Tulio Mora. Esa edad


Presentamos un texto del destacado poeta peruano integrante del legendario movimiento Hora Zero.

 

 

 

Tulio Mora

 

 

ESA EDAD                                 

 

Por sus muslos bajo como una burbuja de carbón,

licuefacta, reventada; por sus muslos abiertos

y su inocente jardín negro picoteado por el viento,

 

abajo, más abajo de los tajos de la carne, más abajo

del atajo donde el río fue a morir en una mina;

como una infección, por donde todos hubimos de bajar,

 

por los pujantes dolores de la mujer, madre, madre

(Emma echada, Emma mordiendo con indelicadeza

la funda de una almohada, su aspereza, Emma

 

desproporcionada por el crecimiento de una cabeza

que ya ve salir como un tallo de azucena

que quisiera arrancarse), madre que no quiso

 

que yo naciera en una curva de ese río, en la más

alejada de las casas, pero era febrero y llovía y mi padre

no estaba y Emma buscó a una comadrona y dos días

 

antes ella fue hasta su cama y le dijo a Emma

(mi pequeño pincel, mi noche de naranjas tatuadas),

tocándole las sienes con los pulgares, le dijo

 

(verso apretado en tu frente, Emma, pobrecito volcán)

que esperase otros dos días, y he aquí que dos días

después la partera baja desatando distancias como madejas

 

de nubes, errante como una torrentera sin cauce,

y he aquí que baja puntual (Emma contaminada

por el sol de los trenes sin retorno) para bajarme hasta

 

su pollera o el suelo, bajándome por el cuello (Emma,

muchachita con las piernas tan abiertas, penetrándola

el viento helado de sucia ceniza), pero más abajo

 

aún, pero más abajo aún, donde se enturbian los espejos

de lo lejos, donde acaban los reflejos, donde se pierden

las inflexiones del dolor. Y qué quedó Emma de ti,

 

y qué de mí, y qué de quién en el espacio en que uno nace

oliendo a adobes, a tejas lagrimeantes -mientras, más

abajo del mundo, las raíces de la vida son como las manos

 

que se buscan en dos universos distantes-; oliendo a casa

solitaria (que no deja entrar al diablo), designada para

la maestra -que era Emma. Y ella bajó (por el olor)

 

de un camión con su panzota bellísima, robusta y tuvo

que ceder al miedo. ¿Un laberinto o un desierto? ¿Qué

vio Emma al bajar? Mineros tristes pidiéndole una taza

 

de té para resistir la tristeza, camas sucias, mesas

sin manteles bordados, lámparas de petróleo donde no brillaba

el futuro; vio su barriga que la ponía debajo de los grandes

 

alientos históricos, serenamente imposible, enamorada

de mi padre que llevaba la barba como un misionero

sin senda, mientras Emma tenía el olor de la hierbabuena

 

(y yo en su vientre bajo, en un universo celeste, me abría

hacia la superficie por un poco de aire, delfín allí

sobre una lánguida ola, contemplativo y feliz). Debajo

 

de campanarios y explosiones que precedían el ingreso

resignado de los mineros, dándole a ella -a Emma-

¿felicidad?, ¿temor?, ¿qué sentimiento intruso?; debajo

 

de un calendario de fiestas sin santos ni guirnaldas;

debajo del fuego estridente de un primus, al nivel

del llantén y del aullido de un perro, al nivel de los lagos

 

que tentaban a los suicidas con sus reflejos de inexplicables

eclipses lunares, al nivel de las cruces de los hijos

de los pastores que no llegaron ni siquiera a esta casa

 

a morir -la primera para llegar al pueblo-; desde abajo

caigo sobre la sábana blanca (la sangre última del sacrificio

materno se mantiene en el lienzo cobrando su más

 

expresionista mensaje de sobrevivencia), navegante

involuntario por el espacio oprimido de un cuarto, caído

pero no perdido, recuperado ante el primer grito (el más

 

agudo a partir de entonces), cuando no era más grande

que un diente de ajo ni más alto que un ala de gorrión,

abajo de Emma (Emma inocente, Emma como un cesto

 

que ofrendamos a los seres más tiernos), abajo debí caer,

mientras Emma me limpiaba las primeras lágrimas,

el pelo alborotado, ya expulsado de ella para siempre.

 

(De País Interior, 1994)