La palabra precisa
A su extraña manera
Todo ha sucedido a su extraña manera
y no como lo tenía previsto:
ni siquiera me he separado
de esa casa que no me pertenece,
de las paredes que no son mías,
del viento que entra y respiro sin preguntar.
No soy el mar, soy la orilla del mar.
Y sé que los años tan solo pasan una vez,
como un desfile de gaviotas
que se alejan en la playa,
no las puedo contar, son demasiadas,
cuando empiezo me canso
y aunque no quiera tengo que parar.
La muchacha que fui no la soy más.
Nada ha pasado en vano.
Bajo mis pies no hay huellas sino piedras,
hostiles piedras demasiado lisas
donde todo resbala, nada permanece,
nada se puede levantar.
He tratado de asirme
a la ola que llega hasta mi cuerpo:
no puede detenerse. No la puedo tomar.
Mis manos son la arena:
me diluyo en aquello que quiero sujetar.
(De El cielo en la ventana, 2012)
El instante, la vida
He tenido una buena vida:
una guerra de diez años
y tres terremotos
que echaron abajo la ciudad
y cumplieron la profecía
de la abuela,
quien meses antes
nos había anunciado
la destrucción terrible
con una voz que era la misma
con la que nos contaba
los dulces cuentos
donde todo era del color
de las avellanas secas.
Pero he tenido una buena vida,
apacible, sentada
a la mesa en el patio,
o escondida
entre los sacos de maíz,
a la espera que las detonaciones
cesaran, que las voces
cesaran, en la oscuridad
donde el mosquito
era un murmullo
que me hacía dormir.
El mosquito cuya picadura
no causaba la muerte.
Pero he tenido una vida buena,
un amor de mil años
verdadero y brillante
como oro que ha adquirido
la forma de un broche,
un búho de grandes
ojos blancos,
prendido siempre
bajo mi blusa, y por ello
una gota de sangre
es lo que queda
del pasado, una gota
suspendida
como un planeta frío.
Pero he tenido una buena vida,
una vida donde la guerra
y el amor
han durado
los mismos años.
Una donde la muerte
me ha visitado poco,
y donde he visto el mundo
y he escuchado
los sonidos de las grandes
aguas y los enormes
valles, donde los cascos
del caballo criollo
y el venado me muestran
su extraña diferencia.
He visto y olvidado
lo que he visto
y vuelto a asombrarme
con lo que había sido
asombro una vez.
No me quejo.
Las aguas siguen
abrazando mis pies,
aferradas con toda su tibieza
a la brevedad que poseo.
Las otras
La niña que fui besa mis labios.
Me muestra un muelle,
un mar, un puerto, un faro.
Me enseña a deslizarme por la arena.
Y me cierra los ojos,
y veo su presente, mi pasado.
Lo que mira esta niña
es lo que yo he olvidado.
La calle que camina
bajo mis pies existe como un rastro.
Si la veo alejarse
veo mi nacimiento, mi legado.
La anciana que seré me da la mano.
Una mano de fuego.
Una piedra de fuego con forma de una mano.
Atrás la brisa inmensa es una voz,
y el invierno en los árboles
suena como un susurro
que imitara un aplauso.
Y le muestro una casa, un muelle,
un puerto, un mar, un faro.
Lo que ha dejado atrás es lo que espero.
Mi casa llena,
su mundo desolado.
Huida
La pequeña avioneta
planea sobre los valles
y la vida se reduce
a un doble golpe de suerte.
Mi mano pequeña
en la mano pequeña de mi madre,
como si con no soltarla bastara.
Veo hacia afuera buscando aves
pero el ruido de las hélices
hace que me de sueño.
Venimos del oriente,
dejamos atrás los campos de algodón.
No comprendo que huimos
porque a los seis años
no se comprende nada de la guerra,
los muertos en las aceras
no son lo suficientemente extraños,
tampoco se entiende
el motivo de los rezos de los mayores,
ni las explosiones alrededor
como botones de humo
que revientan en flores
grises y repentinas.
El cielo sin aves es del color
de la piel joven de mi madre.
Los campos abajo tienen trechos
amarillos y verdes.
La avioneta planea dulcemente,
me duermo, y al despertar
han pasado veinte años,
y lo comprendo todo.
La palabra precisa
He pasado los años de mi juventud
observando sobre los árboles,
empinada para ver qué llega
o qué se marcha. He querido
mirar antes que nadie la tormenta,
y la he visto acercarse
como una leona sombría
cuyas fauces son la mitad del mar.
También la he visto derrumbarse
como un alcohólico
sobre la casa de una niña,
destruir ciudades de papel
y levantarse para pisotear lo que queda.
Estruendo es su nombre inimitable.
Luz que rasga la luz, las líneas de su boca.
He concluido cada tarde y cada mañana.
No hay música que me defina.
Mi pasado es un destello. La punta
de un cuchillo que no corta,
que no separa lo futuro de lo presente.
Pan seco es mi lengua.
Una mancha de café
que es solo oscuridad, mi ojo abierto.
Penumbra, mi ojo cerrado.
En alguna habitación,
sigo siendo una niña que escucha,
en la calle, a toda hora,
aullidos de perros o de hombres,
y cierra los ojos y reza
una oración de una sola palabra,
pues no conoce otra.
(De Máquinas voladoras, 2018)