Tomás Martín Feuillet

Mi retrato y otros textos

 

 

 

 

 

La Flor Del Espíritu Santo

 

De nuestros bosques en lo más recóndito,

bajo altísimos techos de verdor,

erguida crece entre peñascos áridos

una preciosa, peregrina flor.

 

Oculta siempre a las miradas, tímida,

sólo en la espesa selva se la ve,

por miedo acaso de que airado el ábrego,

con su flexible talle en tierra dé.

 

Ella no ostenta ni brillante púrpura,

ni matices de gualda y de carmín;

mas son de nieve sus hermosos pétalos,

más blancos que azucena, que jazmín.

 

La flor es esa que del Santo Espíritu

he escuchado llamar desque nací,

y en cuyo cáliz, el perfecto símbolo

de esa imagen divina siempre vi.

 

¡Ah!, Yo recuerdo que en la infancia plácida

con respeto a esas flores me acerqué,

porque juzgaba en mi inocencia cándida

que eran emblemas de piadosa fe.

 

Y me han contado que radiantes ángeles

las vienen en la noche a custodiar,

para impedir que de sus tallos débiles

las arranquen los vientos al pasar,

 

Y que con ellas cuando ya el crepúsculo

derrama en el espacio su arrebol,

tejen guirnaldas las campestres vírgenes

para ofrecerlas al naciente sol.

 

Y que a regarlas, entre nubes diáfanas

baja de la mañana el serafín,

al son del canto melodioso, armónico

del pintado y alegre colorín.

 

De nuestra patria las morenas célicas

orlan con ella su hechicera sien,

para que unidas a sus rizos de ébano

aun más encanto a sus encantos den.

 

Y así resalta su hermosura mágica

y luce más su virginal color,

como del cielo en la azulada bóveda

luce de las estrellas el fulgor.

 

Y es flor encantadora, mística,

de nuestros climas exclusivo don

nuestros campos adorna con sus méritos

y jamás embellece otra región.

 

Y por eso el viajero del Atlántico

que bellas flores en Europa vio,

queda admirado ante la flor de América

que sin cultivo y riego aquí nació.

 

Allá la planta en el jardín espléndido

de su rico palacio el gran Señor,

y por verla crecer en su invernáculo

diera de entre sus flores la mejor.

 

Mas vanamente; el Soberano Artífice

sólo a nosotros nos la quiso dar,

cual concedió también a nuestras vírgenes

hermosura sublime, singular.

 

Sí, Vos, Señora que escucháis mi cántico

ejemplo sois de lo que digo yo,

porque aún del Sena en las pobladas márgenes

vuestra hermosura sin rival brilló.

 

Y cuando vieron vuestra faz angélica

os admiraron dignamente allá,

como a la hermosa perla del Pacífico

y a la más bella flor de Panamá.

 

¡Ah!, cuando a fuerza de tormentos hórridos

cese de palpitar mi corazón;

cuando deje esta vida triste y mísera

para dormir tranquilo en el panteón,

 

yo sé que nadie verterá una lágrima

y ojalá que siquiera por favor,

alguien coloque en mi enlutado féretro

del Espíritu Santo alguna flor!

 

 

 

 

Fe, Esperanza y Caridad

 

Si tuviera inspiración

pudiera con vuestro tema

hacer, señora, un poema;

mas no la tengo en verdad.

Y nada podré deciros

por más que lo haya pensado,

pues poco me han inspirado,

Fe, Esperanza y Caridad.

 

Yo, que en mi niñez creía

que este mundo era un Edén,

donde se hallaban el bien,

y la paz y la alegría;

yo que he visto que es falsía

y engaño cuanto soñé,

yo que en él sólo encontré

dolor y pena hasta ahora,

decidme, por Dios, señora,

¿Cómo puedo hablar de Fe?

 

Yo que tras tanto llorar

la adversidad de mi suerte,

tan solo miro en la muerte

un término a mi penar;

yo que no espero encontrar

las dichas con que soñé

y sé que nunca hallaré

placeres ni venturanza;

yo que no tengo esperanza,

¡de Esperanza qué diré?

 

Yo que huérfano y aislado

infeliz vivo en el mundo,

sin que de mi mal profundo

ninguno se haya apiadado;

que aunque soy tan desgraciado

jamás encontré piedad;

que en mi mísera orfandad,

jamás a ninguno ví

tener caridad de mí,

¿podré hablar de Caridad?

 

¡Oh! Sí, que en medio de mi amargo duelo

hay una Fe que el corazón abriga,

y halaga mi alma de Esperanza amiga

cuando levanto la mirada al cielo.

 

Y aunque piedad no encuentre en este suelo,

ni compasión para mi mal consiga,

Caridad no le niego al que mendiga

y al que miro sufrir le doy consuelo…

 

Y vos a quien ha dado la fortuna

hermosura, riqueza y venturanza;

vos que amáis la virtud como ninguna,

fundad en vuestra fe vuestra esperanza;

que el Cielo hará que para siempre os sobre,

con qué ofrecerle caridad al pobre.

