Tiempo de reserva
(Traducción al español de Antonio Nazzaro)
QUÉ DESPERDICIO ESTA COTIDIANIDAD
Qué desperdicio esta cotidianidad
vaciada de ternura, desnuda
piedra que nos rebota en contra, mirada
de horizonte domesticado seco
(y yo que construía
geometrías golosas de palabras
para hacer menos soso
el golpeteo mecánico
de la lengua contra los dientes,
al modo de los niños
intentaba el juego repetido
–serio– de apretarse
ahora y siempre como si
no hubiese una secuela)
qué desperdicio la muerte blanca muda
de un día para otro idéntico de pequeñas
luciérnagas de felicidad intermitentes, aplastadas
en la oscuridad de un tiempo tan distraído que
incluso la banalidad de la nada
tendría quizás un sabor menos mezquino.
AQUELLA VEZ
Aquella vez que el sol
cayó al suelo
con un disparo de voz
dentro de su propia luz
golpeado fuerte, parecían
luciérnagas las astillas
que me caían entre los cabellos
atados en un nudo,
parecía el fin de un mundo
pero luego la vida se reanuda –así dicen–
solo que menos luminosa y
un poco más fría, incomoda,
la voz vuelve a sus silencios
confabulando con las sombras, vuelve
para no decir para decir a medias
para hacerse viento ligero entre las nubes
que desde aquella vez me siguen
atentas, en fila
no entendí si en un cortejo fúnebre
o para darme la ilusión de ser aún
una esposa aún la misma de antes
–a la espera siempre– aún viva.
DÁTILES PARA EL DESAYUNO
Dátiles para el desayuno, me dices, cada día
y yo imagino aquellos pequeños soles suaves
dulcísimos, que vienen de otra tierra,
en fila india entre tus labios pasar por el tamiz
del alba, mientras yo los deshueso una vez al año
en los días de fiesta, cuando la nieve me recuerda
que estoy en otro lugar perdida entre los árboles encapuchados
de estrellas de plástico y los lazos de luz blanqueada
en intermitencia. Dátiles para el desayuno, te digo, raramente
porque aquí el sol es un recuerdo reseco pasado
de otra vida que no ha conservado la memoria
una imagen borrosa que tú ahora me traes como regalo,
una Navidad repentina, en verano, una opresión pequeña en el corazón.
INVIERNO ZORRO
El zorro tiene el pelo eléctrico
avellana vivo, un guiño
en la noche de invierno con la cola teleférica
–no tiene nido la mentira*–
pasa por el tamiz la carretera periférica
de norte a sur y retorno, busca su cena
mientras me hablas despacio esta escena
se repite después de años todavía idéntica,
junto con el sueño en que se me caían
dos dientes y en las manos me salían
las garras y por todas partes tenía los ojos abiertos:
no te fies de nadie, pequeño gemelo
que no se me asemeje ni siquiera un poco
este es tu problema, dices tú, eres salvaje
o lo decía algún otro, pero no importa
es siempre la misma escena, la misma carrera
la misma obtusa necesidad que oprime a los faros apagados
quédate, te lo ruego, un poco más
quiero la ilusión de la rosa que vale más que todo
la caza silenciosa, el puñal entre las costillas
la punzada de cometa tirada bocabajo,
merecer lágrimas y una cola nueva
brillante que lucir cuando el día
llega de prisa y pide a cambio verdad
aquella carroña metida en un hoyo
para el ataque del hambre, para después.
*Este verso es de Fernando Pessoa
RELIQUIA
Es así como recuerdo tu cuerpo
–sol minúsculo engullido
por un cielo de luciérnagas y ausencia–
como cándido mármol, una perla
jaspeada de oscuridad por cada silencio
que custodias con las manos de nieve
Pocos días, las crestas despampanadas
de los dientes de león celestes que se agitan
a esta distancia en cámara lenta,
de miedo en miedo, y tú eres una estatua
bellísima, terrible, sin ojos
ni voz, reliquia de mi deseo
Quiero tenerte –un pequeño hueso traslúcido
un mechón de cabello aterciopelado
una gota de sangre carmín
también un dientecito para el hada que soy
cuando te robo el respiro– contra mi corazón
o en la teca del ombligo, quiero que
el olor a musgo que te brota húmedo
en una sombra del cuello se me trepe
encima, a lo largo de la espalda
Cuando vuelvas a abrazarme
habré criado un pequeño bosque
de invierno, blanquísimo,
dentro de las vértebras y en la boca.