T. S. Eliot

La canción de amor de J. Alfred Prufrock

 

  

(Versión al español de Hernán Bravo Varela)

 

 

La canción de amor de J. Alfred Prufrock

S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma perciocchè giammai di questo fondo
Non tornò vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo. (*)

 

Hora de irnos, tú y yo,

la tarde se ha tendido contra el cielo

como un anestesiado en una plancha.

Hora de irnos por las calles más o menos desiertas,

murmurantes refugios

de noches ajetreadas en hoteles de paso

y fondas de aserrín y conchas de ostras;

calles que se prolongan como un árido

debate con perversas intenciones

para llevarte a algún dilema abrumador…

Por favor, no preguntes: “¿Qué sucede?”

Hora de ir a nuestro compromiso.

 

Las mujeres deambulan por el cuarto

mientras conversan sobre Miguel Ángel.

 

La neblina amarilla que se rasca la espalda en las ventanas,

la humareda amarilla que restriega el hocico en las ventanas,

metió su lengua húmeda en las esquinas del atardecer,

se entretuvo en los charcos de las alcantarillas,

dejó que le cayese en la espalda el hollín de chimeneas,

cruzó por la terraza, dio un salto inesperado

y al ver que era una noche apacible de octubre.

rondó la casa y se quedó dormida.

 

Y claro que habrá tiempo

para aquella humareda que se va deslizando por la calle,

rascándose la espalda en las ventanas.

Habrá tiempo, habrá tiempo

de preparar un rostro para afrontar los rostros que uno afronta.

Tiempo de asesinar y de crear,

y tiempo para todos los días y tareas de las manos

que levantan y dejan caer sobre su plato una pregunta.

Un tiempo para ti y un tiempo para mí.

y tiempo para cien indecisiones,

visiones, revisiones,

antes del pan tostado y de tomar el té.

 

Las mujeres deambulan por el cuarto

mientras conversan sobre Miguel Ángel.

 

Y claro que habrá tiempo

para pensar “¿Seré capaz?”, “¿Seré capaz?”

Tiempo de arrepentirse y bajar la escalera

con una calva en plena coronilla.

(Y dirán: “¡Cómo está perdiendo pelo!”)

Mi levita, mi cuello que sube con firmeza hasta el mentón;

mi corbata, vistosa aunque modesta, afirmada con solo un alfiler.

(Y dirán: “Esos brazos y piernas, ¡qué delgados!”)

¿Seré capaz

de perturbar al universo entero?

En un minuto hay tiempo

de tomar decisiones y de hacer revisiones que un minuto

habrá de revertir.

 

Pues las conozco, las conozco;

ya conozco las noches, las mañanas, las tardes;

he medido mi vida a cucharadas.

Ya conozco las voces que fallecen de una mortal caída,

debajo de la música del cuarto más distante.

¿Cómo podría dar nada por sentado?

 

Y conozco los ojos, los conozco,

los ojos que te clavan en una frase hecha,

y ya hecho, prendido de alfileres,

clavado y retorcido en la pared,

¿cómo podría comenzar, entonces,

a arrojar las colillas de mis horas y normas?

¿Cómo, entonces, dar nada por sentado?

 

Y conozco los brazos, los conozco,

brazos con brazaletes, blancos y descubiertos

(pero, bajo la lámpara, con vello café claro).

¿Podría ser el perfume de un vestido

lo que me hace divagar así?

Brazos en una mesa o envueltos en un chal.

¿Debo, entonces, dar nada por sentado?

¿Cómo hacerlo, de entrada?

 

***

 

¿Debo decir que he andado por entre callejuelas

cuando la noche cae,

y contemplando el humo que sube de las pipas

de hombres solitarios en mangas de camisa que asoman

a través de las ventanas?

 

Yo debí ser dos garras que, con filo mellado,

barrenaran el fondo de mares silenciosos.

 

***

 

Y la tarde, el crepúsculo, ¡duerme tan apacible!

Acariciada por esbeltos dedos,

dormida… fatigada… fingiendo estar enferma,

estirada en el piso, junto a ti y junto a mí.

¿Podría -tras el té, los pasteles y helados-

tener la fortaleza de orillar el momento hasta su crisis?

Aunque lloré en ayunas, aunque lloré y recé.

aunque vi mi cabeza (un poco calva) puesta en una charola,

no soy ningún profeta, y no tiene importancia;

he visto mi momento de gloria disiparse,

al eterno Lacayo que sostenía mi abrigo entre risitas

y, en resumidas cuentas, tuve miedo.

 

Después de todo, ¿habría valido así la pena,

ya después de las tazas, del té y la mermelada,

entre la loza fina, entre una charla sobre tú y yo;

habría valido, pues, así la pena

zanjar de tajo la cuestión, sonriendo,

meter el universo en una bola

y arrojársela a algún dilema abrumador,

y decir: “Yo soy Lázaro, vengo de entre los muertos,

vengo a contarles todo, les voy a contar todo…”,

si alguna, acomodándose

la almohada en la cabeza, dijera: “No, no es eso

lo que quise decir; no es eso en absoluto”?

 

Después de todo, ¿habría valido así la pena?

¿Acaso habría valido así la pena,

después de los crepúsculos, los patios delanteros y las

calles mojadas,

después de las novelas, de las tazas de té, de las faldas

que arrastran por el suelo…

¡Imposible decir exactamente lo que quiero decir!

Como si una linterna mágica proyectase los nervios

en dibujos sobre una pantalla,

¿acaso habría valido así la pena

si alguna, acomodándose una almohada o tirando su chal,

mirando a la ventana, hubiese dicho:

“No es eso, en absoluto; no, no es eso

lo que quise decir”?

 

***

 

¡No! Yo no soy ni estaba destinado a ser Hamlet;

soy de la comitiva, uno que basta y sobra

para engordar la trama, arrancar una escena o tal vez dos,

aconsejar al príncipe; un títere a la mano,

sin duda, comedido, dichoso de ser útil,

diplomático, cauto, escrupuloso;

lleno de grandes frases, aunque algo testarudo;

a veces, en verdad, casi ridículo

y casi, por momentos, el Bufón.

 

Envejezco… Envejezco…

Llevaré el pantalón arremangado.

 

¿Debo prestarme pelo? ¿Seré capaz, realmente, de morder

un durazno?

Llevaré pantalones de franela y andaré por la playa.

He oído a las sirenas cantándose entre sí.

 

Yo no creo que vayan a cantarme.

 

Mar adentro las vi cabalgando las olas,

peinar el pelo blanco de olas encrespadas

cuando el viento que sopla sobre el agua la torna

blanca y negra.

 

En los cuartos del mar permanecemos

con muchachas del mar ceñidas de algas rojas y cafés,

hasta que nos despiertan unas voces humanas y, entonces,

nos ahogamos.

 

 

 

 

-T. S. Eliot
La canción de amor de J. Alfred Prufrock
Versión de Hernán Bravo Varela
Colección El Oro de los Tigres V
Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2015

 

portada T. S. Eliot

T. S. Eliot Nació el 26 de septiembre de 1888 en Saint Louis, Missouri (Estados Unidos). Su adinerada familia residía en Nueva Inglaterra. Era hijo de ... LEER MÁS DEL AUTOR