Roberto Luzcando

Para ir con el viento

 

 

 

 

 

PARA IR CON EL VIENTO

 

 

Canto I

 

Como un pez la muerte,

se diría,

al pie de los rosados coralígenos,

largamente en acecho

como espada en el agua

o afilado espectro de la luna.

 

Con voraces carnadas submarinas

a tu paso sorprendido,

¿cómo no hallarte de pronto

entre la sal quebrada

en las aletas de los peces

o bajo arbustos secuaces,

isla adentro,

padre mío, caballero ensimismado

en lóbrega armadura de dolor?

 

Estás aquí presente

a proa de la tristeza,

y me sales,

y así te reconozco

en la imagen tuya del espejo

que me mira con ojos paternales,

o en las sinuosidades de mi mano

que te escribe a la deriva

y te busca bajo el océano,

hollando promontorios,

derribando atunes centinelas,

entre la espesa bruma del plancton,

tocado por amargas gotas de silencio,

y como un duro rompehielos de la muerte

atraco a puro verso,

a remo duro,

y al oír el vuelo de las albas gaviotas

siento como si hallara la boya de tu voz

o la sombra inasible

de la cosa terrible que pregunto

en cada gruta constelada de líquenes

verdes como el secreto del agua:

 

¿dónde tus ropas de flébiles detritus,

deshilachadas en las corrientes hondas,

remolcadas por el yodo,

ancladas bajo los arrecifes,

a babor del olvido,

entre el agudo asombro de los peces

que rondan el enigma amarillo de tus huesos,

clavados en la arena movediza de los siglos?

 

Pero el marino viento es obstinado

y nada dice,

y todo es igual a una caña de pescar

que estuviese en las manos

de un Dios que nadie y todos temen,

y que de pronto trajera en el anzuelo

heridas vestiduras de otro Dios

y se dijese

que el hombre es sólo hueso

en el fondo de la arcilla,

que la muerte es sólo muerte

en el fondo de los hombres,

o pez bajo las tibias

savias oceánicas.

 

 

 

 

Canto II

 

La bajamar recae y desmenuza

los cardúmenes perdidos en las profundidades

y de ellos, como de una mortal Afrodita,

la espuma se levanta en la cresta de la ola

como casto mástil del océano hundido,

o músculo de vidrio y de sargazo.

 

Tuve al fin —y me costó la muerte—

que encontrarte en mis letras

rodeadas de pelícanos,

los mismos que aprendieron de memoria

el altivo enigma de tu viaje,

el eco de tu voz transformándose en agua,

o que asieron tu mano inútilmente

cuando cortaba el mar,

ya como un pez

o una despedida.

 

Padre viejo,

que anotaste en tus sienes

el paso de los equinoccios,

¿dónde tu bergantín,

a cuántos pasos del origen,

bajo qué hoscos archipiélagos

los pulpos te han prestado

sus grandes escafandras,

su tinta pavorosa. . .?

 

Amarrado a mis venas,

buzo eres sin saberlo,

arrastrado por atónitos hipocampos,

flotando entre aguas,

como un faro sumergido

que los peces se llevaran

más abajo, a las madrigueras de los benthos,

junto a los volcanes que amordaza el aguamar.

 

¿En qué punto del piélago infinito,

desde cuál acuática planicie

lanzado fuiste al flujo borrascoso

con tu dolor atado a la camisa?

 

Padre viejo:

interrogo a los cuervos marinos

y al oculto lugar del desove

transportado soy,

y te conjuro,

y sólo encuentro furia contenida

de maremoto en cierne,

y untado del polen,

como un Neptuno prodigioso,

desciendo hasta tus partes disgregadas

por los abscónditos seres del submar

y me recojo en mi dolor como un molusco,

como una gota de lluvia

rescatada del incendio marino

por los desvelados veleros de las nubes.

 

 

 

 

Canto III

 

Altamar incontrolable,

maratón de la espuma

sobre la inmensidad pelágica:

¿qué erosión no tangible

limpió su rostro hasta la sal del hueso

y derribó con golpe sabio

la estrella febricitante

que ancló el firmamento

en el fondo cristalino?

