Roger Munier. Soledad

Presentamos un texto clave del reconocido autor francés en la traducción al español de José María Espinasa.

 

 

 

Roger Munier

 

 

Soledad

 

IV

No somos sino palabras, pero a nosotros mismos algo nos calla.

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La gota no sabe que ella es gota porque está en el mar. Pero, gota, ella tampoco sabe que es mar.

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Aquello que no se alcanza, aquello que está fuera de alcance, permanece fuera en efecto, desposeído tanto como nosotros que no podemos alcanzar.

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Dios no se calla. Simplemente no dice nada porque no tiene la palabra. La palabra es sólo humana.

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No hay templo en el jardín del paraíso, y la tumba está vacía hasta la resurrección.

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Hay un canto de aquello que se gasta, está herido, declina o se va. Es probable que no haya canto más que ahí.

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Todo ser abismado en la pena (en el dolor), por mediocre que sea en la cotidianeidad, es entonces grande por abismado.

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Es por la falta de lugar para detenerse que uno camina. Por la falta de saber que uno piensa, habla, escribe. Por la ausencia de dios que uno es santo.

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El silencio y la paz ¿No serían sino el reverso de aquello de que la muerte es el derecho?

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Dios no existe como existe el mundo… Sin duda. ¿Pero entonces cómo existe el mundo?

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El viento nocturno estremeciendo las hojas es otra cosa que el viento. Como —agua de la noche.

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Uno no sabe que ha nacido, como no sabe que ha muerto. ¿Y qué se puede realmente del intermedio?

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Lo que amamos en la verdad, no es la verdad, es que ella sea la verdad.

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El olvido envuelve y recoge lo olvidado con más seguridad que la memoria.

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“La nada no puede ser…”. Pero aquello que no puede ser, simplemente no puede ser, no tiene este mortal “Poder”.

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El agua no se encuentra con el agua sin mezclarse, el agua no encuentra el agua sino para mezclarse.
Al viento le falta aire, el agua tiene sed.

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El ser no es un bien deseable. (Dios no tiene ser). Es por esto que es Dios. Sin ser.

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¿Mi nada de antes de nacer sería una nada? ¿Y mi nada después de la muerte será otra? ¿La misma u otra?

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No podemos saber, ni siquiera imaginar el puro comienzo. No tenemos conciencia, confusamente pero con fuerza, que del fin.

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Se sentía llevado a reflexionar, en un movimiento profundo del ser, en aquellos que ya no son, precisamente como ya no siendo, no como habiendo sido. Los muertos piden otra forma de memoria: Memoria inversa, que se refiera a ellos no como habiendo sido, sino como no siendo ya. Que los reúna de otra manera. Como no siendo.

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¿Hacia dónde ocurre la caída infinita? ¿Hacia arriba o hacia abajo?

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Cuando el abismo no tiene fin uno no sabe que cae.

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Los muertos no saben de la muerte —como los vivos que somos no sabemos de la vida, siendo únicamente vivos.

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Todas las derrotas se pierden en la muerte y se olvidan. Las victorias no.

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El alma subsiste después de la muerte, pero ya no vive. Es su placer, aquello que esperaba.

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En todo aquello que se va, la salud, los bienes, la vida, cuando se va, alguna cosa viene.

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La desgracia hace visible el doloroso invisible.

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Uno busca algo para reconfortar el pobre corazón. Se busca ávidamente. Y se encuentra. Misericordiosamente se encuentra.

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Lo último no puede concebirse sin horror. Más vale que no haya nada último.

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Muchas de las cosas que digo me vienen de un allá desconocido y, por mi parte, lo deposito en aquello que no es humano.

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El paraíso se perdió. Pero no, tal vez, aquello que le precedió.

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No hay que apoyarse en dios. Dios no está verdaderamente para nada. Para nada.

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¿A quién sirves? No lo sé. Pero a un dueño, sí. Sin rostro, mudo.

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La idea que salva no se comunica, si se comunica ya no es la idea que salva.

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Sí, todo es vano, pero ¿por qué tanto ardor para decirlo?

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Si yo pudiera enseñarles algo sería que no tendría nada o casi nada para enseñar. Si pudiera convenceros, sería que no han ustedes comprendido. No puedo sino ganármelos.

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Cada uno de nosotros es una sima, en la que no se cae.

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En la noche a punto de llegar, el cerezo en flor, inmóvil, irreal, pálido vigilante.

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No me escuchen más, sino en la medida que escuchan a veces la lluvia, el viento.