Oda al puritano en mí
(Traducción al español de Jeremy Paden)
Gracias
Si te encuentras casi desnudo
y descalzo sobre la grama escarchada, escuchando,
de nuevo, el gran gemido sonoro de la tierra que dice
eres el aire del ahora y de lo ido, que dice
todo lo que amas será polvo,
y te encontrará allí, no
alces el puño. No alces
tu pequeña voz en su contra. Ni tampoco
busques refugio. En vez, enrosca los dedos
de los pies en la grama, mira la nube
que asciende de tus labios. Camina
por el esplendor durmiente del jardín.
Di sólo, gracias.
Gracias.
La cantante de ópera
Hoy mi corazón se encuentra tan jodidamente lleno de pena
que lo he empezado de cargar en una carretilla. No. Es un yunque
atado a mi cuello mientras nado
por aguas picadas, crecidas con los cuerpos podridos de hipos,
lo que implica que acecha, por debajo en algún lugar, la jeta
hambrienta de un cocodrilo que espera dar vueltas conmigo hasta pasar al olvido
peor que este símil alargado, lo que quiere decir:
estoy triste. Y no hay nadie que no sepa lo que eso significa.
Y en mi tristeza me iré al café a pie,
y no veré las luces en los árboles, ni tocaré los billetes en el bolsillo
mientras paso enfrente de las casas tapiadas de la cuadra. No,
estaré sudando sangre por el país oscuro de mi propia tristeza
en toda su ostentación monótona, y por ende imagina mi sorpresa
cuando mi ensimismamiento se ve usurpado
por los compases de una ópera que fluye por una ventana abierta,
y el sol se asoma de a poquito por detrás de su chal,
y este canto se acerca, para que pueda escuchar
la delicada vibración de la r como el estremecer de la lengua de un colibrí
lo que significa un idioma más bello que el mío,
y no reconozco la canción
aunque corro hacia la voz y puedo escuchar la respiración
de la mujer en las imperfecciones del disco y por encima mío
dos zorzales azules se lanzan y se precipitan y una rama pícara de una morera
que se asoma por encima de un solar abandonado me raspa toda la cara,
y la tiñe de morado y parecido, ahora, como un histérico guerrero de regocijo
y alivio corro por la calle, ah, y se me olvidó mencionar
los más o menos cincuenta muchachos que corrían detrás de mí, algunos en pañales,
otros descalzos, y todos alados y blandiendo sus chupetes
y sus rueditas auxiliares y casi, casi pisoteándome
cuando veo en la puerta una mujer en pantuflas y una bata de casa con estampado de flores
que ondeaba en la brisa cálida que tiene quizá setenta y pinta la puerta de su casa
y amigos, no es una exageración afirmar
que era un paraíso lo que fluía de su boca y todos los peces del mar
y el andar rítmico de jirafa y azúcar en mi té y los olvidados ángeles
del amor y el nombre de cada nonato y cada muerto
de esta abuelita que a penas me ojeó
antes de volver a su labor sincera de pinceladas y arrullos
y porque todos conocemos el ruido torpe y sordo que la lengua
hace al contar anécdotas de milagros permitidme pararme aquí
y deciros que le di las gracias.
Oda al puritano en mí
Hay en mí un puritano
la visera de cuyo
sombrero se encentra tan afilado
que podría extraerte
la lengua
lleva el ceño
tan surcado que podrías
sembrar remolachas
o nabos o
algo desde luego
bueno para almacenar
no se ha tomado una siesta
desde que tenía dos
porque aborrece
la pereza sobre todo
quizá sea la única persona de verdad
al que jamás haya escuchado
pronunciar “pereza” o “aborrecer”
en conversación
él lee la poesía
este puritano que tengo en mí
con una navaja de precisión en la mano encallada
al menos que sea con un cartucho de dinamita
y si el puritano en mí ve
dos gatos en pleno
jolgorio en el granero
pienso no
porque ellos
estorban
o asustan los cuervos
pero para ser más preciso
porque él lo cree despreciable
esos ángulos de animales
que se follan libremente
al aire libre
él los haría añicos
debería confesaros
el puritano en mí siempre lleva una escopeta
quiere castigar al mundo y supongo
será porque él siente que necesita ser castigado
por quién sabe cuántas cosas impunes
como las veces de niño cuando se deslizaba sin camisa entre las vacas
para pasar su lengua por el salegar
o cómo observaba el empeine de su abuela adormilada
como si fuera el mapa de su país
o por la noches primaverales cuando furtivamente bajaba al jardín de la casa sosegada
y se desnudaba
mientras se empapaba del pequeño canto
de las hormigas raspando sus lenguas
por la savia de las peonías, convirtiendo su cuerpo
en un árbol moteado de flores
mientras que encima de él los cielos giraban y su lengua
se apaciguaba floja como un riachuelo,
en las riberas del que, allí está,
ahora mismo, el puritano en mí
y tira su escopeta entre las totoras,
se quita las botas, y se lava los pies
en esa agua.