 

Altamar incontrolable,

mar viejo de la ola arrugada

y el parche de pirata

cuando tramas los naufragios:

háblame de mi padre viejo como tú,

que esperaba en los deltas

la llegada de los buenos salmones:

hazlo por su flor que desde las islas

llover veía el salitre destructor,

hazlo por su llanto ileso, sin embargo,

por los mastines del remordimiento,

por el viento hijo tuyo,

familia mía, del pez y de la muerte.

 

Altamar incontrolable,

registra tus bahías,

arresta tus cangrejos,

y tus mareas más ciegas

que azoten las espaldas de la luna

para que a flote salga

el ahogado que quiero.

 

Altamar que durante la tiniebla más tardía

desembarcas entre ocultos escollos

los náufragos perdidos que bajan del zodíaco:

haz que a la serena luz

de las actinias y las estrellamares,

en redondas mesas de medusas,

hable este concilio de negros secuaces

que se esconden en la paz de las ostras

y huyen como pólipos en las colas del miedo,

después de asesinar el día por la espalda.

 

Dame su cuerpo constelado de escamas,

su varonil muerte que enredaron en las gavias

de los buques hundidos,

en cuyos camarotes los fantasmas submarinos

cantan en coro y beben hidromel maligno

bajo el cuarto menguante,

y martillan su cuerpo exhausto ya de sombra,

hasta darle la absurda forma de los conchanácares

o la vana belleza de los barcos dormidos.

 

 

 

 

Canto VI

 

Glóbulos de aire, a flote lento,

ascienden y estallan en silencio

al tocar las tortugas que patrullan el fondo

como tanques oceánicos o lentos guardacostas

de amuralladas conchas verdeclaro.

 

Ultimo oxígeno que escaló las aguas,

burbujas que evaporan tu cuerpo

conquistado por el agua y el bromuro,

¡oh nauta destruido, comodoro silente!

En la playa poblada de algazules,

por los arenados túneles cangrejeros,

rueda el eco de tu varonía:

palabras que archivó el silencio

en el frasco turbio de tanta lejanía

que llegaba y se iba a paso de pleamar,

a través del claroscuro de los días

y por los ojos de las claraboyas

de los buques anclados en la rada.

 

He ahí los artilugios de la noche:

en su pálida cantera de meteoros

estrenaste la mano y la mirada,

minero del dolor

que contabas las estrellas fugaces

y pensabas en mí, con el clima humano

que tu muerte ha dejado sobre cubierta,

como un fardo de sombras

o un haz de soledades.

 

Oigo la cadena por el escobén

echarse a pique y contener la nave.

 

Oigo el crudo mar que ha invadido

los dominios del aire con sus huestes amargas.

 

Oigo, padre, tu rapto por la ola,

siento la atmósfera de tu desconsuelo

y estallo en los rayos y retumbo en los truenos,

y bajo al sanctasanctórum de la muerte,

a las profundidades de basalto y ostra,

y cuento las goletas y los huesos

como tú contabas los astros en mi nombre,

y te mueres de nuevo, frente a mí,

entre flotillas de tiburones,

y pasas a las eternidades de las jibias

y de los viejos ictiosaurios

del océano malherido,

abajo, en los profundos volcanes

también ahogados,

donde el mar es gota concentrada,

átomo de tiniebla amarga,

o cadáver de gaviota

a orillas de las anclas. 

 

 

 

 

Canto XI

 

¡Oh extraviado capitán de mí!,

pierde el rumbo la noche si no ve tu estrella

signar el mapa de las constelaciones.

 

Y el mar que sabe tu oculto paradero,

que defiende su raza de sal y clorofila,

su amor de sombras verdes,

su materia inexacta,

su intocable enigma,

a duras penas me permite amarte,

padre que busco y busco en oceánico destierro

aunque lleve tu voz aquí en la lengua

y tu soledad acá en la mía.

