El gato con botas
y Simbad el marino o Badsim el marrano
(Novela póstuma)
Colocado en la pared, siempre frente a mis ojos, tengo el mapa de Oratonia.
El país en que yo nací es sin duda uno de los países más interesantes que jamás han existido en el mundo. Es lo que se llama una gran nación.
Selvas de peso, montañas de cielo en pecho, ríos con toda la barba. Mi patria es la única patria digna de ser amada entre todas las patrias. Cuando yo veo un hombre nacido en otra patria, pienso para mis adentros: “¡Cómo sufrirá de no haber nacido en mi patria! ¡Qué horrible desgracia!” No puedo dejar de compadecerlo con toda mi alma.
Mis compatriotas, es decir los otros habitantes que tienen la dicha de haber nacido en el mismo país que yo, son también los hombres más interesantes del mundo. Grandes, fornidos, de pelo verde y sin monóculo. Nacen con chaleco y a los once años les salen guantes naturales, que desde entonces tienen que cortarse un poco cada diez días.
Los habitantes de mi país son todos oradores. Hay oradores cuya palabra perfuma las flores y hace madurar las frutas; hay oradores cuya palabra enciende los cigarros; hay oradores que alcoholizan y embriagan, a los cuales se va a pedir una frase de coñac o una frase de whisky o una frase de pisco y después de oírlos todos los escuchantes salen tambaleando y haciendo eses; hay oradores cuya palabra detiene los ríos, otros cuya palabra desabotona los gabanes o lustra los zapatos, etc. Pero entre todos los oradores se destaca el orador eléctrico, el que electriza, que electrifica y electrocuta. Su palabra enciende las ampolletas en las casas y los arcos voltaicos en las calles; ella hace correr todos los tranvías de la ciudad. Este no se detiene nunca de hablar. Si tal hiciera, todos se quedarían a obscuras, se pararían los tranvías; sería algo así como una huelga general. Tal acto sería un acto de sabotaje.
Al orador eléctrico se le cuida con un esmero nunca visto. Se le revisa a cada momento para que no vaya a tener tropiezo alguno ni el menor desperfecto. Cuatro obreros, que se reanudan cada tres horas, están encargados de aceitarle las mandíbulas. Se le nutre por el trasero con lavativas de sopa de albóndigas, con erizos y huevos fritos, perdices en escabeche y muchas otras exquisiteces que su trasero de gourmet paladea y sabe estimar en lo que valen.
Para el caso de una pana imprevista, se tienen mil discos con su voz; pero se ha visto, después de repetidos experimentos, que con los discos los tranvías andan mucho más despacio y las ampolletas eléctricas pierden un 53 por ciento de su energía.
Hace algunos años que vivo lejos de mi país, pero la nostalgia me hace recordar sus paisajes y su conformación como si los tuviera siempre ante los ojos. Para consolarme de la ausencia, leo y releo su historia. Recuerdo su pasado, estudio su presente y trato de adivinar su porvenir.
En Oratonia hay tres grandes partidos políticos. El partido de aquellos a los cuales les tiembla la mano derecha al llevarse una copa a los labios y que se llama el partido de los sanvitistas; el partido de aquellos a los cuales les tiembla la mano izquierda y que se llama el partido de los espiroquetistas, y el partido de aquellos a los cuales les tiemblan las dos piernas y que tienen el ombligo en relieve como un escapulario; éstos se llaman los tetraomblipernalistas. Como este nombre era un poco largo, hoy el pueblo los llama los ponchistas, porque fueron desterrados a raíz de un complot a donde el diablo perdió el poncho.
Ese complot fue algo terrible y que puso al país al borde del desastre total. Por allá por los años de Mari Aceituna, llegó a Oratonia el anarquista Juan Sabotero y empezó a tramar una conspiración contra el gobierno. Los conspiradores, todos miembros del partido ponchista, se reunían en un sótano abandonado, debajo de un galpón medio en ruinas que primero perteneció a los jesuitas, luego fue el escondite de una banda de monederos falsos, después fue un molino, cuyo dueño se suicidó y donde penaron las ánimas varios años, y por último perteneció a los francmasones. Allí se reunían todas las noches a las doce en punto los conspiradores ponchistas. Las conspiraciones se multiplicaban y se repetían de un modo inaceptable. Los espiroquetistas estaban entonces en el poder y la policía espiroquetista corría de un lado para otro sin poder descubrir la madriguera de los enemigos del gobierno.
El presidente había declarado rotundo: En Oratonia nadie conspira sino yo.
