Verónica Volkow

Ehecatl

 

 

 

 

 

Ehecatl

a Tomás Parra

 

En la boca del caracol

habla el viento

como un incendio de aire, su voz,

llama al vuelo.

¿qué dice el fuego,

qué semilla es la suya,

desde dónde llega y nos toca,

qué oído abre al corazón?

 

Voz sola,

voz que nace

y no sé qué nombra,

pero todo vibra y danza,

y en fuga arde, se desborda.

Lejana inmensidad incendia al río.

Caudal de siembra estrepitosa,

cántaros de océanos pastizales,

cien mil mimbres timbales;

ola la voz,

algomerada salpicante espiga

que en el vuelo del canto libre estalla.

 

Golpe de polvo alzado

y follaje en contienda, voz

veloz de acantilado,

sirena urgente, precipicio

caudaloso aullar prófugo

y yerbas sibilantes,

prisas presas.

Himno de tempestades

en mil bocas

y en mil bocas, mil bocas:

todo es voz.

gran garganta la tierra,

gran clamor.

Y los arboles, mascan, mascan,

fiera el aire,

perra voz.

 

En estampida llega el horizonte,

una lejana hondura nos alcanza,

agujero que es grito de distancias,

agolpada inmensidad.

Asaltante aparición

de lo invisible.

Tiempo desvistiéndose,

escapándose, tiempo muriéndose.

Tiempo que aúlla y corre por el llano.

Aire en llamas,

llamas, llamas nos despiden.

Lo que se va y se va

es el viento:

súbita potencia de lo ido.

 

Fiera que pueda hablar,

caracol,

decir el viento,

pequeña osamenta de un dios

sobre la playa inmenso,

lengua de ráfaga,

torbellino en su piedra,

silbo envuelto, carretel,

mirada que es un vértigo y arrolla

el cielo ensimismado,

sol hacia sí,

doblez del ojo,

carnal y sutil luz de lo que mira,

y corazón que es cuenca, abrazo.

¡Ay dolor de la tierra, caracol,

un gritar desde el hueso!

 

Tornillo en lo primero,

caracol, verbo yerto,

voz que se enhebra en el encierro,

y una mano calcárea que una ola imita

nace queriendo ser, vertirse,

empeñoso esqueleto,

seca ¡ay ! voluntad de monumento

mar de hueso, muñón espejo.

Cántaro urgando en sí, y extrayendo

lo que ya no ha sido,

un imposible regresar que avanza,

un puño de ola hueca en el desierto.

 

Manivela loca en la playa

que regresa

el mar hacia su ola,

la palma a su semilla,

a su rendija reintroduce el agua,

sorbe los astros, las montañas,

hila el viento en reversa, y la niebla.

Al amor me regresa,

sin voz, sin dientes: al abrazo.

Gran garganta de sí,

ombligo hambriento;

viruta salomónica acelera

su mezcla al precipicio-

tío vivo enloquecido, ávido,

revolución unánime, ya,

sed giratoria

espejo del eterno movimiento,

arké, vibrante arké

invisible volando

en la velocidad. . .  de pronto.

 

Decaptiado, en las arenas,

cráneo a la vez y pensamiento,

jarro vertiendo un hueco

en esta orilla,

boca que es ella todo cuerpo,

aullar desgañitado, roto,

lobo magro,

íngrimo glifo hablando al descampado,

descarnado algoritmo, trompo abstracto,

geometría tenaz en el desierto

que sueña con el vuelco de los mares,

y giros inasibles, transparentes,

donde ocurrió una tarde el milagro de los peces.

 

Amanecido adentro, la voz,

nos abre a un cielo que entendemos

de cosas intangibles como aromas,

pero sentidas,

y en lo íntimo precisas,

seres de aire

como el círculo o la línea, indestructibles,

en un espacio sin tiempo,

y sin gravedad,

ese otro término y caída.

O un puro tiempo quizá

-todos los tiempos-

niebla del pensamiento, sin espacio,

íntima inagotable profecía,

ser sin estar, manar sin cuerpo.

Clavado mar la espiga en sus vaivenes,

agua que es sólo un gesto en el paisaje

pero que adentro escuchamos todos.

 

Fue la voz

la que inventó la boca y sus alvéolos

y sus vocales y cantos

para salir del pensamiento.

Y el viento construyó sus cauces y castillos,

y cañadas que lo hablan

y ovilló espirales memoriosas

y llevó las semillas

y sopló las palabras

abiertas en las bocas

que florecen internas un silencio.

Sopló en la carne y se hizo el fuego

grito del pensamiento en tierra es el fuego.

 

Una rosa inasible,

Prometeo entre las manos

una luz como cosa, sueño asido,

oro del viento, trajo,

capullo de astro,

una casa de luz para las noches,

una mesa,

y nos dio la palabra, su vigilia,

y el tiempo se volvió promesa;

un despertar del verbo

en carne, en sombra nueva.

 

La voz en espiral nos crece

igual que una semilla,

anhelo de inventarle un alma

al árbol y a la roca,

insuflarle respiro a cosas agobiadas.

Oh Rua Aelohim Aur:

un viento del reverso luz.

Aire que sonó al vocablo

acuñado en su nada,

y lengua que se torna luz,

verbo preñado,

luminiscencia hermética del soplo.

 

Sol es el aire ensimismado,

puño de luz que asimos -un recuerdo-

las geometrías del astro y de los cielos

atrapadas en esa transparencia,

y todo el día y el sol allí sabidos,

conjuraciones consteladas del instante,

como un hondo saberse, cielo adentro,

acuñado brillante

de tanto lo invisible.

 

¡Qué sople tu palabra en mí,

que prenda,

que su atajo de luz,

me de la forma,

que su frágil rigor

se vuelva fragua,

la flecha alcance de lo exacto,

de la asunción, lo ingrávido!

¡Que la conciencia me arme,

el verbo me ate!

¡Qué vuele yo, sea viento,

que me escuchen la arena, y el incendio

y la espuma, la piedra y el desierto!

¡Decirle al ala, el cielo!

Grito luz

enciendo la mañana,

en cuerpo de agua o árbol

yo despierto.

Con luz respiro,

soy aliento.

 

Verónica Volkow Es escritora y académica, cuenta con múltiples publicaciones. Actualmente trabaja como investigadora de la UNAM.  Tiene maestría y doct ... LEER MÁS DEL AUTOR