Robert Lowell

La hora de las mofetas

 

 (Traducción al español de Andrés  Catalán y José de María Romero)

 

 

Ellas

¿Por qué las mujeres son un poco más que nosotros?
Te acuestas con una de ellas y te despiertas con la Liberación,
su esclavitud es nuestro látigo, su parto nuestra destitución.
Su testimonio es un toque de clarín a mi dudosa sombra:
Si vence la mujer, la hostilidad se acaba.
(¿Se revolverá el gusano para morder su talón victorioso?)
Stendhal sabía que la mujer merecía una educación:
«Ninguna civilización se apoya en sus mejores hombres,
su más alto nivel, las madres de sus hijos…».
No hay vacaciones para quien pastorea hijos perdidos…
si una madre deja de preocuparse de sus hijos,
la civilización se hunde junto a sus instituciones,
dice: «Tus jodidos enanos psicópatas yo no los pedí,
fueron ellos quienes vinieron a buscarme».

 

 

La hora de las mofetas

(Para Elizabeth Bishop)

La ermitaña heredera
de la isla Nautilus aún pasa el invierno en su casita espartana;
sus ovejas aún pastan junto al mar.
Su hijo es obispo. Su aparcero
es el edil principal de nuestra aldea;
ella es una vieja chocha.

Ávida de
la jerárquica intimidad
de la época victoriana,
se hace con todas
las aberraciones que miran al mar,
y deja que se derrumben.

El mal de la estación:
hemos perdido a nuestro millonario veraneante
que parecía haber salido de un catálogo
de L. L. Bean. Su balandro de nueve nudos
fue subastado entre los pescadores de langosta.
Una roja mancha de zorros cubre Blue Hill.

Y ahora la reinona
del decorador adorna su tienda de cara al otoño;
las redes de pesca llenas de corchos naranjas,
naranjas, el banco de zapatero y el punzón;
su trabajo no da ningún dinero,
haría mejor en casarse.

Una noche oscura
mi Ford Tudor subió la calavera de la colina;
yo buscaba amantes en sus coches. Las luces apagadas,
descansaban juntos, casco con casco,
en donde el cementerio se asoma a la ciudad…
No estoy bien de la cabeza.

La radio de un carro gimotea:
«Ay amor, amor despreocupado…». Escucho
sollozar a mi espíritu enfermo en cada célula,
como si con la mano le agarrara el pescuezo…
El infierno soy yo;
no hay nadie más aquí:

solamente mofetas, que buscan
a la luz de la luna un poco de comida.
Ascienden por el asfalto de la calle principal:
rayas blancas, el rojo encendido de los ojos lunáticos
bajo la sequedad caliza y el mástil de la aguja
de la Iglesia de los Trinitarios.

Permanezco en lo alto
de la escalera del patio trasero y aspiro el aire puro…
una madre mofeta con su hilera de crías escarba en la basura.
Hunde la cuña de su cabeza en un vaso
de nata agria, deja caer su cola de avestruz,
y nada logrará espantarla.

 

 

Por los muertos de la Unión

«Relinquunt Omnia Servare Rem Publicam».

El viejo Acuario de South Boston se levanta
ahora en un Sahara de nieve. Sus ventanas rotas están tapiadas.
El bacalao de bronce de la veleta perdió la mitad de sus escamas.
Las amplias peceras están vacías.

Hace tiempo mi nariz se arrastraba como un caracol sobre el cristal;
mi mano temblaba
de ganas de estallar las burbujas
que emergían por la nariz de los acobardados, dóciles peces.

Mi mano se retira. Aún suspiro a menudo
por el oscuro reino vegetativo y abismal
del pez y del reptil. Una mañana del pasado marzo,
me pegué al alambre de púas galvanizado

de la verja nueva del Boston Common. Tras su jaula,
dinosáuricas excavadoras amarillas gruñían
al extraer toneladas de pulpa y hierba
para cavar su garaje de ultratumba.

Las zonas de aparcamiento florecen como cívicos
montones de arena en el corazón de Boston.
Un cinturón de vigas anaranjadas como calabazas puritanas
sostiene al agitado Parlamento,

que tiembla sobre las excavaciones, frente al coronel Shaw
y su infantería de negros de acampanadas mejillas
en el tembloroso relieve de la Guerra Civil de Saint-Gaudens,
que unos tablones protegen del terremoto del garaje.

Dos meses después de desfilar por Boston,
la mitad del regimiento había muerto;
el día de la inauguración
William James casi alcanzaba a oír respirar a los negros de bronce.

Su monumento es como una espina clavada
en la garganta de la ciudad.
Su coronel es tan delgado
como la aguja de una brújula.

Mantiene la furiosa vigilancia de un reyezuelo,
la delicada tensión de un galgo;
da la impresión de encogerse ante el placer
y de ahogarse por un poco de intimidad.

Ahora está fuera de lugar. Goza de esa bella y peculiar
capacidad del hombre de escoger la vida y morir;
cuando conduce a sus soldados negros a la muerte,
no se permite doblegar la espalda.

En los parques de un millar de pueblos de Nueva Inglaterra
las viejas iglesias blancas conservan su aire
de dispersa y sincera rebelión; raídas banderas
acolchan los cementerios del Gran Ejército de la República.

Las estatuas de piedra del abstracto Soldado de la Unión
son más esbeltas y jóvenes a cada año que pasa:
con su talle de avispa, dormitan sobre los mosquetes
y rumian a través de sus patillas…

El padre de Shaw no quiso monumento alguno
a excepción de la fosa,
a donde el cuerpo de su hijo fue arrojado
y en donde se perdió junto a sus «negros».

La fosa está más cerca.
Aquí no hay estatuas de la última guerra;
en Boylston Street, una fotografía publicitaria
muestra a Hiroshima abrasada

sobre una caja fuerte Mosler, la «Roca de los Siglos»
que sobrevivió a la explosión. El espacio está más cerca.
Cuando me agacho frente al televisor,
las caras agotadas de los escolares negros se alzan como globos.

El Coronel Shaw
cabalga en su burbuja;
aguarda
el bendito estallido.

El Acuario ya no existe. Por todos lados,
enormes coches con aletas asoman cual peces;
un servilismo brutal
pasa deslizándose sobre la grasa.

 

 

 

-Robert Lowell
Poesía completa (1946 – 1967, dos tomos)
Traducción al español de Andrés  Catalán y José de María Romero
Vaso roto ediciones

 

Sobrecubierta_Lowell_Poesia—1 copia

 

Robert Lowell (1917-1977). Es la voz más destacada entre los poetas norteamericanos de postguerra, sobre todo a partir de su libro Estudios del natur ... LEER MÁS DEL AUTOR