 

¡Ah!, el derrumbe de la ola

y tu cuerpo rodando mar abajo,

y el niño que te sigue,

padre marino

sobre lechos de sal desvencijado,

a pie sobre el océano,

bajo el viento cortante,

subiendo hasta tu torre de airadas osamentas

por los escalones del oleaje.

 

Aquí la mueca de tu rostro hundido,

los estertores de tu mano enfriada

por la profundidad azul de la corriente

y la búsqueda imprecisa

del pez que agujereó la noche,

destruyéndola toda,

tumbando sus luceros,

apolillándola

hasta la luz deslumbradora de la muerte.

 

Viviste de noche, padre mío,

y cuando esta vez el mar fue señalado

para encender las lámparas,

andabas por sitio exacto,

entretejiendo sombras,

tinieblas amorosas,

que el aguamar inquieto

se ha llevado contigo a su lugar recóndito.

 

Padre de agua,

de penumbra mojada y agridulce,

de escamas estelares,

¡qué exabrupto tu montón de huesos,

semienterrados en los profundos arenales,

y tu calavera dando vueltas

como un casco perdido en la batalla

por la propia muerte!

 

Tus acuáticos gestos,

tus manos que la magia verde del océano

ha transformado en calamares,

tu risa de ordenado nácar

abierta para siempre,

hacen de mí el fiel contramaestre

que al mortecino resplandor de las estrellas,

sobre cubierta, sentado sobre el borde,

como un juglar nutrido por la luz de la sal,

con palabras húmedas cantara

tus desnudas ternezas,

tu yerta soledumbre transoceánica,

tu golpeado sueño por las olas.

 

Ahora eres tú quien duerme, padre mío,

ahora soy el que mira tus párpados violáceos

de abnegado durmiente submarino,

ahora tú descansas y yo vigilo el cielo

y lo amenazo,

para que el ruido de la lluvia

no destruya tu trance de buzo desvelado.

 

¿O es que no hay paz para el tranquilo ahogado,

inmóvil sobre el frío maderamen

de la nave todavía en zozobra,

que aún no toca la quietud del fondo?

 

¡Oh, dónde encontrarte, abandonado,

dónde estalló tu valija de dolor,

dónde no pudo más la hélice de tu instinto,

dejándote caer como entre verdes espadas,

gota a gota, hasta volverte invisible,

lleno de malévolas frutescencias,

de grotescas y afiladas formas,

allá en las furibundas intemperies marítimas…!

 

¡Ízate desde tu muerte, oh ahogado poderoso,

yérguete con muletas

hechas con el propio olvido,

y pisa y aniquila todo el césped del mar

que abanderó tu soledad

con luceros de espuma

y renegada sal y hondura inexpugnable!

 

Ven. Reúne de nuevo tu melena deshilada,

abre los líquidos portones de tu muerte

y ayúdame a colgar este epitafio

de los desnudos clavos de las estrellas.

 

Aquí estoy para esperarte,

sobre la roca más cercana al aguamar,

entre la llovizna salada

de los peces voladores,

próximos a los escollos

del cielo que me enfrenta

azules centuriones en galeones de nubes.

 

Aquí estoy para tocarte,

para humedecerme de tus carnes oceánicas,

y ya me llamo hijo,

hombre surgido de tu amor humano,

planta nocturna frutecida en ti,

guerrero de la vida y enemigo de la muerte,

que ha escondido tu cuerpo

y mojado tu sombra.

 

Te llamaré padre con los brazos

y trazaré una línea sobre las arenas.

 

Dividiré el planeta. Me contarás tus cosas.

 

De aquel lado seguirá lloviendo

y seguirá el mar tramando los naufragios.

 

Acá seré como un niño que jugara

con pequeñas sardinas que abandonó el océano,

mientras tú vigilas y sonríes.

 

Del mar he regresado contigo y con el viento.

 

Roberto Luzcando Nació en la Ciudad de Panamá, el 29 de abril de 1939. Licenciado en Filosofía, Letras y Educación por la Universidad de Panamá en 1965, ... LEER MÁS DEL AUTOR