Para ir con el viento
PARA IR CON EL VIENTO
Canto I
Como un pez la muerte,
se diría,
al pie de los rosados coralígenos,
largamente en acecho
como espada en el agua
o afilado espectro de la luna.
Con voraces carnadas submarinas
a tu paso sorprendido,
¿cómo no hallarte de pronto
entre la sal quebrada
en las aletas de los peces
o bajo arbustos secuaces,
isla adentro,
padre mío, caballero ensimismado
en lóbrega armadura de dolor?
Estás aquí presente
a proa de la tristeza,
y me sales,
y así te reconozco
en la imagen tuya del espejo
que me mira con ojos paternales,
o en las sinuosidades de mi mano
que te escribe a la deriva
y te busca bajo el océano,
hollando promontorios,
derribando atunes centinelas,
entre la espesa bruma del plancton,
tocado por amargas gotas de silencio,
y como un duro rompehielos de la muerte
atraco a puro verso,
a remo duro,
y al oír el vuelo de las albas gaviotas
siento como si hallara la boya de tu voz
o la sombra inasible
de la cosa terrible que pregunto
en cada gruta constelada de líquenes
verdes como el secreto del agua:
¿dónde tus ropas de flébiles detritus,
deshilachadas en las corrientes hondas,
remolcadas por el yodo,
ancladas bajo los arrecifes,
a babor del olvido,
entre el agudo asombro de los peces
que rondan el enigma amarillo de tus huesos,
clavados en la arena movediza de los siglos?
Pero el marino viento es obstinado
y nada dice,
y todo es igual a una caña de pescar
que estuviese en las manos
de un Dios que nadie y todos temen,
y que de pronto trajera en el anzuelo
heridas vestiduras de otro Dios
y se dijese
que el hombre es sólo hueso
en el fondo de la arcilla,
que la muerte es sólo muerte
en el fondo de los hombres,
o pez bajo las tibias
savias oceánicas.
Canto II
La bajamar recae y desmenuza
los cardúmenes perdidos en las profundidades
y de ellos, como de una mortal Afrodita,
la espuma se levanta en la cresta de la ola
como casto mástil del océano hundido,
o músculo de vidrio y de sargazo.
Tuve al fin —y me costó la muerte—
que encontrarte en mis letras
rodeadas de pelícanos,
los mismos que aprendieron de memoria
el altivo enigma de tu viaje,
el eco de tu voz transformándose en agua,
o que asieron tu mano inútilmente
cuando cortaba el mar,
ya como un pez
o una despedida.
Padre viejo,
que anotaste en tus sienes
el paso de los equinoccios,
¿dónde tu bergantín,
a cuántos pasos del origen,
bajo qué hoscos archipiélagos
los pulpos te han prestado
sus grandes escafandras,
su tinta pavorosa. . .?
Amarrado a mis venas,
buzo eres sin saberlo,
arrastrado por atónitos hipocampos,
flotando entre aguas,
como un faro sumergido
que los peces se llevaran
más abajo, a las madrigueras de los benthos,
junto a los volcanes que amordaza el aguamar.
¿En qué punto del piélago infinito,
desde cuál acuática planicie
lanzado fuiste al flujo borrascoso
con tu dolor atado a la camisa?
Padre viejo:
interrogo a los cuervos marinos
y al oculto lugar del desove
transportado soy,
y te conjuro,
y sólo encuentro furia contenida
de maremoto en cierne,
y untado del polen,
como un Neptuno prodigioso,
desciendo hasta tus partes disgregadas
por los abscónditos seres del submar
y me recojo en mi dolor como un molusco,
como una gota de lluvia
rescatada del incendio marino
por los desvelados veleros de las nubes.
Canto III
Altamar incontrolable,
maratón de la espuma
sobre la inmensidad pelágica:
¿qué erosión no tangible
limpió su rostro hasta la sal del hueso
y derribó con golpe sabio
la estrella febricitante
que ancló el firmamento
en el fondo cristalino?
Altamar incontrolable,
mar viejo de la ola arrugada
y el parche de pirata
cuando tramas los naufragios:
háblame de mi padre viejo como tú,
que esperaba en los deltas
la llegada de los buenos salmones:
hazlo por su flor que desde las islas
llover veía el salitre destructor,
hazlo por su llanto ileso, sin embargo,
por los mastines del remordimiento,
por el viento hijo tuyo,
familia mía, del pez y de la muerte.
Altamar incontrolable,
registra tus bahías,
arresta tus cangrejos,
y tus mareas más ciegas
que azoten las espaldas de la luna
para que a flote salga
el ahogado que quiero.
Altamar que durante la tiniebla más tardía
desembarcas entre ocultos escollos
los náufragos perdidos que bajan del zodíaco:
haz que a la serena luz
de las actinias y las estrellamares,
en redondas mesas de medusas,
hable este concilio de negros secuaces
que se esconden en la paz de las ostras
y huyen como pólipos en las colas del miedo,
después de asesinar el día por la espalda.
Dame su cuerpo constelado de escamas,
su varonil muerte que enredaron en las gavias
de los buques hundidos,
en cuyos camarotes los fantasmas submarinos
cantan en coro y beben hidromel maligno
bajo el cuarto menguante,
y martillan su cuerpo exhausto ya de sombra,
hasta darle la absurda forma de los conchanácares
o la vana belleza de los barcos dormidos.
Canto VI
Glóbulos de aire, a flote lento,
ascienden y estallan en silencio
al tocar las tortugas que patrullan el fondo
como tanques oceánicos o lentos guardacostas
de amuralladas conchas verdeclaro.
Ultimo oxígeno que escaló las aguas,
burbujas que evaporan tu cuerpo
conquistado por el agua y el bromuro,
¡oh nauta destruido, comodoro silente!
