El pozo y otros textos
El pozo
Junto al pozo flores oblicuas
yacen, se quiebran
sin color
parecen individuos tristes
seres sin obsesiones
las flores desmayan como litorales
como alguien que duerme en una banca
sin márgenes
asfixiadas desmayan
torpes como ladrillos detienen el aire
se enrarece el oxígeno
es fugaz la imagen.
Esas campanadas
Llegas a casa, un portón de madera, una placa, 1775, primer arrondissement, pasaste por el Sena y las campanadas, los pasos lentos, pausados, pasar, ver, pensar, notas tímidas del río te hacen ver tu sombra larga, fina pero no ves solo escuchas, un violín extendiendo ese instante en tu memoria, como cuando de niña caminabas y los pájaros dejaban rastros en el río. Caen esos estremecimientos, caen hondos, caen desde la memoria hasta la garganta, como largos compases de una viola, y tímidas sonrisas crecen a los lados. La puerta, la madera.
Abres, el pasillo, una larga avenida. Todo se arremolina, la cercanía de algo lejano, te fuiste y ahora regresas, de puntitas entras, ya no hay más que objetos, y la nostalgia como un lago, como un manantial, así llana pero brava, profunda, turbia. Todos los instantes se condensan en esas campanadas que siguen sonando desde Notre Dame, cayendo en picada la pared, el armario, el reloj. En desuso todo. En remolino vienen y van los cuadros, las fotografías. Fuiste y regresaste. Remolino y el vértigo, se azotan las ventanas, cortinas en el suelo rotas, sucias, el polvo entra en mis ojos, no veo, me mareo, o veo más de lo que escucho, caigo en el pozo del rencor. Estuve pero me fui. Infancia y ahora la adusta adulta que soy.
Afuera los árboles también giran. Y el compás de pasos agitados se oyen, vienen, me atropellan. La niña, el juego. La risa, a hurtadillas el tiempo me persigue, eres la misma, el espejo, los libros, escóndete, ya llegan los años, el tiempo es adusto, el tiempo no perdona, el tiempo me toma los brazos, me tapa la boca. El espejo, arrugas, canas. Las pérdidas. El tic tac de los relojes siguen como un piano alocado, punzante que no deja de sonar sobre una misma nota. Corro, abro ventanas y puertas. Me refugio, pero el desasosiego te alcanza. No puedes huir de nuevo, allí está el reflejo de lo que fuiste entre estas paredes.
Incrustado sobre un muro hay un arco, ahí te reclinas para dejarte asediar por la luz. Trompetas de sol te aguijonean justo ahí debajo del arco, los estucos geométricos apaciguan tu angustia, hay ahí trazos geométricos, entre ellos la cabeza de serpiente que te mira, te arrebata, te perturba. Veneno, los elixires que tuviste son ahora lo que te pudre, te hiere. Arrodillada quedas, no hay escapatoria, la ruina del olvido se amotinó en tu propia casa cerrada desde el origen, ahora sombras y fantasmas, voces que rellenan los espacios vacíos. Estrías como una lluvia triste rodean la casa, el piso, tu cuarto, tu alfombra, tu almohada. Ya nadie. Solo las cosas.
El subway
Los ojos y la luz. La ciudad luz. Pero los ojos perciben como si estuviera frente a un televisor, pasan las imágenes rápido, vertiginosas, siento cómo quiebran mis venas, cómo se entrometen entre mis pestañas, verdes, azules, el desierto, puertas de cristal. Voy en el metro, busco compañía, la locura de los ecos dentro del edificio donde alguna vez viví, me sacó a la calle, de nuevo.
Una máscara y el tambor, la cerveza gigante que asoma en la ventana. La señora caminando y su pelo rubio. La bibliotèque. El mapa. No puedo mirar pero mis ojos sí los ven y los repelen, el remolino de imágenes y colores me vuelve hacia los rostros, Filles du Calvaire, pero el rostro de la mujer de mezclilla no resplandece, más bien se desmaya aquí dentro, se muere. El calvario y la République. La joven tiene medio rostro, es mi ojo. Como un mosco vibran las cosas dentro de mi visión. Un rechinido, es el bolso de la joven, de cuero, rechina, las abejas salen del tren, o entran. Todas vuelan y zumban, aletean, dejan caer la miel y la puerta se abre, al fondo un verde como de prado. Avec eux on vit mieux, ¿con quien? Se cerró la puerta y no pude saber. Debo buscar con quien se vive mejor. Necesito a esos quien, a ellos, para que me guíen, me acompañen, me muestren lo que sí puedo mirar, no solo ver. Busco la conciencia de las cosas. Préavis de rêves. Sí un sueño. El hombre pasa con su portafolio que le cruza el pecho. A lo mejor ahí van los sueños. O las realidades salidos de esos rêves. Alguien grita, entona un lamento, canta. Lejos, muy lejos. Alguien socava los oídos y su garganta se alarga hasta la amargura. Ahora las vías del metro se quejan, como burbujas expanden cierta blandura. Un pasto inmensamente verde, largo, hondo me viene al pecho. Me sube, me incorpora hacia palacios con cúpulas doradas. Me amplifica mi respiración como si estuviera frente a una explanada y una voz de barítono me alarga el aliento. ¿Será eso la ciudad luz? Sigo en el subway. Busco.
