Tercera elegía del amado fantasma
Tercera elegía del amado fantasma
I
Como la cera blanda, consumida
por una llama pálida, mis días
se consumen ardiendo en tu recuerdo.
Apenas iluminas el túnel de silencio
y el espanto impreciso
hacia el que paso a paso voy entrando.
Algo vibra en mi ser que aún protesta
contra el alud de olvido
que arrastra en pos de sí a todas las cosas.
¡Ah, si pudiera entonces crecer y levantarme,
alumbrar como lámpara
alimentada de tu vivo aceite
en una hoguera poderosa y clara!
Pero ya nada alcanza a rescatarme
de la tristeza inerte que me apaga.
Grandes espacios ciernen finas nieblas
entre tu rostro y los que aquí te borran.
Tu voz es casi un eco
y lejos resplandece tu mirada.
II
Como queriendo sorprender tu ausencia
desnuda, abro las puertas de improviso
y acecho las ventanas entornadas.
Encuentro las estancias desiertas y sombrías
donde el vacío congela sus perfiles
ciñéndose a la línea de tu cuerpo.
Es como una profunda y simple copa
para beber la integridad del llanto.
III
Tal vez no estés aquí dominando mis ojos,
dirigiendo mi sangre, trabajando en mis células,
galvanizando un pulso de tinieblas.
Tal vez no sea mi pecho la cripta que te guarda.
Pero yo no sería si no fuera
este castillo en ruinas que ronda tu fantasma.
(De la Vigilia Estéril, 1950)
Autorretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
(De En la Tierra de en medio, 1972)
Valium 10
A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia
se te quiebra la vara con que mides
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada
El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.
Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.
Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.
Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.
Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas
(y sus correspondientes respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.
Y tienes la penosa sensación
de que en el crucigrama se deslizó una errata
Que lo hace irresoluble.
Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.
(De En la Tierra de en medio, 1972)