Robert Lowell

Como un árbol junto al agua

 

 

 

(Traducción al español de Carlos Monsiváis)

 

 

 

El adiós de Santayana a sus enfermeras

El espíritu da vida; ¿matarán sus epístolas
al excéntrico quieto, si por deseo del cielo
halló a la Iglesia demasiado buena para ser cierta?
“Morirás”, responden las Hermanas, “tal y como viviste”.
Uno se pregunta cómo adivinaron lo que escribí
o si las monjas eran demasiado pragmáticas
para seguir alimentando la ilusión. Creyendo que Pablo,
el más abyecto de los hombres, hubiese errado el blanco
al predicar que la verdad era sólo lo asido por su mano,
le cedí el alma al Evangelio insondable;
de mi discurso, la esencia derivó corazón y paisaje.
Al morir, me imaginé acosado por las Hermanas Azules
revoloteando como gansos, silbando. “Roma debe dar lo mejor”,
hasta que Curcio, armado, colme el hueco.

 

 

 

Como un árbol junto al agua

La oscuridad convoca a la tiniebla, y la desgracia
se acoda en las ventanas de esta planificada
Babel de Boston donde nuestro dinero conversa
y prodiga tinieblas en una tierra
de preparación donde camina la Virgen
y las rosas circundan su rostro de esmalte
o en astillas se precipitan sobre calles resecas.
Nuestra Señora de Babilonia, adelante, adelante,
yo fui una vez tu hijo predilecto,
moscas, moscas sobre el árbol, en las calles.

Las moscas, las moscas, las moscas de Babilonia
zumban en mis tímpanos mientras el demoníaco
fúnebre y largo canto de la gente hace estallar la hora
de ciudades flotantes donde a los albañiles de Babel
la áurea lengua del diablo los conmina
a erigir la ciudad de mañana de aquí al sol,
el que de Boston las calles infernales
jamás alumbra; allí la luz solar es una espada
que embiste al guardián del Señor;
moscas, moscas, sobre el árbol, en las calles.

Moscas sobre las aguas milagrosas del Atlántico
helado, y los ojos de Bernadette
vieron a Nuestra Señora de pie en la gruta
de Massabielle, tan claramente
que su visión cegó los ojos de la razón. La tumba
yace abierta y devorada en Cristo.
¡Oh muros de Jericó! y todas las calles
que conducen a nuestra muralla atlántica cantan:
“¡Cantad,
cantad por la resurrección del Rey!”
Las moscas, las moscas sobre el árbol en las calles.

 

 

 

El nihilista como héroe

“Una línea inspirada es todo lo que entregan nuestros poetas,
¿mas qué francés ha escrito seis líneas aceptables,
una atrás otra?”
dijo Valéry. Para Satán ése fue un día feliz.
Uno anhela palabras colgadas de la carne del buey vivo,
pero la llama fría del papel de estaño lame el leño metálico;
el inmutable hermoso fuego de la niñez
traiciona las visiones monótonas.
Del cambio y por definición se alimenta la vida,
en cada temporada nos deshacemos de guerras, mujeres
y automóviles nuevos
A veces, cuando enfermo o lleno de malestares,
miro verdear la llama contraída de este fósforo,
el tallo de maíz adquiere florescencias y verdes prolongaciones.
Un nihilista debe vivir el mundo como es
mirando a lo imposible ascender al desecho.

 

 

 

Desde 1939

Nos perdimos la declaración de guerra,
en la luna de miel, en tren hacia el oeste;
en los revolucionarios treintas
fatigamos los Poemas de Auden, hasta que bajamos
la cabeza
de acuerdo al caminar
de lo anacrónico, confortable y mezquino…
Hoy de más cosas me pierdo,
mi equivocación es más consciente.
Veo otra muchacha leyendo el último libro de Auden.
Debe ser muy moderna,
usa el pretérito para diseccionarlo.

Como Munich, él es ahora histórico
y quizá maduró
hasta amar la podre del capitalismo.
Vivimos todavía
entre el demonio de sus negligencias
que él quiso desdeñar
con la excentricidad malévola de la vejez.

En nuestro inconcluso y revolucionario presente
nada comienza y todo ha terminado.
El Diablo sobrevive a sus vacías esquelas
y se dirige, cojeando y maldiciente, a su demolición,
la pesadez moral más allá de balanzas,
vómito circular como manchas
de hierba amarillenta.

Inglaterra y Estados Unidos han durado
lo suficiente para temerle a su pasado,
los hábitos se aprietan como cera,
los alegres, los prósperos, su ácida violencia.

Hace unos diez años
caballerosos negros africanos revisaron
su pequeño cementerio inglés y en la basura
sofocaron estatuas
de la Reina Victoria, de Kitchener, de mercenarios de Belfast
tallados en jabón y por mandato desangrados hasta
la blancura.
Los apresan las cartas marcadas que norman su salario—
que el infortunio soberano abandonen.

¿Se entusiasmaron demasiado como una gran actriz
dedicada a probarse su vestuario?
¿Tal vez creyeron que ellos revivirían
de proseguir su espíritu?

Sentimos a la máquina huir de nuestras manos,
como si alguien más la condujera;
si vemos una luz al fin del túnel
es la luz de otro tren que se aproxima.

Robert Lowell (1917-1977). Es la voz más destacada entre los poetas norteamericanos de postguerra, sobre todo a partir de su libro Estudios del natur ... LEER MÁS DEL AUTOR