Los pies
Amigos, los míos son unos pies feísimos:
el escombro cotidiano del cuerpo
encajonado en unas botas. El segundo dedo
del pie izquierdo está suficientemente
torcido que cuando un niño
me pregunta, ¿qué es eso? puedo
sin encogerme de miedo ni de dudas mentir
y decirle que una vaca me lo pisó
podrá quizá causar en ellos temor vacuno
del cual me arrepiento
ya que amo esas bestias filosóficas
que nunca me aplastarían los pies
ni puedo desdeñarlos
como lo hace mi madre:
‘Siempre te compramos buenos zapatos, cielo mío,’
me dice, ‘No puedes echarnos la culpa
por esas cosas,’ y por esto
y otras razones
nunca me he entregado al placer
de las chancletas tímido o avergonzado
entierro los dedos de mis pies como diez avestrucillas en la arena
de la playa cuando con amigos
quienes dudo si me aman,
si bien no creo que Tina me amaba–
le gustaba, creo,–pero ella me dijo,
mientras estábamos sentados en tumbonas
al lado de una piscina donde hacía yo de salvavidas y asiduamente
escondía detrás de un libro o debajo una toalla
a mis amiguillos torcidos,
Tú tienes pies lindos,
en ese acento chabacano de hormigonera de Levittown
que echó todos los lémures a escalar mi costillar para ver
y de hecho ella tenía unos pies lindos
y lo tomé como una forma de generosidad incomparable y a lo mejor
me enamoré de ella un poquito, por lo menos por el resto de esa tarde
ella con su mecha rara de pelo blanco en su cabello
y su parloteo rápido de metralleta y su chasquido de goma de mascar
y por ende saqué mis pies de por debajo de mi cómic de Powerman y Iron Fist
al sol donde se comportaron como matas que abrían sus boquillas
y como matas se podía observarlos casi sonreír,
casi dar las gracias, se podía observarlos
cambiar de colores, y ser, casi, envalentonados,
Tina no percató nada de esto
ya que probablemente hurgaba en su bolso
o cotorreaba de ese pedazo de hombre en The Real World
o le gritaba a la hermanita de un amigo que tapar el culo con su bañador
o echaba las sobras de sus papitas en su boca abierta
pero ¿de verás crees que te hablo de mis pies?
Por supuesto está muerta: Se llamaba Tina, fue de leucemia: me dijeron–
¿por qué otro motivo intentaría tristemente de convertir su generosidad común en música?
Es que quiero, creo, perdonarme a mí mismo
por algo que desconozco.
Pero lo que sí sé es que adoro el momento cuando el poeta dice
lo que quiero hacer es esto
o lo que quiero hacer es aquello.
A veces es una gilipollada de mierda. Pero a veces
es un que con el que el poeta dice
Quisiera poder contaros,
de veras, de una pequeña fábrica
en mi cabeza: las chimeneas
echan humo, los amargones
y la verdolaga y las marañas de trébol dulce
parten el alquitrán.
Quisiera poder contaros
que adentro hay el murmullo y el rechinar constante de máquinas.
Pero más que nada quisiera contaros de las pisadas que escucho,
son más de las que jamás pueda contar,
todas cuyos andares puedo distinguir si escucho, atentamente.
Que inmediatamente desaparecen
después de haber sido hospedadas de nuevo,
aquí, donde comenzamos, en la fábrica
donde la pérdida hace que todas las cosas
bellas crezcan.
