Rolando Estévez Jordán

Papeles de febrero

 

 

 

 

 

Fui llevado a un cine de barrio mientras mi madre hacía la maleta

 

Sobre la cama desvestida abre mi madre una maleta. Es piel

de imitación, hebillas plateadas que la marisma de ambas

costas al fin oxidará. Es un asa de plástico o de plomo

donde la huella de sus yemas reposará intocada. Sobre la cama desvestida. Mi madre. Una maleta.

Una tarde cualquiera. Como cualquier calle se llama Buenavista o

Capricho.

Una tarde, como un lugar cualquiera, es mejor o

peor. Abre mi madre una maleta. Coloca adentro

la ropa de mi hermana, la ropa de mi padre.

Para ella, tan sólo dos vestidos última

moda en Cuba pero anticuados

en Miami o París.

Lo demás fue burbujas.

Humo de cirios.

Aire de grasa fundado en la cocina.

Perfume de jabón huyendo de la ducha. Silencio familiar

junto a una tumba desyerbada, y el ruido de un serrucho

que troza el madero destinado a clausurar la puerta.

Desde lo alto de la torre

donde los Doce Apóstoles marcan la hora en Praga

veo a mi madre haciendo su maleta. Desde el Zócalo mexicano

que en cada anochecer recoge la bandera

veo a mi madre haciendo su maleta.

 

Desde los rascacielos newyorkinos balanceándose como

pudorosos borrachos

veo a mi madre haciendo su maleta. Desde el Berlín que cada día sigue volteando las piedras

de su muro

veo a mi madre               ansiosa               haciendo su maleta. Y una maleta

nunca perdona los olvidos:

el hilo con su aguja, el espejo pequeñísimo, la foto enmarcada de perdón. Una

maleta anuncia los lugares dejados. O anuncia los lugares que vendrán con sus

nombres; sitios heridos en el mapa de la palma derecha de su mano.

Los lugares se llaman:

Camarioca

El laguito

Puente aéreo

Pasaporte

Deshielo.

Se llaman:

Monney Orden

Refugio

Residencia

Candela. Desde un cine de barrio

oscuro como la boca de un perro de pelea

veo a mi madre               aterrada

haciendo su maleta. Una tarde, como un lugar cualquiera,

es mejor o es peor. Y si alguien lo decide la tarde y

su destino te mueven como ficha, te imponen su paseo:

Cine Abril

Sarita Montiel

El último couplet

año sesentainueve. Y el perro de pelea apretó sus quijadas,

y yo, con los ojos clavados en la pantalla enorme veo a mi

madre tranquila sentada en su maleta.

Ella no avanza hacia ninguna escalerilla.

Ella no muestra a nadie sus papeles de viaje.

Quien gira alrededor de su cuerpo es el mundo,

-plano y circular, alzado sobre cuatro elefantes              gira

vertiginosamente

y ella sentada

sola

ve pasar en silencio los días con sus noches

y ve pasar:               fábricas               hospitales

jardines de papel               campos de

concentración               playas desiertas

desvanecidas torres               desconocidos

rostros               camionetas               encajes inconclusos.

 

No se detiene el disco. Mi madre no parece tener náuseas, ni

ataques de risa ni de llanto. Ha caído en un trance profundo

parecido a la muerte.

Un trance infinito de disco que gira y mujer sentada sobre su maleta.

Mujer ni triste ni feliz.

Sólo mujer sentada sobre su maleta.

Mujer, Hija, Madre

que nunca ha sabido que la observo desde la

butaca dura de mi cine de barrio y lloro aún

con todas las lágrimas            que a ella no le

fueron concedidas.

 

 

 

 

La silla

 

El aquí y el allá -como el norte y el surson estaciones.

Pasan y vuelven con el mismo rumor de los caracoles

sobre el paño. Para mi madre que no vive en los nortes ni

en los sures sino en la relativa tibieza de la hoja seca o el

jazmín,

la nieve bocabajo en una taza y el golpe

de abanico contra el pecho; el aquí y el

allá se contaminan.

Con sus estacionarios atributos se construyó una silla. No una silla perfecta,

vendible y confortable. No la silla de Lam gritando desde el monte y

exhibiendo un florero.

No una silla en su casa ni en los viejos andenes.

No en plena constelación de multitud. No una

silla sentada en soledad

sino

una silla en la mar equidistante de las costas, como una isla breve, nova; tierrita

donde la luz del día y de la noche cae resumida en la tristeza de un solo rayo

tenue. No es una silla brújula.

No es una silla barco.

No va su silla al norte ni va al sur.

No va. En su silla sentada en pleno mar

está

-como una venus primitiva tallada en la roca

del crepúsculo. Y se desbordan del asiento sus

caderas, sus hombros de sal se pegan al

respaldo y como otra cascada de olas

los senos enormes, redondos, le caen sobre los muslos

y amamantan los peces y los náufragos.

En su silla está sola. No deriva.                    no navega. Mi madre

equidistante de las costas.