Un día, la audacia de Juan Sabotero pasó todos los límites y éste fue atrapado en el momento mismo en que arrojaba una piedra entre las mandíbulas del orador eléctrico. Sabotero fue cogido en flagrante delito y llevado a la cárcel entre los insultos y las amenazas de la muchedumbre que quería lincharlo. En la cárcel fue sometido a pequeñas torturas para hacerlo hablar. Se le leyeron algunos libros de autores célebres, se le dieron sandwiches de caviar, se le hizo oír cuatro misas cantadas, se le quemaron los ojos, le mutilaron la nariz, le rajaron el vientre, le cortaron la cabeza, los brazos, las piernas, luego le arrancaron la lengua, le arrojaron en una caldera de plomo derretido, le ataron a la cola de un potro salvaje, le mostraron sesenta y siete cuadros de los más famosos pintores, le hicieron oír dos conferencias, le dieron jamón con crema de fresas, etc. Al fin Juan Sabotero confesó todo, dio los nombres de sus cómplices y el sitio de las reuniones clandestinas. En premio de su traición se le puso en libertad inmediata y se le prometió una cartera de ministro para tenerlo grato y que no conspirara más. Al salir de la cárcel, Juan Sabotero se sacudió como un perro que sale del agua y se alejó silbando calle arriba.
Esta es la historia de la famosa conspiración que costó la vida a muchos miles de ciudadanos, como el lector se habrá percatado.
Entretanto los sanvitistas, aprovechando que los espiroquetistas estaban ocupados en sofocar a los ponchistas, asaltaron el Palacio de Gobierno y se tomaron el poder.
A los pocos meses de estar los sanvitistas en el poder, empezaron a complotar contra el nuevo gobierno los espiroquetistas, que no podían resignarse con su derrota. Todas las noches se reunían en el famoso sótano que había pertenecido a los jesuitas, a los monederos falsos, al molinero suicida y penador, a la francmasonería y luego por tres meses a unos contrabandistas de cocaína.
En vano la policía sanvitista buscaba a los conspiradores entre cielo y tierra. No había modo de descubrir su escondite.
De repente estalló la revolución. Las tropas sanvitistas se batían heroicamente contra los espiroquetistas. El nuevo presidente de la república dirigía en las calles el ataque contra los revolucionarios.
Los ponchistas, aprovechando la confusión, se tomaron el Palacio de Gobierno y se instalaron en él. Después de tres días de batalla en las calles, cuando el presidente regresó triunfante al Palacio de Gobierno, se encontró con que el vencedor era el jefe del partido ponchista.
El presidente sanvitista fue apresado y condenado a cadena perpetua. Se le encadenó a las rocas del más alto picacho de la montaña. A sus piernas se ató un jaguar que debía devorarle eternamente las entrañas y digerirlas allí encima de sus narices. Así él, acosado por el hambre, debía comer esa digestión, que a su vez el jaguar tenía que volver a devorar, y así eternamente hasta el fin de los siglos, como un ejemplo para la eternidad y un símbolo de la vida universal y su interminable anillo semejante a la serpiente que se muerde la cola.
Los ponchistas, una vez en el poder y temiendo nuevas conspiraciones, decidieron convertir el célebre sótano de los descontentos en un hospital para parturientas amantes de la ópera italiana. Desde entonces, las parturientas amantes de la ópera italiana van a dar a luz en el nuevo hospital. Al llegar a la puerta del hospital no se les exige ningún documento. Ellas cantan una romanza de Aída, de Tosca, de Traviata, o de otra ópera preferida, y pasan el umbral arrogantes y prominentes como conviene a sus condiciones raciales.
Por aquellos años sobrevino en Oratonia un terrible terremoto que derribó muchas casas y agrietó las tierras. Pronto se pudo comprobar que los comunistas eran los culpables de la catástrofe. Fueron apresados algunos dirigentes en cuyas casas descubrió la policía aparatos comprometedores: aldabas, anteojos, empanadas, un termómetro, un bidet, tres latas de sardinas, un diván, una alcachofa. Ante estos misteriosos objetos desfilaron todos los expertos del país y pudieron comprobar, después de un estudio minucioso, que ellos habían sido empleados sirviéndose de la ley de los imanes, de la variación del eje de la Tierra y el grado de las mareas, para producir la catástrofe. Los comunistas fueron quemados, y a la luz de sus cuernos ardiendo se leyeron poemas patrióticos y se bailó la danza nacional.