El inventario de aprecio descarado
Amigos, tened paciencia conmigo hoy,
es que me he despertado
de un sueño en el que un zorzal petirrojo
hizo de sus alas un tipo de velo
detrás del que se meneó y zapateó algo del sur
de España, su pecho encarnado,
me miraba fijamente en los ojos
desde la rama que entraba por la ventana,
canturreándome en la barbilla,
el pájaro arrastraba sus garras diminutas a la izquierda, a la derecha
mientras las hojas raspaban
contra la pared de revoque, dos de ellas flotaron
hasta mi cobija mientras el pájaro
abría y cerraba sus alas como un matador
que abandonaba la matanza,
sacando su pico, girando en círculo,
y descubriendo, de nuevo,
la rimbombancia rubicunda de su pecho
por lo cual al despertarme supe
que me decía
sin ningún lugar a duda
de barritar en las tubas y los susafonos,
la entera banda enmohecida de bronces del aprecio
no del todo inactivo en mi barriga—
dijo en una voz humana,
“Brama”—
y ¿quién entre nosotros podría ignorar un consejo
tan extraño y tan preciso?
Oid! oid! heme aquí
para vocear que he cargado toneladas—con lo que no quiero decir mucho,
sino toneladas — de mierda de vaca
y me he parado hasta los tobillos en gusaneras
revolcando la gastada cebada
que el hombre de la cervecería trajo de manera servicial y vertió
tapándose la nariz, ya que hiede,
pero hace que el compost se retuerce alucinado y se relame los labios,
revolviendo el estiércol con la horquilla
una y otra vez
con cientos y cientos de otras personas,
nos ensoñamos un huerto de esta manera,
frunciéndonos los ceños,
y cargando nuestras carretillas,
y empapando las camisas de sudor,
y dos años más tarde hubo una fiesta
en la que los árboles fueron acomodados en suelo franco bien alimentado,
uno de éstos, un manzano liberty, después de haber sido irrigado
fue pisado por una nena descalza
con un lazo que colgaba de su cabello
que mordía su labio feliz en su labor
y amigos éste es el lugar más auténtico que jamás conozca yo,
me hace retorcer como una lombriz el estar tan agradecido,
podrías montar tu bicicleta hasta allá
o tus patines o venirte en el autobús
hay una reja y un portón que se cierra a mano,
hay una higuera que te gana en estatura en Indiana,
que te dejará sin aliento.
Es tal que hasta quizá te haga querer seguir con vida, gracias;
y gracias
por no haberte llevado a mi pana cuando el motor
de su mente lo arrastró
hasta tragarse puñados de Xanax y una o dos botellas de trago,
y gracias por haber llevado a mi padre
unos pocos años después de que el suyo se fuera gracias
misericordia, piedad, gracias
por no fumar cristal con tu madre
ay gracias gracias
por salir y volver,
y gracias por lo que dentro del amor
de mis amigos estalla como un gentío de vara de San José al borde de la carretera
que irrumpe reluciente en este mundo,
quien a lo mejor carga una pala consigo
bien como deberían las que se llaman Aralee,
con las manos tamaño de las patas de caballo,
y quien, como deberían las que se llaman Aralee,
se reirá de vez en vez hasta que el agua
corra de su nariz; ay
gracias
por la manera en que los llantos de una criatura pequeña producen
la leche o cómo lo que una vez fue leche
en nosotros se junta en caballos
corcoveando en retozos por una pradera;
y gracias, amigos, cuando la primavera pasada
las campanillas del jacinto sonaron
y los azafranes hicieron ostentación de
sus vestidos boca arribas, y una calma merodeaba
por la colmena que cuando la abrí
estaban acurrucados en dos o tres puños
muertos de abejas entre los cuadros,
casi agarradas la una de la otra,
esta con su cabecita metida
por debajo de la alita de otra,
una con sus patas delanteras descansando sobre la cara de otra,
y el papel traslúcido de sus alas agitado
por mi respiración y cuando
unas se cayeron a los cuadros inferiores:
miel; y después de tumbarme al suelo para llorar,
todo es una lástima helada.
Y gracias a ti, también. Y gracias
por el sofá de tela pana sobre la que te he colocado.
Túmbate a pierna suelta. Aquí, un manto ligero,
una almohada, querido,
porque tengo la corazonada que esto es de largo rato.