Primer arrondissement
Desde lo lejos una mujer ovillada, en esa minucia de mundo, en un apartamento de su infancia donde todo es conocido aunque ya nada le pertenece. Esa mujer ovillada es parte de un argumento mayor, de una trama que desde los confines acontece. Cada minúscula acción, cada suspiro y cada lágrima se enlazan como engranes en esa rotación universal de actos. Toma entre sus manos una muñeca que ahí ha permanecido; la peina, le arregla su ropa, recorre toda su vida al hacerle una trenza. Sus manos enrojecen, cobra vida la muñeca, casi sonríe. Esos nimios movimientos parecen unirse al ruido externo, caer sobre la mirada de los transeúntes, allá abajo, primer arrondissement. También se aparejan con la vecina del edificio de enfrente que prepara sus alimentos, cuece unas papas, dora el ajo, corta rebanadas de queso. Cada uno se mueve y la red de actos casuales y tan mínimos, inadvertidos, se amplifica hasta ser una sombra grande que oscila como eco y resuena en ella, ovillada, con su muñeca entre las manos, ahora se la acerca al seno, la acaricia. Ovillada escucha voces largas, como en sordina, voces que susurran pero también lamentan, no comprende qué. Rezan, ruegan, rasgan sus voces para que ella las escuche, son voces misteriosas, arrastran multitudes, una parsimonia como ola que se eleva, tranquila pero a punto de reventar y causar el fin. Ovillada sigue con la muñeca entre sus brazos, tratando de retener las imágenes que acuden, en el centro del engranaje se encoje más para no dejar ir nada, desde sus emociones, desde su eslabón diminuto, febril, ese instante solemne la vuelve parte de infinitos planos y prismas y tiempos cruzados, vidas que llegan y se van, hilos que se ovillan a su alrededor, rostros, risas, manos, accidentes, vendajes, vuelcos, vértigos, la velocidad del pasado pasando en estampida en el futuro amplio como el aire y el movimiento de sus manos acurrucando la muñeca. Una red tupida la envuelve, la sofoca, la abandona sobre el suelo. Tintinea la tarde; cae la noche.
Notas
Cercada por luces desiguales, con el corazón agazapado, lista para recibir cualquier impacto, estira los brazos, despliega las piernas, va de una nota muy larga, recuerdo de una caricia, hasta un contrapunto que araña y la conecta con algo punzante, un dolor que la vuelve a doblar. El miedo a morir crece, pero el miedo a tantos ojos que la espían desde días remotos: despedida tras despedidas, un desdoblamiento de lo mismo como espejos encontrados. El do y el re largos, se vuelven un pasillo interminable y una oleada de esas partidas y llegadas le sofoca la garganta; no puede respirar. Balbucea. Ruidos metálicos avanzan de una habitación a esa otra donde está acostada vuelta un nudo; se tapó los oídos pero esos ruidos venían de ella, de su cabeza que recorría las tonalidades de la infancia, las escaleras por las que diario pasaba de la mano de su madre rodeada de edificios iguales, fastuosos y luego la columna de Place Vendôme, incitándola al juego, un rompecabezas para llegar a Napoleón. Pero los autos, el ruido, los cláxones y su madre sin soltarla. Correr, quería correr y trepar hasta saludar a Napoleón, pero. Ahora viene a su mente un largo chelo que la detiene, la arrastra escaleras abajo, la regresa a su prisión de soledad y memoria. Allí al fondo del impasse des Gobelins, trece arrondisement.
La guerra
Desplazada del sur y del norte, arrinconada entre calles violentas y personas corriendo hacia las fronteras, llegó a su París natal. La guerra arrastra ángeles de oro, las avenidas se vuelven basureros de piel humana. Crecen anguilas del suelo y por el aire águilas con furia llegan, picotean, matan. Árboles adoloridos y detenida la fisionomía de la ciudad, hoyos que estremecen las mejillas, sonrisas detenidas como en una fotografía, ardores concentrados en el asfalto, alientos débiles, pulsos sufrientes. La guerra, la expulsión, las noticias como bombas explotando a mitad del parque, sobre los monumentos. Orar y huir.
Qué secretos
Amanece, de nuevo todo en su sitio. Lleva ella listones de colores en sus pupilas, latidos fuertes y párpados hinchados. Va ligera a pesar de todo. La boulangerie con su olor a chocolate y masa recién horneada, olores a café y los tonos, los pasos, las grietas de las paredes, todo eso, todo junto, se vuelve mosaicos, augurio de encuentros. Será que la soledad no es tan salvaje, sobria pero no asesina. Será que el ciclista la mira. Será que sobre la cebra encuentre un trazo enérgico que la levante, la enaltezca. Luego los árboles entre su verde y el viento que los sacude casi danzan y ella se sonríe. Qué secretos guarda la calle. Qué ritmos, qué bruscos cambios en el aliento. Los trinos de algo más que pájaros, es el río, es el puente, la medusa asomada. De puntitas ahora me pierdo en el laberinto, en el nudo de la historia, en el sinsentido de los pasos. La calle, la muralla, los niños que corren, alguien canta, tararea. Allá gritan. Stop. Son vías de un ferrocarril abandonado, ahora brotan tilos, alcahuetes, algunas magnolias. Sombras, risas; sombras, luces; sombras, la señora dormida sobre la banca. Una adivinanza y la ruleta de nuevo, las golosinas y el abandono; la huida y el regreso. Caminar como si nada hubiera transcurrido, mejor gatear, garabatear, balbucir lo primero, las vocales. Sueños y girones del violín, cuando nacía. El violín tocaba agigantado hasta la garganta. Yo nacía, respiraba por primera vez, alargando el pulmón hasta casi desfallecer. Como ahora. Así andando la nada, este vacío de calles. Un diálogo. Ven y pulsa esta tecla, este eco. Ven, aprieta el pedal para ir más al fondo. Mejor asciende con tus dos manos. Siente los pies y salta. Con ambos lados, con todas las consonantes en tu caída. Para que haya palabras y no sonidos guturales que nos aflijan. Cae con tus manos abiertas. Con el eco, repítelo, no olvides la frase, las corcheas, el pasaje con tresillos. Desplaza los infinitos para que se abran.