Sharon Olds

Los muertos y los vivos

 

 

 

 

El gremio

 

Cada noche, cuando mi abuelo se sentaba

en la sala en penumbra frente al fuego,

el alcohol como lumbre en la mano, su ojo

que brillaba sin sentido a la luz

de las llamas, su ojo de vidrio aciago y pétreo,

un joven se sentaba con él

en el silencio y la oscuridad, un universitario de

piel blanca, tersa, una cara angosta

y bella, una frente ancha

y abovedada, y unos ojos ambarinos como la resina

de los árboles demasiado tiernos para ser cortados.

Era su hijo quien se sentaba, como un aprendiz,

noche tras noche, su copa de brasas

junto a la copa de brasas del viejo,

y bebía cuando bebía el viejo, y aprendía

el oficio del olvido —ese joven

aún no cruel, su pelo oscuro como la

tierra que nutre las raíces del árbol,

ese hijo que llegaría a ser, en su turno,

mejor en esas cosas que su maestro, el aprendiz

que superaría al maestro en la crueldad y el olvido,

que bebería sin cesar frente a las llamas en la penumbra,

ese joven, mi padre.

 

 

 

 

Poema de amor de mi abuela

 

Ya tarde en su vida, cuando nos enamoramos,

la sacaba del asilo de ancianos para

tomar dos bourbon y luego una cerveza.

Contaba un chiste afilado como la tapa de un bote

calentada por los dientes del abrelatas,

y a carcajadas reía con su risa de maíz molido.

Además de su ingenio, se orgullecía de su pelo,

nevado y abundante. Lo levantaba

hasta la nuca, allí en el bar,

y debajo del blanco, debajo de las entrecanas,

me mostraba su color verdadero,

el color que tenía cuando era novia:

como su sexo en la luz humeante me mostraba

el negro puro.

 

 

 

 

El ojo

 

Mi maldito abuelo no nos daba de comer.

Cuando queríamos leer apagaba la luz.

Se sentaba en el cuarto invisible

frente a la chimenea y bebía. Murió cuando

yo tenía siete años y mi abuela jamás se puso

al lado de nadie contra él,

la luz del fuego en su cara roja y fría que

se reflejaba más intensa en su ojo de vidrio.

Hoy pensé en ese ojo de vidrio, y en cómo

de noche en la gran cama matrimonial

dormía de cara a su mujer, y en cómo el agujero

fláccido donde había estado su ojo se abría

hacia ella sobre la almohada, y en cómo yo era

una cuarta parte de él, un hombre brutal con un

agujero para un ojo, y una cuarta parte de ella,

una mujer que no protegía a nadie. Soy su

sexo, también su hijo, su cama, y debajo

de la cama la trampilla del sótano, con

sus barriles de manzanas frescas, y

en alguna parte de mí también está el camino

hacia el arroyo que fulge en la oscuridad, una

manera de salir de allí.

 

 

 

 

Poema de despedida

 

Para M. M. O., 1880-1974

 

El enorme témpano partido espera

fuera del puerto como una nave espacial.

Manda emisarios: peces

helados y roídos, terrones flotantes,

canoas de hielo blanco como novias.

Acecha un poco más allá de la boca

cálida e hirsuta del puerto, las bayas

veraniegas en los arbustos, el hedor fuerte

de los pescados salados que se secan sobre

listones de madera. Espera. Esconde nueve

décimos de su volumen de metal

implacable debajo de la cincha del agua,

frígido como dientes de bacalao, aún

ahora en julio. El mar baña

sus infinitos y pálidos flancos con cicatrices.

Se asienta el témpano, bello como un sombrero,

nevado como las plumas de una garceta,

esperando llamar al próximo para el otro

mundo más allá del navío

absolutamente congelado.

Ella camina hacia

el agua sin el andador.

Sin ninguno de los tres bastones que siempre

se le pierden, de los que se burla, que busca

y luego encuentra sobre el brazo. Acaba de

arreglarse el pelo, los bucles plateados

obedientes como los zarcillos de hiedra

sobre la frente de su hijo. Lleva

un vestido gris de cuello blanco,

zapatos formales, medias también blancas,

un broche de diamante, y pone el pie

sobre el cristal nublado del hielo

y flota hacia su madre, flota

hacia el témpano blanco que espera

hace noventa y tres años que una muerte

calurosa le lleve a su hija preferida a casa,

una habitación nívea, larga, fresca,

las cortinas de encaje de la sala que ondulan

como banderas en el cielo de verano.

 

 

 

 

Las maneras

 

Siempre auguraba que mi madre hubiera

muerto por nosotros, hubiera saltado al fuego

para sacarnos, su pelo como un halo

quemándose, hubiera saltado al agua, su cuerpo

blanco hundiéndose, dando giros lentamente,

el astronauta cuya manguera se corta

cayendo

hacia

la oscuridad. Nos hubiera

tapado con su cuerpo, hubiera empujado los

senos entre nuestros pechos y el cuchillo,

nos hubiera metido en el bolsillo de su abrigo

fuera de las tormentas. En un desastre, una madre

animal, hubiera muerto por nosotros,

 

pero en la vida tal y como era

tenía que ponerse

primero.

Tenía que hacer a los hijos lo que él

le dijera, tenía que

protegerse. En la guerra, hubiera

muerto por nosotros, Te digo que sí,

y lo sé: Soy estudiosa de la guerra,

de los hornos de gas, la asfixia, los cuchillos,

el ahogo, la quemadura, todas las maneras

en que he experimentado su amor.

 

 

 

 

-Sharon Olds
Los muertos y los vivos
Colección Visor de Poesía
España, 2023

 

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Sharon Olds Nació en 1942 en San Francisco, y se educó en las universidades de Stanford y Columbia. Es autora de trece libros de poesía, entre los qu ... LEER MÁS DEL AUTOR