La calma volvió a reinar sobre la tierra. El país era una taza de leche, una especie de desayuno en la historia del mundo. El cielo era azul, el sol se levantaba sonriendo todas las mañanas y se dirigía optimista a sus labores diarias. Las tardes eran serenas. Las golondrinas reían a carcajadas en el espacio, jugueteando como colegialas. No había tempestades, pues nadie había sembrado vientos. Grandes paraguas se balanceaban en el cielo tranquilo e inútil, pues la tierra era un cielo.
Pasados los días de epopeya, el país empezó a vivir días de idilio, de égloga y de acrósticos.
¿Cuánto durarían la paz y la tranquilidad? Los tiempos eglógicos no son muy largos. No debemos olvidar que la epopeya celosa nunca deja de interrumpir los idilios.
Oratonia, como todo país que se respeta, tiene su religión oficial. En Oratonia se practica el culto a la mosca. Por todas partes se levantan magníficos templos a la diosa mosca. Sus altares están siempre adornados de quesos, cornisas de jalea, ramos de miel, coronas de caca fresca y escupos maduros recogidos todas las mañanas en las bocas
frutales.
En todo el país está estrictamente prohibido cubrir los guisos y los comestibles con rejillas de alambre. El propietario de una carnicería, de un almacén o de un restaurante que cubre sus carnes, su mantequilla o sus quesos o sus jamones es condenado a quince años de presidio, sin más que un simple proceso verbal, y a veces hasta a la guillotina.
Cuando una mosca se para en la nariz o trota por el cráneo calvo de un circunstante, todos le miran con religioso silencio y el elegido se inclina de orgullo y de felicidad, bendiciendo al destino que le señala como amado de la diosa.
Los santuarios a la mosca han producido una arquitectura nueva y maravillosa. Algunos de estos santuarios son famosos por sus milagros y miles de peregrinos van a ellos en romería de todos los rincones de la tierra. Los sacerdotes de la mosca visten grandes capas de chocolate, el sumo sacerdote lleva además una alta torta de fresas en la cabeza y las religiosas largos velos de merengue.
En los años en que la cosecha de quesos es mala, se saca a la mosca en procesión e inmediatamente brotan quesos en gran cantidad en los sembrados y en las ventanas de las casas.
Cuando en las comidas de familia se ve en un plato una mosca muerta, en el acto se encienden dos velas y el jefe de la familia coge cuidadosamente el cuerpo de la diosa y lo coloca en los labios del más pequeño de sus hijos, porque sólo el inocente es digno de comer el celeste manjar. Si en una casa no hay moscas, la casa es destruida y en su sitio se levanta otra más apta y mejor dispuesta a la voluntad divina. El propietario en cuya casa hay mayor número de moscas es mirado con respeto por todo el mundo. Los vecinos bendicen su nombre, le saludan al pasar como a un santo y sus rivales palidecen de envidia.
¡Qué alegría para el trabajador intelectual cuando siente en torno a su cabeza el ronroneo de millones de diosas, el sagrado murmullo! Él sabe que esto significa que su trabajo es agradable al cielo y que tendrá recompensa.
En cambio, ¡ay de aquel en el cual nunca se para una mosca! El infeliz es acusado y entregado al tribunal de la Santa Indignación.
Allí se le somete a un largo interrogatorio y a la prueba. Se le pone una mosca en la nariz y se cuenta el tiempo. Si la diosa se vuela antes de quince segundos, el acusado es convicto de ateo, de brujo o de prácticas satánicas, y se le condena a ser quemado vivo. Sus cenizas son arrojadas al viento.
El culto de la mosca hoy se va extendiendo por todas partes, gracias a miles de misioneros de Oratonia que parten en todas direcciones a convertir a los infieles y predicar entre los bárbaros la única religión verdadera. Los misioneros queman los ídolos falsos, construyen templos y seminarios para enseñar la buena doctrina, hacen milagros extraordinarios animados por la gracia divina. A veces estallan guerras religiosas. La culpa es siempre de algún pueblo reacio que no quiere abandonar sus viejas creencias. Felizmente la luz celeste siempre acaba por abrirse camino y triunfar. En algunas partes se ha mezclado la mosca esencial con la mosca tse-tse, produciendo así una superdiosa que, nutrida con amapolas, da a los hombres un sueño limpio de símbolos sexuales, inocente y maravilloso.
El pueblo elegido ha logrado con su culto crear una raza fuerte y sana. Gracias a la mosca, en Oratonia no hay enfermedades. La estatura media de los hombres es de dos metros cuarenta, y el término medio de la vida guarda la misma proporción: doscientos cuarenta años.