 

 

 

 

Los Caracoles

 

Arrullado por las olas

y de la mar a la orilla

resplandece, luce y brilla

el hermoso caracol;

y sobre su bello esmalte

de caprichosos colores,

refleja sus resplandores

y su viva luz el sol.

 

Cuando ya la noche tiende

su negro y oscuro velo,

y la Luna desde el cielo

con sus rayos dora el mar,

en él reflejada mira

su pálida luz brillante

y se ve cual un diamante

el caracol resaltar.

 

De la cima de una peña

ve a lo lejos crecer flores,

y no envidia sus primores

ni matizado color;

que él también en la ribera

resaltar sabe hechicero,

como en el cielo el lucero,

como en el campo la flor.

 

Y al lucero el sol eclipsa

y la flor bella y lozana

luce hermosa en la mañana

y se marchita después;

y al caracol para siempre

su bello encanto le dura,

y por siempre su hermosura

conserva y su esplendidez.

 

Yo he visto caracoles

de formas peregrinas,

asidos a las rocas

en medio el arenal;

y en ellos dibujadas

vi nubes purpurinas

cual las que muestra el cielo

de nácar y coral.

 

Como esas nubes bellas

que miran nuestros ojos

cuando su frente oculta

en occidente el sol,

y sus postreros rayos,

vivísimos y rojos,

coloran los celajes

de límpido arrebol.

 

Yo he visto caracoles

cual nunca el pensamiento,

en sus delirios pudo

siquiera imaginar;

que fueran el orgullo

del rey más opulento

si en su diadema regla

llegáranse a ostentar.

 

Y al verlos ha quedado

estática mi mente,

en ellos contemplando

las obras del Señor;

y entonces ha bendecido

mi labio reverente

del cielo y de la tierra

al sabio creador.

 

Que sólo el Dios que pudo

formar el ancho mundo

pudiera esos objetos

bellísimos crear.

Como la perla ha creado

del mar en lo profundo;

cual pudo de la nada

al hombre fabricar.

 

¡Ah! ¡cuánto ha de ser grato

vagar por las riberas

oyendo de las olas

el dulce murmurar,

y a bellos caracoles,

y a conchas hechiceras,

al son de alegre cítara

un cántico entonar!

 

 

 

 

¡Todavía Cadalsos!

 

¿Hacia dónde esa turba frenética

se dirige marchando en tropel?

¿qué aparato siniestro, fatídico

allí se alza sangriento, cruel?

¡Oh, qué miro!… ¡Gran Dios!, un patíbulo

donde un hombre va presto a expirar

y en tan triste y odioso espectáculo

viene el hombre contento a gozar!

Y con rostros radiantes de júbilo,

y con ojos de fiera expresión,

no hay quien vierta siquiera una lágrima,

no hay quien muestre siquiera aflicción.

 

Ya allí con paso vacilante y trémulo

se acerca el infeliz que a morir va

¡cubre su cuerpo ensangrentada túnica;

su frente de dolor nublada está!

 

Tras él camina religioso séquito

y le da por consuelo en su dolor,

una imagen del Dios que allá en el Gólgota

fue de la Humanidad el Redentor.

 

Y él la contempla enmudecido, estático

y la estrecha a su pobre corazón,

porque es el dulce y saludable bálsamo

que calma el padecer. ¡La Religión!

Llega al cadalso y se arrodilla…mísero

y besa con fervor la Santa Cruz,

y alza los ojos hacia el cielo, lánguidos

por vez postrera a contemplar la luz!

 

Y de la tarde el último crepúsculo

tiñe las nubes de colores mil

y brilla pura la celeste bóveda

y su rica belleza ostenta abril.

Y hay un momento de silencio tétrico

y tristes ayes la campana da,

y se oye de las armas el estrépito,

¡y… un hombre menos en el mundo hay ya!

 

¡Ay!, es horrible e inhumano, bárbaro,

¡Sangre humana verter sin compasión!

¿Y osa llamarse “Liberal república”

la que autoriza tan nefasta acción?

¡Oh, Libertad! Alumbra con tu espíritu

a los que leyes a mi patria dan.

Y ellos así de nuestros sabios códigos

la palabra “Cadalso” borrarán.

 

 

 

 

¡Quédate Así!

 

¡Quédate así! Con tu cabeza lánguida

apoyada en tu mano de jazmín,

no dejes nunca esa actitud romántica;

no te muevas, mi bien… ¡quédate así!

 

¡Quédate así! Para inspirar un cántico,

a tu tierno y amante trovador,

tipo de la belleza melancólica

con que siempre soñó mi corazón.

 

¡Quédate así! Para mirarte estático,

así inclinada la preciosa sien,

encarnación del ideal poético

que mi alma ardiente en sus delirios ve.

 

¡Quédate así! Sobre tu traje cándido

tus cabellos flotar deja, mi bien,

sueltos cayendo sobre el pecho nítido,

que envidiara la Diosa del Placer.