No puedo detener
mis gratitudes, que te incluyen a ti, querido lector,
a ti, por quedarte aquí conmigo,
por mover los labios de manera tan justa cuando hablo.
He aquí una taza de té. La he preparado con cucharadas de miel.
Y gracias a la sombra de la minúscula abeja
que detenidamente lee estas palabras mientras las escribo.
Y a la manera en que mi amor habla quedita
cuando en la colmena,
tan bajita, de hecho, que no se la escucha
sino sólo se ve el más mínimo movimiento de sus labios
al conversar. Gracias a lo que no la asusta
en mí, pero la hace tender lazos hacia mí. Gracias al amor
que es ella y que a veces duele. Y a la vez
que ella se equivocó al acordarse de elefantes
en uno de mis poemas que, mirad, aquí
vienen, engalanados de campanillas y flores de
glicinias, trombones a lo largo del camino hasta el río.
Gracias la quietud
en la que el río se mueve alrededor de la trompa
solemne del elefante, puliendo las piedras, flotando
por encima de su espalda noble
la parvada de gansos que nos sobrevuela.
Y gracias a la rapidez y la dulzura de los hombres
que acuden en manada a la vieja que cae
en la esquina de Fairmount con 18, que pacientemente sostienen
con las partes más suaves de sus manos
su bastón y su sombrero morado,
que juntan para ella el contenido de su bolso
y tocan su hombre y su codo;
gracias a la cancha tueca
en la que un en partido de 3 contra 3 de media cancha
nosotros los viejos hicimos añicos
de unos niños mocosos, y al viejón de 61
que después de haber lanzado un acertado tiro en reversa
al recibir un pase mío a la ciega para rematar el partido
se arrancó la camiseta y lanzó puñetazos a los dioses
y les gritó a los chicos que admiraran la cicatriz de su marcapasos
que sonría a lo largo de pecho; gracias al
resuello contento del acordeón
en el pecho; gracias a las gaitas.
Gracias a la mujer descalza en el vestido chillón
por haber parado su auto en medio de la calle
y al camión semirremolque detrás de ella y a la furgoneta detrás de él
para quitar rápidamente a una tortuga de la calle.
Gracias al dios de lo chillón.
Gracias a las bragas de cachemir.
Gracias al órgano metido en mi vestido.
Gracias al vestido transparente que llevabas mientras te arrodillabas en mi sueño
en la ribera del arroyo y a la luz
que lo atravesaba. Los koi que besaban
aureolas en el aire cristalino.
La habitación que tengo en la mente con las persianas cerradas
donde casi nos lesionamos
mientras nos metemos en el chal de nuestros cuerpos.
Gracias por decírmelo de manera llana:
cogernos hasta quedarnos bobos.
Y tú, de nuevo, tú, por la generosidad verdadera
que ha sido el mantenerte despierta
conmigo de esta manera, inclinando la cabeza de vez en vez
y hacienda ese ruidito que interpreto como
sí, o, te entiendo, o, por favor continúa
pero no por demasiado más, o, por qué escupes
tanto, u, ojo tiguere
mantén las manos quietas. Soy excitable.
Perdóname. Estoy agradecido.
Sólo quiero que seamos amigos ahora, para siempre.
Llévate este bol de moras del jardín.
El sol las ha calentado.
Las recolecté justo para ti. Te prometo
haré todo lo posible de quedarme en mi lado del sofá.
