Promesa cumplida de la nueva poesía argentina
Nuevas voces de la Argentina
Por Luis Benítez
Sabrina Barrego, utilizando un discurso aparentemente sencillo, se las arregla eficazmente para introducirnos en un universo signado por la autoindagación, por una parte, y paralelamente por la comprensión madura de los nexos que la ligan con la realidad exterior, estableciendo una red de vasos comunicantes donde sus visiones de un campo y el otro se entrelazan y complementan. Así, Barrego va más allá de lo convincente: la verosimilitud de su propuesta tiene el sabor inequívoco de la genuina experiencia estética, aquella que proviene no del proponerse sentir, sino del empirismo sin obstáculos entre la apreciación sensible y la elaboración posterior –ya en términos poéticos- para dar por resultado textos donde la belleza bien entendida (no como máscara) se revela, casi tan desnuda como es, sin que lo trágico y el pathos de la existencia contemporánea cedan necesariamente sus espacios ante su presencia.
Poemas de Sabrina Barrego
Las cosas a veces destiñen.
Pasa cuando nos dejamos
mensajes escritos con fibrón
en el espejo del baño
que con el vapor
se deshacen y
comienzan a chorrearse
vueltos tinta negra
por los azulejos.
O cuando me doy cuenta
de que esa polilla que se posa
en el pasillo, sobre el póster de Le mépris,
no es mariposa negra
sino más bien gris ratón
y de golpe entiendo
el verso que leí hace poco
en el trayecto en colectivo
desde la casa al trabajo,
a veces solo hay que dejar
que ese delicado animal
que es mi cuerpo
ame lo que ama.
Creo que a mí me brota
el mal humor
como a los frutos
de una damasca
que ya nadie cosecha.
Cada herida es autosuficiente,
se encapsula en un botón
diminuto, imperceptible,
donde se hincha el dolor.
El dolor es un brote
como este,
dentro del diente de un ajo;
para cocinarlo
se remueve ese capullo
con un cuchillo afilado
y se lo desmadra.
Desmadrar:
el último término
que mi madre me enseñó.
Yo tampoco he sabido rebelarme [Natalia Leiderman]
Las personas no escriben
como son
en la vida real,
en la vida real. Son
más torpes y,
a veces, se cierran
como los órganos de la percepción
también se cierran
o se transforman ellas mismas
en vegetación perenne, serpientes, gallinas y pájaros
en el transcurso
de este accidentado
y largo, larguísimo viaje.
Cada vez que eso pasa
comprobás que en la vida
el sentido
de la traición y la lealtad
es un engaño en sí mismo,
tiene su anacronía.
Como la mala hierba crece,
la gente es indolente y
decide por una.
No es culpa de nadie.
Colaboración de las cosas
Ahora la cama
está partida en dos.
En el medio
hay un hueco
donde me hundo
en el sueño.
Con qué agua,
con qué agua
lavaremos
estas manos.
Una piedra cayó
en el centro
del estanque,
dibuja esferas concéntricas
una y otra,
una y otra,
una y otra
vez.
Así,
infinitamente.
El Síndrome de Charles Bonnet
Después de que mi abuelo murió
mi madre seguía viéndolo
sentado en el zaguán del patio,
callado, tomando mates
hasta que súbitamente salió
de todas las habitaciones
emprendiendo caminos distintos y lejanos,
quizás hasta reunirse con su Dios eternamente
y pedirle que se apiade de nosotros.
Visión lateral, me dijeron una vez
que se llama ese fenómeno
de alucinaciones complejas
que aparecen durante el duelo
tras la muerte de un ser querido.
Lo que es algo totalmente normal,
o sea, -nada patológico-
mientras sea por ese lapso prudencial.
A mí me sucede todo el tiempo
cuando veo oscilar las sombras
a mi izquierda y a mi derecha,
figuras geométricas, formas, luces
sin presencia de sonidos ni de ideas artificiosas.
A menudo sentí miedo por causas irracionales;
otras tantas, compañía y,
las más, cierta vergüenza.
Por eso es que nunca lo conté.
Hace poco supe de un síndrome
que provoca síntomas similares
y, aunque puede confundirse
con trastornos de la vista
o simplemente la ilusión,
es tratable o, al menos,
se experimenta al respecto
con ciertos fármacos:
olanzapina, risperidona, valproato, haloperidol
entre otros que conocí en el hospital.
Por ese entonces los días
pasaban como envueltos en un papel blanco y
yo miraba todo para adelante
con anteojeras como los caballos.
Ahora que los abandoné
lo siento casi como un duelo
(detrás de cada cosa que hago,
de la niña que fui hace años,
la joven que se ilusionaba,
la hija, la madre que fui en aquellos días y
la mujer de una hora atrás y
otras tantas, también extrañas,
que supe ser y ya olvidé y
que van todas juntas como en un funeral),
me complace pensar
que, como alguien que busca regresar
a un lugar amado, deja a propósito
un cuaderno, un collar, unos anteojos, una prenda
pequeña
que le sirva de pretexto para volver.
Así los muertos dejan la vida y vuelven en un reflejo
para decirnos que
como las cosas siempre fueron y
para siempre serán,
esto,
también,
pasará.
“Las flores de mi jardín han de ser mis enfermeras…”
A la vez que todo se derrumba
yo permanezco en mi jardín
pues el leve vestigio de mi fe
crece allí, abigarrado.
Un pedazo de tierra
racionado en macetas,
aunque entregado por completo
a la brujería, donde cavo
con los dedos buscando un alma
que a lo mejor sea la propia.
No tendrán mis plantas
gran despliegue performativo,
diversidad de colores;
crasas, cactus y suculentas
de raíces especializadas
para chupar el agua de este desierto
al que fui trasplantada.
Pero permanecen ahí,
firmes, rústicas, pinchudas,
sin doblegarse como cualquier vara verde
con el cambio de las estaciones y sus elementos.
No les hablo siempre a mis plantas.
Insisto ahí, en silencio, la mayoría de las veces
como ejercicio, aprendiendo
la pequeñez de sus fototropismos;
cada brote pujando para salir
de su nudo, lentamente, naturalmente,
como fueron hechas las cicatrices,
para no olvidar.
Con paciencia minúscula,
en el detalle las he cuidado
de la brutalidad de las gatas en celo,
de la gula de las orugas,
de ese sol descascarándose
poco a poco sobre el piso del patio,
del desborde de mi temperamento
fluyendo torrentoso en el riego cotidiano.
Para esto me he estado templando
como un metal muy fino y muy duro
y ahora mis días tienden a un ritmo vegetal
y mi regazo es de musgo.
Estas plantas no morirán
(repito como un rezo a un dios
por un puñado de tierra).
Estas plantas no morirán
porque ninguna otra criatura
morirá en esta casa
mientras yo habite en ella.
NOTA: Los presentes poemas de Sabrina Barrego forman parte del poemario Máquinas de duelo, editado por el sello Falta Envido Ediciones, ISBN 978-987-48574-7-7, 68 pp., San Miguel de Tucumán, provincia de Tucumán, Argentina, 2022. (L.B.)