Stella Díaz Varín

Origen de la soledad

 

 

 

 

NARCISO

A Isidro

Estoy ausente de la risa
y de todo lo que los hombres felices poseen.
A medida que la sangre huye como corzo,
a través de todos los paisajes
sin motivo aparente,
como creyendo que las imágenes más remotas
nos silencian el pensamiento;
erguida aún, a pesar de los soles
tan opacos en su raíz.
Me aproximo a tu figura alada,
a tus pequeños vértigos;
y te enseño a mirar
como sólo pueden hacerlo los peces,
en órbitas que tus manos desconocían.
Emerjo —pequeño dios—
desde el vientre más recóndito
para unirte con la distancia, tan precisa.

Tenemos una mirada en común,
y una puerta abierta
para endilgar conversaciones,
apoyados en el dintel y recogidos
como suelen recogerse los abandonados,
dando el pecho a una música antigua
más aún que la vida y la muerte.
Y te rebelas sabido ángel en espera de la caída.

Es el comportamiento
que la verdad prefiere.
Y es así, como vienes y vas
y te envuelves en la luz de viejos astros
para que pueda mirar tu esqueleto,
a sabiendas que no hay nada más hermoso
que el devenir de mar en huesos.

Uno al fin se acostumbra
a que nadie le diga adiós.
Y a percibir el sonido
en la palma de la mano
como los hipocampos
presienten el amor
acariciando sus espinas-vertebrales.

Embellecido en una gota de agua
mirada a través de la sed,
vienes a conocer mis primeras jornadas.
Las vertientes que indujeron a Dios
a unir nieve, corazón de árbol,
hiel, resina obscura,
vacilación, campana, eternidad,
y la noche por ojos.

 

 

 

DEL PECADO SU SÍMBOLO

Amor,
yo he mancillado las entrañas del árbol.
Las golondrinas volaron del alero
hacia extraños veranos.
Amor,
no repitas la plegaria del árbol
no me digas amante.

El silencio del agua, desde el límite
de tu absurda presencia
desparramó la ausencia de mis huecas palabras.

Maldigo entre las sombras, el espejo
que copia de mi boca su mueca descarnada,
y el polvo de mis huesos se mece en tus trigales
y de insomnio, ríe el alma.

Si he mancillado el árbol en su efigie
y bebo el licor de la amapola en su cráneo de mieles,
si he hundido mi violento meditar inaudito
en el cielo de brumas que me cubre las cienes,
si el huerto se estremece de mi propio cadáver,
si el fuego me circunda,
si he bebido el venero de mi celeste arteria,
¿qué podría ofrecerte?

Después que fui contigo junto al Apocalipsis,
se trastocó de hieles mi copa rebosante,
y después el andar, y el andar y después
la muerte con su muerte…

No. Ya no podría serte.
¿No ves que la muralla, y el abismo y la hoguera
me separan del alma?

Amor, no repitas la plegaria del árbol
que me quema los ojos una lágrima tuya
y he de vencer la absurda fortaleza del llanto.

Amor,
no repitas la plegaria del árbol
ni me digas amante.

 

 

 

ORIGEN DE SOLEDAD

Cómo es que pretendes poseer mi pensamiento
y mi mirada de estremecida fiera,
cómo es que pretendes poseer mi soledad
a través de la raquítica arquitectura del sonido,
cómo es que pretendes encontrar el origen
de mi violento mandato, más allá
de la séptima agonía de tu pecho.

Soy y seré después de los advenimientos
y de las cicatrices imborrables de tus párpados.
Ay, noche, a ti te digo de mis estertores,
desparrama tu pomo de fragancias.

Aunque de opacos soles venga tu reinado de aguas
y los peces invadan mi velamen,
yo te diré del purificado peregrino
y de la hondura de su lágrima.

Desde la cripta donde habita el ansia
te hablaré de mi noche y de sus astros,
del vasallaje estéril de los dioses,
y de la inútil senectud del alma.

Dices que presentías mi vertiente
cuando aún no venía,
del remoto cataclismo de amapolas,
que era grande la dicha de saberme
y era honda amargura mi llegada,
o te diré, después del primer y último
titilar de la lágrima,
que es inmensa amargura el no tenerme.

No quieras que me encuentre
en el confuso panorama de algas,
ni busques en la cuenca de las olas,
mi escondida palabra,
Yo estaré lejos, lejos, solamente
donde la luz no hiera mi pupila de estanque;
estaré lejos, lejos, lejos, lejos,
mis dedos convertidos en puñales,
hurgando en los cabellos de una virgen
—raíz semi escondida de la llama—
mis propias actitudes.
Amada infiel, mi soledad, ¿me dejas?
Vuelve a la noche. Espera, calla.
Es que quiero adorarte.

 

 

 

DE LA PREMATURA MUERTE

Ella dice:
¿Cómo es el amor? ¿Quién lo pretende?
El tiempo es tan efímero
y estás llorando por lo imaginario.
Es fácil el dolor, la alegría, la duda,
y el llorar de rodillas;
no es el querer morirse caminando
para no regresar después de nada.

En mis manos abiertas,
ha nacido mi querida amargura,
y tus ojos severos, están muertos
detrás de mis umbrales.
Nada tengo de ti, nada ha quedado.

Las prematuras muertes no nos unen,
no estuvimos jamás en el silencio,
ni con el tiempo, y es que nunca estuvimos.

Vivimos deambulando como perros, de noche
como se van y emigran de sus fosas
los esqueletos vivos,
y estamos al nivel del horizonte
pretendiendo la altura,
y estamos en la bruma
y sus guitarras de mordaces sonidos;
y en las ciudadelas verticales,
y en la amapola blanca y en el rictus.

Para qué desprenderse de la callada estirpe
si nada se desprende de nosotros:
tu voz está impregnada de mis voces,
tus ojos, de mi última mirada.

Cómo puedes decir que se ha perdido
lo que tú me has dado
Estamos en la noche,
merodeando la duda,
con miedo de saber
qué nos espera detrás del horizonte. Sonriamos…

Stella Díaz Varín (La Serena, 1926 - Santiago, 2006). Una de las poetas chilenas más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Aún adolescente, viaja a ... LEER MÁS DEL AUTOR