

Vicente Huidobro
En Literatura me gusta todo lo que es innovación. Todo lo que es original.
Odio la rutina, el cliché y lo retórico.
Odio las momias y los subterráneos de museo.
Odio los fósiles literarios.
Odio todos los ruidos de cadenas que atan.
Odio a los que todavía sueñan con lo antiguo y piensan que nada
puede ser superior a lo pasado.
Amo lo original, lo extraño.
Amo lo que las turbas llaman locura.
Amo todas las bizarrías y gestos de rebelión.
Amo todos los ruidos de cadenas que se rompen.
Amo a los que sueñan con el futuro y sólo tienen fe en el porvenir
sin pensar en el pasado.
Amo las sutilezas espirituales.
Admiro a los que perciben las relaciones más lejanas de las cosas. A los que saben escribir versos que se resbalan como la sombra de un pájaro en el agua y que sólo advierten los de muy buena vista.
Y creo firmemente que el alma del poeta debe estar en contacto con el alma de las cosas.
Y ¿qué más puedo hablar de mis ideas? Creo que todas ellas están diseminadas en mis artículos y estudios y fácilmente pueden adivinarse en mis versos.
Pero diré que no se crea que desprecio el pasado. No. Repruebo el que sólo se piense en él y se desprecie el presente, pero yo amo el pasado.
Para mí no hay escuelas, sino poetas. Los grandes poetas quedan fuera de toda escuela y dentro de toda época. Las escuelas pasan y mueren. Los grandes poetas no mueren nunca.
Yo amo a todos los grandes poetas. Homero, Dante, Shakespeare, Goethe, Poe, Baudelaire, Heine, Verlaine, Hugo.
Esas son las cumbres que se pierden en el Azul. Entre esas cumbres hay muchas más pequeñas y hay muchos abismos.
Yo amo las grandes cumbres y los grandes abismos. Lo que da vértigo.
Mirando a esas grandes montañas no se ve la cúspide.
Mirando a esos grandes abismos no se ve el fondo.
Por eso los miopes bufan.
Mientras menos ojos nos alcancen, más alto o más hondo vamos.
En mi corta vida literaria he sido muy querido y muy odiado. ¿Puede darse mayor triunfo?
He tenido muchos enemigos y muchos amigos.
He tenido enemigos que se han dado el trabajo, alentados por la envidia, de ir a desacreditarme, uno por uno, ante muchos pobres inocentes. Generalmente les ha salido mal el juego de la mano negra, pues casi todos se quedan compadeciéndolos y muchas veces me lo cuentan a mí mismo.
A estos enemigos míos les he arrojado, como un pedazo de pan, el desprecio que me ha sobrado de otros desprecios más importantes.
Cuando las locomotoras resbalan su majestad devorando las distancias, infinidad de quiltros salen a ladrarles. Tanto me han ladrado a mí los quiltros literarios que tengo derecho a sentirme locomotora… literaria.
Nunca he, podido comprender la envidia. Acaso sea porque mi gran orgullo me impide envidiar a nadie.
¡Bendito orgullo!
Siempre he tenido la seguridad de que yo haré mi obra y llegaré al Triunfo; por eso no temo gritar alabanzas con todos mis pulmones a los que creo las merecen.
Si ellos hacen su obra, yo también haré la mía. Si ellos llegaran al Triunfo, yo también estoy seguro de llegar.
Qué triste debe ser esto para los que se sienten sin fuerzas, se sienten impotentes, para los eunucos del arte que se miran y no ven nada… ¡Bien se les puede perdonar su envidia!
Algunas veces he sentido verdaderos disgustos literarios. Cuando nombraron príncipe de los poetas franceses a Paul Fort y no a Francis Jammes o a Jules Romain.
Cuando Rubén Darío se ocupó en un artículo de la suntuosa mediocridad de don Alberto del Solar. Y otras veces que no recuerdo.
Lo único que he comprobado hasta ahora es que la estupidez humana es inconmensurable, infinita, grandiosa, elocuente, avasalladora, apocalíptica.
Que basta ser imbécil para ser amado y respetado y escuchado, para surgir, para ser diputado, senador, ministro, presidente, director de diario y miembro de respetables academias. Leer a don Juan Antonio Cavestany.
Que Dostoievski, Zola, Verlaine, Baudelaire, Poe, France, D’Annunzio, Hermant, Darío, siempre serán unos estúpidos, mientras Sielikiewiez, Oliuet, Isaacs, Salgari, Braerneii, Nuñez de Arce y Quintana serán genios. ¡Este párrafo viene a comprobar el párrafo anterior!
Que si algún día se le ocurriera al mismísimo Dios la humorada de escribir un libro de versos sin que los mortales supieran que eran suyos, esos versos serían muy inferiores a los de Homero, Virgilio, Horacio, Dante, Milton y hasta los de Fray Luis de León, de Herrera, Calderón y Lope. Todos caerían allí. Sería gracioso desde el mismísimo don Marcelino Menéndez Pelayo, Faguet y Lernaitre hasta el inofensivo y simpatiquísimo señor Omer Emeth
Y cuando por otra humorada de ser Satanás supieran el nombre del autor ¡qué azoramiento más trágicamente cómico, qué disculpas más resaladas. Claro, el señor Menéndez Pelayo lo había leído muy a la ligera por estar ocupadísimo en un profundo estudio sobre Pereda y el señor Faguet había hablado de referencias, pues su juicio sobre Musset lo tenía embotado y hasta el inocentísimo señor Omer Emeth se habría pasado por alto las mejores partes, pues en esos días se encontraba muy atareado, buscando galicismos, para un artículo sobre Hurtado Boine.¡No habría un solo valiente que, al menos por despecho, dijera que prefería con mucho las Fleurs du Mal de Baudelaire o cualquiera de los Poemes Satumiens de Verlaine!Los mismos ataques que, en poesía, recibiría Dios si se pusiera a filosofar, sin su firma. Aquello no serviría para nada por no seguir las huellas de Aristóteles, de San Agustín, Santo Tomás, Alberto Magno, del reverendísimo padre Suárez y hasta no faltaría algún mochito que se acordara del padre Ginebra.
Hoy no creo firmemente en nada, estoy convencido que los filósofos sólo dan palos de ciego y que la verdadera verdad sólo está en la médula cerebral de Dios Nuestro Señor suponiendo que Dios exista.
Quiero ser un gran Sincero toda mi vida y vivir convencido de que yo soy tonto para los tontos e inteligente para los inteligentes.
(De Pasando y Pasando, 1914)