemos por Nilda Arzuaga
no sé si ella, en algún sitio del planeta
se acuerda de tus versos, de aquella noche cómplice
junto a la ventana de Luz Vázquez
pero vamos a repetirlos tú y yo para que los oiga
donde quiera que esté.
Mañana la historia
le pondrá un rostro extraño
a nuestro amor y nuestras cartas serán leyendas
para los poetas de entonces.
Uno no sabe nunca en qué amor acabarse, en qué
salto cruzar las cenizas.

Hay muertos más recientes, lo repito
muertos que nos dejaron definitivamente huérfanos.
Pienso en Joel, en su ternura brusca
en su cortante lucidez, en su diálogo intacto con los loa
buscando una explicación para sí mismo
para nosotros, para esta Isla entrañable que nos duele.
¿Encontraste al Bon Dieu hermano?
No tengo el preparado de aguardiente
con las yerbas de monte pero bebe, bebe conmigo
este añejo hecho con las mejores aguas de la tierra.

 

Waldo Leyva (Cuba, 1943). Poeta, narrador, ensayista, profesor universitario, periodista y actor. Ha publicado los siguientes libros de poemas: De l ... LEER MÁS DEL AUTOR