Santiago A. López Navia

25-33

 

 

 

 

I

 

Me sorprendía

la suerte de mi padre los domingos

de camino a la casa de mi abuela:

Embajadores, Sol,

Gran Vía (José Antonio en esos años),

Tribunal, Bilbao, y esa visión

arrebatada al sueño

de la estación fantasma (Chamberí),

muy poco antes de llegar a Iglesia,

que yo miraba al paso

con la nariz pegada a la ventana.

 

Mi padre se agachaba

a veces (un andén, una escalera)

y me mostraba

una moneda encontrada en el suelo

que nadie sino él había visto,

y así cinco o seis veces

(un duro, un duro, un duro, cinco duros),

incluso en plena calle,

como si la fortuna bendijera

sus pasos, su camino.

 

Yo estaba fascinado

por los ojos felinos de mi padre,

capaces de encontrar tantos tesoros.

 

No tardé mucho en descubrir el truco:

mi padre aprovechaba

mis muchas distracciones, mis despistes

y dejaba en el suelo

la moneda que luego recogía.

 

Así pude saber

que no existe la suerte.

Que hay que buscarla

cada nueva mañana, en el camino,

y que hay que fabricarla

aunque haya que agacharse

constantemente,

como hacía mi padre,

que ni en domingo

dejaba de doblar el espinazo

para encontrar su suerte en mi sorpresa.

 

 

 

 

II

 

Siempre que recogía la colada

mi madre terminaba renegando

de la deslealtad de los gorriones

(solían ocultar

su nido en el tambor de la persiana).

 

Me resultaba extraño

verla tan enfadada

con esos pájaros

minúsculos y alegres

que llenaban los árboles de vida

y me asombraban

con sus saltos nerviosos en la acera

y aquella algarabía

de píos que anunciaba un día nuevo.

 

Los mismos mensajeros

que traían el alba a sus oídos,

testigos fieles de sus despertares,

ahora mancillaban el trabajo

de tantas horas en el lavadero.

 

A pesar de sus quejas,

mi madre (roca tierna,

muralla inexpugnable ante lo incierto,

sanadora de todas las heridas,

domadora de arcángeles rebeldes)

habría convertido

sus manos en un pozo

para saciar la sed de los gorriones

y habría construido para ellos

el nido más seguro

en su regazo amable,

aquel refugio.

 

 

 

 

IV

 

Cada mañana,

antes de ir al colegio,

mi madre me llamaba por teléfono.

 

Solo en mi casa desde muy temprano,

cuando me despertaba

lo primero que hacía (lo primero),

como en un ritual propiciatorio,

era ir a ver si estaba bien colgado,

si había línea,

y el tiempo entonces

era solo la historia de una espera.

 

De todos los sonidos que amparaban

mi soledad (la radio, los gorriones,

los primeros latidos de la calle),

tan solo el timbre

consolador, balsámico

de aquel teléfono

se hacía imprescindible para mí.

 

Algunas veces

yo me acercaba un poco

o me sentaba al lado unos momentos,

como si mi impaciencia

pudiera despertarlo

de su letargo triste

con el poder de un torpe sortilegio.

 

Después sonaba el timbre y me envolvía

la voz tibia y serena de mi madre

que me libraba

del cautiverio de mi incertidumbre,

y entonces,

solo entonces,

brillaba la mañana, amanecía.

 

 

 

 

VI

 

Calle Lesaca, bloque 25,

vivienda 33.

Verano.

Sábado.

 

Mi madre era testigo

tenaz, constante,

del alba cada día

camino a su trabajo (metro Goya,

transbordo a Lista),

y yo, rey de mi casa en soledad,

señor de sus rincones,

notario de sus ecos,

cronista del silencio y de la ausencia,

atento a su regreso

y tan inquieto

cuando pasaba el tiempo y no llegaba.

 

De vez en cuando

salía a mi balcón y me asomaba

(quinto piso, derecha)

mirando calle arriba,

vigía pertinaz de su retorno,

intérprete falible

de señales sutiles, infidentes:

un autobús,

un contorno lejano, aún impreciso.

 

Por fin podía verla

desde muy lejos,

porteadora de bolsas, fatigada,

con el lastre del día a sus espaldas

y siempre erguida,

y corría a su encuentro

para aliviar su carga y abrazarla,

y tenía sentido el mediodía

y ya no estaba solo.

 

 

 

 

XIV

 

Cuando el sol declinaba

y avanzaba la tarde se imponía

como un rito tribal

aquella tregua dulce, la merienda.

 

Exacta, puntual,

mi madre entonces, desde la ventana

del quinto piso

(prestidigitadora,

perita en invenciones imposibles),

salvando tendederos y macetas

y jaulas, deslizaba

una bolsa prendida de una cuerda:

un bocadillo, un plátano.

 

Ese vínculo frágil,

máquina simple de malabarista,

ingenio vertical de mis meriendas,

me recordaba

a aquel cordón vital y nutritivo

que me unía a mi madre en el océano

seguro y silencioso de su seno,

sin hambre, sin dolor y sin memoria.

 

Los días, el verano,

la calle, los portales, el solar,

todo tan cerca, todo siempre nuestro,

tierra de promisión, galaxia, imperio.

Todo por descubrir.

Todo en su sitio.

 

 

 

 

 

-Santiago A. López Navia
25-33
Colección Visor de Poesía
España, 2022

 

CUB. LA CANCIO?N DEL AOUTSIDER

Santiago A. López Navia (Madrid, 1961). Compagina la creación literaria con la enseñanza universitaria, la investigación filológica (centrada en el cervantismo ... LEER MÁS DEL AUTOR