 

 

 

 

Papeles de febrero

 

No son un puente porque un puente es de hierro

y hormigón y siempre sobrevive al que lo cruza.

No son severos como el puente de Tirry, no

vuelan como los express-ways.

 

No son mi silla,

no pueden amordazarme frente a la mesa,

frente al mar para que cumpla tantos años de

prisión.

No son el aéreo camino de ida y vuelta. No son el

camino firme porque no dan sombra,

no dan piedra, no

conducen.

 

Quizás estén previstos para el envoltorio de un

secreto animal que me trasciende.

 

Tercos, como el éter en la pantalla se

disuelven en la que bebo y orino.

 

Agua al fin son inasibles hasta que tropiezan con la

harina, con la sangre y se empegotan en los dedos y

en las cartas noches del mes.

 

Pulpa sobria. Alimento.

 

 

 

 

El muro

 

Yo soy un hombre más, un hombre en dos

partido por un muro.

 

En la parte de mi que soy mi madre vaga una

desconciencia color rosa, unos guantes muy tibios

para agarrar con pinzas las vísceras sobrantes.

 

En esa misma parte soy mi padre llevando el pan a

casa, rugiendo entre las jarcias con toda desmedida.

Blasfemando y muriendo y hasta resucitando.

 

Y en esa misma parte soy mi hermana, y canto

dulcemente una canción de otoño con mi traje

de niña: violeta, perfumado, todo de cristalitos.

 

En la parte de mi que soy yo mismo ellos

vuelven a estar. Los acompaño.

 

 

 

 

Pensando en mi amiga Ruth Behar

 

Estoy pensando que la ciudad, el país, el mundo todo, caben en la

maleta del viajero.

 

Yo llegué a los andenes los

puertos y aeropuertos con mi

maleta hecha.

 

He dejado salir el tren

zarpar el barco despegar el

avión.

 

En aquellos lugares soy reconocido

como el viajero sin nervios “que se alza

el cuello del abrigo” para no partir, para

no esperar a nadie.

 

 

 

 

Bien de ojos

 

Para ser escrito al dorso de

una postal y mejorado                Por una obra

de Pablo Picasso

 

Una niña en el cuadro del Maestro esta

resucitando con la llama y la flor. Viene de

la angostura de esa plenitud de lienzo

lavado tantas              / veces por las buenas

miradas. Esta sola, estado natural – dice el

otro Maestro de todo el que se arriesga    / a

conocer la luz.

 

O a morderla.

Circuncidada de augurios que no entenderá

/ nunca:          la

escalera

el petril          el caballo, el amor

el velero distante, ella viene al silencio

en su particular       / resurrección.

Su flor alguna vez fue manojo marchito. Ella

quizás ya ha sido una ancianita muerta con las

manos cruzadas sobre el encaje

/ rígido del cuello.

La llama, sin embargo, estaba hecha de una sustancia

clara que tiene el ojo    / integro de Dios al centro de

los temporales.

Resucitada al fin, no habrá otra muerte

/ ni otra.

La llama azul no quema, mejor alumbra

/ el trapo de la tarde donde el cuadro se arriesga. La

llama trajo a una muchacha para    / siempre.

Recostada a unos pomos con restos de           /

pintura, a unos pinceles secos, la postal se

repone del cuarteado papel    / y mira por la

ventana abiertamente    eterna,

como es de ambiguo el tiempo    / en

Pueblo Nuevo.

 

Yo cruzo: detrás de mí, los puentes.

 

 

 

 

Siete antemeridiano

 

Mi desayuno es una simple porción de leche

/ blanca

que bebo de pie, junto al fregadero, en una

taza del

mismo

impertinente

color.

Comienzo por agarrar el asa en la mano

/ derecha y llevarme a los labios el borde

superior     / de la vasija.

Después de beber un par de sorbos coloco

el recipiente sobre la meseta y me

dispongo a tomar la taza con la

/ mano contraria; con esta mano pues, termino

el desayuno. La diestra y la siniestra me dan el

primer   / alimento del día:

la diestra y su contraria; la siniestra y su

opuesta. Lentamente aturdido por la música de

las

/ asonancias

me dispongo a lavar la taza blanca bajo el

/ chorro matinal y la coloco nuevamente

bocabajo en el   / platero.

 

Tal como comienza será el día.

 

Mi vida se ha bailado la danza de los

/ contrarios, y estos dos pugilistas que soy entre

un golpe y otro palmotean para ahuyentar a los

fantasmas aburridos, para sacarme a flote cuando

casi me ahogo en las aguas mas turbias.

 

Sobre el telón complejo de las     /

constelaciones ya avanzada la noche de

un día que

/ comenzó con mi habitual

desayuno, mi pecho partido en dos

exhibe   / su simpleza; el nacarado, el

melancólico color   / de ambas

mitades.

Rolando Estévez Jordán (Matanzas, Cuba, 1953-2023). Poeta, diseñador, pintor. Su obra se expresó tanto en verso como en el diseño, la pintura o el performance, ... LEER MÁS DEL AUTOR