En la playa poblada de algazules,
por los arenados túneles cangrejeros,
rueda el eco de tu varonía:
palabras que archivó el silencio
en el frasco turbio de tanta lejanía
que llegaba y se iba a paso de pleamar,
a través del claroscuro de los días
y por los ojos de las claraboyas
de los buques anclados en la rada.
He ahí los artilugios de la noche:
en su pálida cantera de meteoros
estrenaste la mano y la mirada,
minero del dolor
que contabas las estrellas fugaces
y pensabas en mí, con el clima humano
que tu muerte ha dejado sobre cubierta,
como un fardo de sombras
o un haz de soledades.
Oigo la cadena por el escobén
echarse a pique y contener la nave.
Oigo el crudo mar que ha invadido
los dominios del aire con sus huestes amargas.
Oigo, padre, tu rapto por la ola,
siento la atmósfera de tu desconsuelo
y estallo en los rayos y retumbo en los truenos,
y bajo al sanctasanctórum de la muerte,
a las profundidades de basalto y ostra,
y cuento las goletas y los huesos
como tú contabas los astros en mi nombre,
y te mueres de nuevo, frente a mí,
entre flotillas de tiburones,
y pasas a las eternidades de las jibias
y de los viejos ictiosaurios
del océano malherido,
abajo, en los profundos volcanes
también ahogados,
donde el mar es gota concentrada,
átomo de tiniebla amarga,
o cadáver de gaviota
a orillas de las anclas.
Canto XI
¡Oh extraviado capitán de mí!,
pierde el rumbo la noche si no ve tu estrella
signar el mapa de las constelaciones.
Y el mar que sabe tu oculto paradero,
que defiende su raza de sal y clorofila,
su amor de sombras verdes,
su materia inexacta,
su intocable enigma,
a duras penas me permite amarte,
padre que busco y busco en oceánico destierro
aunque lleve tu voz aquí en la lengua
y tu soledad acá en la mía.
¡Ah!, el derrumbe de la ola
y tu cuerpo rodando mar abajo,
y el niño que te sigue,
padre marino
sobre lechos de sal desvencijado,
a pie sobre el océano,
bajo el viento cortante,
subiendo hasta tu torre de airadas osamentas
por los escalones del oleaje.
Aquí la mueca de tu rostro hundido,
los estertores de tu mano enfriada
por la profundidad azul de la corriente
y la búsqueda imprecisa
del pez que agujereó la noche,
destruyéndola toda,
tumbando sus luceros,
apolillándola
hasta la luz deslumbradora de la muerte.
Viviste de noche, padre mío,
y cuando esta vez el mar fue señalado
para encender las lámparas,
andabas por sitio exacto,
entretejiendo sombras,
tinieblas amorosas,
que el aguamar inquieto
se ha llevado contigo a su lugar recóndito.
Padre de agua,
de penumbra mojada y agridulce,
de escamas estelares,
¡qué exabrupto tu montón de huesos,
semienterrados en los profundos arenales,
y tu calavera dando vueltas
como un casco perdido en la batalla
por la propia muerte!
Tus acuáticos gestos,
tus manos que la magia verde del océano
ha transformado en calamares,
tu risa de ordenado nácar
abierta para siempre,
hacen de mí el fiel contramaestre
que al mortecino resplandor de las estrellas,
sobre cubierta, sentado sobre el borde,
como un juglar nutrido por la luz de la sal,
con palabras húmedas cantara
tus desnudas ternezas,
tu yerta soledumbre transoceánica,
tu golpeado sueño por las olas.
Ahora eres tú quien duerme, padre mío,
ahora soy el que mira tus párpados violáceos
de abnegado durmiente submarino,
ahora tú descansas y yo vigilo el cielo
y lo amenazo,
para que el ruido de la lluvia
no destruya tu trance de buzo desvelado.
¿O es que no hay paz para el tranquilo ahogado,
inmóvil sobre el frío maderamen
de la nave todavía en zozobra,
que aún no toca la quietud del fondo?
¡Oh, dónde encontrarte, abandonado,
dónde estalló tu valija de dolor,
dónde no pudo más la hélice de tu instinto,
dejándote caer como entre verdes espadas,
gota a gota, hasta volverte invisible,
lleno de malévolas frutescencias,
de grotescas y afiladas formas,
allá en las furibundas intemperies marítimas…!
¡Ízate desde tu muerte, oh ahogado poderoso,
yérguete con muletas
hechas con el propio olvido,
y pisa y aniquila todo el césped del mar
que abanderó tu soledad
con luceros de espuma
y renegada sal y hondura inexpugnable!
Ven. Reúne de nuevo tu melena deshilada,
abre los líquidos portones de tu muerte
y ayúdame a colgar este epitafio
de los desnudos clavos de las estrellas.
Aquí estoy para esperarte,
sobre la roca más cercana al aguamar,
entre la llovizna salada
de los peces voladores,
próximos a los escollos
del cielo que me enfrenta
azules centuriones en galeones de nubes.
Aquí estoy para tocarte,
para humedecerme de tus carnes oceánicas,
y ya me llamo hijo,
hombre surgido de tu amor humano,
planta nocturna frutecida en ti,
guerrero de la vida y enemigo de la muerte,
que ha escondido tu cuerpo
y mojado tu sombra.
Te llamaré padre con los brazos
y trazaré una línea sobre las arenas.
Dividiré el planeta. Me contarás tus cosas.
De aquel lado seguirá lloviendo
y seguirá el mar tramando los naufragios.
Acá seré como un niño que jugara
con pequeñas sardinas que abandonó el océano,
mientras tú vigilas y sonríes.
Del mar he regresado contigo y con el viento.