Como nunca han de faltar la mala hierba y los herejes en los pueblos, tampoco podían faltar en Oratonia. Varias sectas escondidas han pretendido difundir el culto de otros dioses. ¡Cómo no recordar aquellos imbéciles que proclamaban el culto del dios ratón! Estos fanáticos no podían dormir sin sentir trotar en el entretecho de sus casas los regimientos de sus falsos dioses. Ellos empezaron su propaganda de un modo verdaderamente inicuo. Vendían por las calles veneno contra los ratones. Luego se descubrió que el tal veneno era una pasta de queso con confituras, robadas en los templos de la mosca y a la cual pasta añadían un poderoso afrodisíaco para que sus dioses se multiplicaran hasta el infinito. Felizmente estos sectarios sacrílegos fueron descubiertos y quemados vivos. Así la herejía fue sofocada al nacer.
Pero no faltaron falsos profetas que brotaron de la tierra como por encanto y empezaron a predicar el culto al piojo. Esta nueva religión tomó más cuerpo que la anterior y puso en grave peligro la existencia misma de la nación. Estallaron revoluciones, guerras civiles y religiosas; aparecieron caudillos en diferentes partes del país. Regimientos enteros desenvainaban sus espadas en nombre de este otro falso dios.
Se diría que es imposible la tranquilidad en la tierra.
En vista del grave peligro, los tres grandes partidos históricos, los sanvitistas, los espiroquetistas y los ponchistas, se unieron. Se proclamó la alianza sagrada ante el enemigo común. Luego se nombró un generalísimo con calidad de presidente y dictador, y para ayuda de éste, como su brazo derecho, se nombró también un coronelísimo.
La primera batalla duró cuatro días y diez noches. El triunfo quedó indeciso. Entonces el coronelísimo hizo matar al generalísimo y se proclamó generalísimo y dictador absoluto con calidad de cónsul, procónsul y emperador. La suerte le sonrió como sonríe a los audaces. Libró otra batalla a los rebeldes y los despedazó completamente.
La victoria fue celebrada en la capital con embanderamiento, bailes, fiestas y un gran banquete oficial en la plaza pública. El nuevo dictador, el generalísimo en persona, presidía este banquete. Las bananas salían de los fruteros por sus propios pies, se pelaban con sus propias manos y de un salto se metían en la boca del gran jefe.
Sin embargo, ya hemos dicho que es imposible la tranquilidad en la tierra. Algunos de los vencidos en la última revolución lograron escapar a la matanza general. Uno de ellos se disfrazó de sacerdote de la mosca y, con el rostro cubierto por una cogulla, se escurrió entre las sombras de la noche. Saltó por una ventana y clavó su puñal traidor en medio del corazón del orador eléctrico.
Toda la ciudad quedó a obscuras, se detuvieron los tranvías y el pánico se apoderó de los espíritus más recios.
El dictador se debatía en las sombras, se estrellaba contra los muebles, se azotaba la cabeza, caía y se levantaba. Se dio orden de buscar por todas partes otro orador eléctrico, entretanto se echaría mano a los discos. Pero el asesino misterioso había roto todos los discos.
Habría que volver por un tiempo a las bujías. Sólo por un tiempo, pues era seguro que pronto aparecería un nuevo orador eléctrico. Acaso en los funerales del gran orador se revelaría de repente el que podría substituirlo. Así, pues, al día subsiguiente, toda la ciudad estaba en el cementerio para oír los discursos.
El primero en hablar fue el mismo dictador en persona. Su figura imponente, su cabeza cuadrada, sus orejas de quitasol, su nariz de bicicleta, revelaban al político de raza. Sus ojos de tintero mostraban claramente al hombre de pensamiento y de gran cultura. Su boca dibujada al lápiz mostraba el hábito de escribir.
Un silencio sepulcral reinaba en torno cuando el dictador se puso de pie. No se oía ni un suspiro, ni el vuelo de una diosa.