Y gracias por la bolsita de rastas que encontré en la gaveta
mientras lavaba y doblaba la ropa de nuestro amigo asesinado;
la foto en que tiene su brazo
alrededor del letrero de “el camino de los silencios”; gracias
por la manera en que antes de morir abrió
sus manos a nosotros; por volver
en una ráfaga de incienso o en la forma de un niño
en otra ciudad que mira
por las piernas de su madre,
o que desaparece detrás de la estantería después de pasar por largo;
por deambular de nuevo por los sueños donde,
al vernos perdidos y asustados
puso su mano sobre nuestros hombros
y señaló con su dedo el templo al otro lado de la ciudad;
y gracias al hombre que pasó la noche entera
echando una rociada con una manguera sobre su durazno
que floreció antes de temporada para que la helada
no echara a perder la cosecha, el hielo
de su barba y las fantasmas
que subían de él cuando el sol calentador
le dijo es hora de dormir ya; gracias
a la antecesora que te amó
antes de conocerte
al esconder semillas en su trenza antes del largo
viaje, antecesor que te amó
antes de que te conociera al sembrar
un nogal en la tierra, que te amó
antes que ella te conociera por no sacrificar
la tierra; gracias
por no arrasar el antiguo huerto
de dátiles y aceitunas,
por el que lanzó sus llaves al mar
y caminó suavemente a casa; el que no disparó, el que no
zambulló la cabeza en el inodoro, el que dijo para,
deja eso; el que levantó a una
persona quebrantada; el que hice de voluntario
en la manera que una planta que nace de una planta que vuelve a sembrarse
se llama voluntaria, como el ciruelo
que desfiló al lado del arriate alzado
de mi jardín, como la rúcula que desfiló
entre los arándanos,
sin una bayoneta, ni un ejército, ni una nación,
uso tal de la palabra voluntaria
tan conocido entre jardineros por todo el mundo
que causó que mi amigo gritara “¡Ay!” y bailara
y sumergiera sus nudillos
en suelo feraz antes de engullirse dos fresas
y luego excavara una canción de su guitarra
hecha de la madera de un árbol que alguien sembró, gracias;
gracias cinia, y grosella espinosa, Rudbeckia
y chirimoyo de Florida, manzana Ashmead’s kernel, cresta de gallo
y judía escarlata, santa maría y melisa;
gracias consuelda y hierba dulce y aguaturma
y añil basto cuyos pétalos tartamudearon al ser abiertos
por abejones ave maría permítanme un momento…
y Crassula y candelilla y cuello curvo
y panza de burro y tegumento y pensamiento salvaje;
gracias por lo que en nosotros es barrullo de regocijo
lo que nos algarabía;
y gracias, también, a este corazón zopenco, este corazón de pelicano,
este corazón chimuelo que abre sus fauces indecorosas
al cielo, ay chapucero, ay trastabilladero,
ay atolondrado, ay embobecido,
ay palanquín, ay cabra que tuerza
la cabeza hacia mí desde la rama más alta del duraznero,
imposiblemente balanceado engullendo la última fruta,
su lengua trabajando como un motor,
una única gota dulce que cae por algún milagro
y entra en mi boca como la esencia de alguien que he amado;
corazón como un elefante que barrita
sobre los huesos de sus muertos;
corazón como la señora en el bus
vestida de pie a cabeza de oro, el sol
que tirita en sus botas resplandecientes, que canta
Erykah Badu a sí misma
y apoya la cabeza contra la ventana;
y gracias por la manera en que mi padre regresó una vez en un sueño
al puntear los dos cables debajo de mi barbilla
como las cuerdas de un contrabajo
y me tocó hasta que me desperté cantando,
sin bromas, cantando, sonriendo,
gracias, gracias,
a tropezones bajé al jardín donde
las flores del guillomo se habían abierto de golpe
como las campanas de cornos franceses, el lirio
que mi madre y yo sembramos rezumaba en el aire,
la millonada de hormigas laboraba en sus talleres telúricos
subterráneos, la col berza ondulaba en el viento
como las velas de naves, y las avispas
nadaban por el mejunje meloso de la floración de yerba buena;
y tú, de nuevo tú, por aguantar, querido amigo.
Sé que puede ser prolijo a veces.
Tengo ganas ubérrimas de restregar la esponja del aprecio
por la superficie de toditas las cosas, incluso tú, que, claro, es embarazoso
la espuma en tus orejas y sobacos, esas pequeñas joyas brillantes
metiéndose en los ojos. Pronto esto se acabará,
que es precisamente lo que el niño de mi sueño dijo,
agarrado de mi mano, señalando con el dedo al mar y el cielo agitado
que se precipitaban hacia nosotros como tantos bisontes,
que dijo es mucho peor de lo que imaginamos,
y más acelerado; a quien le dije
obvio niño de mis sueños, ¿qué te imaginas ser todo este
cantar y estremecerse,
qué este griterío y este estirarse y este bailar
y sollozar, qué sino amar
aquello que con cada segundo se desvanece?
Adiós, era lo que quise dice.
Y gracias. A diario.