 

¡Quédate así! Con la mirada ignífera

fija del cielo en el hermoso tul,

Tú que eres, ¡ay! de irá existencia mísera

el solo encanto y la brillante luz.

 

¡Quédate así! Porque con ojos ávidos

quiero tus perfecciones contemplar,

tú que con solo una palabra mágica

feliz me has hecho para siempre ya.

 

¡Quédate así! Y que la parca lívida

ponga a mi vida en este instante fin;

que si viéndote así desciendo al túmulo,

yo moriré feliz, sí, muy feliz.

 

¡Quédate así! Como la flor que el céfiro

sobre el talle gentil hace inclinar;

¡Quédate así!, mi amor, así, ¡mi ídolo!

No te muevas, por Dios, ¡nunca jamás!

 

¡Quédate así! … Mas si tu frente inclínase

porque tu pecho encierra algún pesar,

no más tu mano en la mejilla pálida:

¡No te quedes así, no, por piedad!

 

 

 

 

Mi Retrato

 

(Fragmento)

 

No necesito de espejo

ni cosa que lo parezca,

porque me sé de memoria

mi figura toda entera.

Ya me he visto muchas veces

de los pies a la cabeza

y como nadie conozco

lo que bueno o malo tenga.

Cinco pies y diez pulgadas

hacen mi altura completa:

no soy gordo ni soy flaco,

y es mi tez algo morena.

Mi pelo es castaño oscuro,

fino y crespo en tal manera

que varias ninfas me han dicho

que para sí lo quisieran.

Mi frente es ancha y cual dicen

manifiesta inteligencia;

aunque he visto muchos

burros con frente de a vara y media.

Son mis cejas algo arqueadas,

unidas, del todo negras,

bien pobladas y merecen

las califique de buenas.

No en verdad por la opinión

que yo mismo de ellas tenga

sino porque así me dijo

cierta ocasión cierta bella.

Mis ojos son algo grandes,

pestañas negras los velan,

y sin que en ello repare

todo cuanto pienso expresan.

No se ponerlos en blanco,

ni con ellos hago muecas,

ni ven para siempre al cielo

ni por siempre ven la tierra.

A la cara siempre miran

frente a frente en línea recta,

porque a nadie en este mundo

le tengo miedo o vergüenza.

Su color es casi negro

con muy poca diferencia,

y son, en fin, buenos ojos

cual cierta persona piensa.

Mi nariz, bastante roma

como lo sabes, es fea,

y da bien a conocer

no pende de gran nobleza.

Mi boca es bastante grande

de aquellas de oreja a oreja,

pero mientras no la abro

es un tanto pasajera.

Mi dentadura es ¡Dios mío!

mala por naturaleza;

pero aunque fumo cigarro

nunca está sucia ni negra.

Tengo la barba redonda

y un hoyuelo en medio de ella,

que me han dicho que es bonito

sin que a mí me lo parezca.

Ni patillas, ni bigote

uso jamás, ni chiveras,

porque soy aún más lampiño

que las ranas y culebras.

Mi cara por varias partes

está de picadas llenas,

que son constantes recuerdos

de las malditas viruelas.

Sólo una cosa del rostro

por retratarte me queda;

más la pasaré por alto

porque no vale la pena.

Basta decirte que tengo

orejas como cualquiera,

y que son cual las de todos

sin notable diferencia.

Mi pescuezo es regular,

es cosa tal cual bien hecha,

mas no llama la atención

ni por mala ni por buena.

Mi pecho es algo elevado

y un gran corazón encierra,

que es ya casi un colador

según le han abierto brechas

con sus ojos seductores

las jóvenes panameñas,

cuyas miradas al alma

como agudos dardos llegan.

Tengo unas manos muy grandes,

tan grandes que me avergüenzan

y no son del todo largas,

sino muy anchas y gruesas.

Son malas como de encargo,

como a propósito hechas,

y más que de caballero

parecen manos de atleta.

Mi pie es chico y arqueado,

sin que por esto me crea

que por ello se enamore

de mí ninguna doncella.

Al caminar se me nota

que medio arrastro una pierna

lo que equivale a decir

que padezco de cojera.

Resultas de que sufrí

una fiebre tifoidea,

a la que grave parálisis

le siguió por consecuencia.

En fin, yo no soy buen mozo,

ni pienses que lo pretenda;

mas tampoco soy muy feo,

es regular mi presencia.

Ya no sé qué más decir

y pienso que está ya hecha

mi pintura o mi retrato

(lo llamarás como quieras).

Al hacerlo yo no he usado

ni de orgullo ni modestia

y he dicho lo que he sentido

con mi natural franqueza.

Mi primer retrato es éste,

y para que tú lo veas,

aunque al público le pese

lo planto en “El Centinela”.

 

Tomás Martín Feuillet (La Chorrera, Panamá, 18 de septiembre de 1832 - Piendamó, Colombia, febrero de 1862). Fue un poeta, escritor romántico y militar paname ... LEER MÁS DEL AUTOR