He aquí el discurso del dictador:
—Pueblo amado, henos aquí ante el cadáver de un hombre que no ha muerto. Tales fueron los servicios que rindió a su patria, que este cadáver está vivo. ¿Quién de vosotros no tiene aún su voz pegada en los oídos? Se me figura que lo estoy oyendo como él me oye en estos instantes solemnes. —Se oye una campana-. ¿Oís esa campana? Es su voz que me responde desde la eternidad y me dice que tengo razón, que él me está escuchando complacido y que prosiga. Prosigo. Me parece, señores, que estoy sintiendo ahora mismo el aliento cálido de su voz, el aliento perfumado de sus palabras. —Se siente un perfume de flores que sube a las narices de los oyentes—. ¿Sentís ese perfume de flores que nos llega en este instante? Es él, es ese cadáver que agradece mis palabras y las premia, haciéndolas realidad. —El orador que perfuma las flores se mueve inquieto entre la multitud, se siente invadido en su terreno y levanta los ojos airados—. Ese perfume me dice que prosiga, y prosigo. Este hombre que vamos a enterrar ahora aquí en la tierra, para que esté más vivo en nuestra memoria, era un hombre excepcional. Hombre de gran saber, de vasta cultura. Se me figura que le estoy oyendo. ¡Ah! sus magníficos discursos. ¡Cuánta ciencia pudimos aprender en ellos! Nunca hablaba del siglo de Epaminondas sin recordar a Pericles, ni hablar de Aquiles sin nombrar en seguida a la justicia; cuando hablaba de Arístides sabía recordar el ostracismo; siempre que se cortaba la cola de algún perro recordaba a Temístocles, y cuando alguno era desterrado, él no olvidaba el nombre de Alcibíades. ¡Con qué colorido su palabra mágica sabía pintarnos la batalla de Lepanto, en donde Shakespeare perdió un brazo! Y la toma de Jerusalén, en donde Milton perdió los ojos; y la retirada de los Diez mil, en donde Tasso no perdió ni un solo hombre y donde Nelson encontró gloriosa muerte con sus heroicos sicilianos. ¡Y cuánto había viajado y visto y observado este hombre que hoy lloramos! En su juventud visitó en Roma las célebres pirámides, esas mismas pirámides cuyos siglos contó Carlos V ante sus soldados. En Berlín visitó la tumba de Napoleón, en Chile visitó el cerro Santa Lucía, en Notre-Dame de Madrid rezó dos padrenuestros por el alma de Rómulo y Remo. Se conocía de memoria el Duomo y la Acrópolis de París y las catacumbas de Barcelona. Su descripción de la Casa del Greco, en medio de El Cairo, reflejándose en las aguas del Támesis, será inmortal. Sí, señores, todo lo que salía de labios de este hombre admirable perdurará en la memoria de sus compatriotas hasta el fin de los siglos y hasta el día de nuestro nacimiento.
Una inmensa salva de aplausos acogió las palabras del insigne dictador. Aplaudían los vivos y los muertos, aplaudían las flores y las campanas. También algunas lágrimas brillaron en muchos ojos y rodaron por la corteza de los árboles.
El ex presidente, derrocado poco ha por la tercera revolución, temblaba de envidia ante el magnífico discurso de su rival afortunado. Él se creía el supremo orador de la nación, y la sublime pieza oratoria que acababa de escuchar despertaba todos los resentimientos. Pensaba en sus adentros: “Pronto derrocaré a este usurpador”.
La muchedumbre seguía aplaudiendo y sollozando. De cuando en cuando se oían gritos coléricos:
—Que se nos entregue el asesino.
—Queremos al asesino. El asesino. El asesino. El asesino.
El dictador, otra vez de pie, exclamó a voz en cuello de pajarita:
—Buscaremos al asesino y lo libraremos a vuestras manos justicieras. Lo buscaremos por todos los rincones del país, bajo las piedras, adentro de los árboles, detrás de las sillas. Os juro que antes de cuarenta y ocho meses lo habremos descubierto.
Después de esta promesa, la muchedumbre se retiró más calmada y optimista. Todos se repetían en voz baja:
—Ayudaremos a atraparlo, todos colaboraremos en esta noble labor. Lo buscaremos bajo las piedras, sobre los árboles, detrás de las sillas, debajo de las alfombras, detrás de las nubes, bajo los puentes del viejo París, entre las piernas de los poetas y las patas de las vacas holandesas.
Pasaron los cuarenta y ocho meses y el asesino misterioso no aparecía por ninguna parte.
Pasaron los años, los lustros y el asesino seguía escondido en las sombras. Todos se miraban con recelo, todos sospechaban los unos de los otros. ¿Cómo será su cara? ¿Cómo serán sus ojos? ¿Tendrá la nariz larga o chata? ¿Será gordo o flaco, alto o bajo, rubio o moreno?
Pasaron los años y los años. Nunca se descubrió al asesino, pero un día el mar arrojó su cadáver a las playas.
-Vicente Huidobro
Tres inmensas novelas
RIL editores
Chile-España, 2021