Mujeres reales
(Traducción al español de Carlos Ramírez Vueltas*)
Para mí, el estudio histórico más importante, superando los aspectos económicos y sociales, es el cambio en la relación entre hombres y mujeres a través de los siglos, desde los tiempos prehistóricos hasta el caos moral del presente, que es igual para los dos sexos. Pero yo soy poeta porque elegí esa vocación, y he vivido fuera de la civilización ordinaria durante muchos años. Parecerá extraña cualquier cosa que escriba sobre las mujeres reales. Tal vez, excepto para las mujeres reales y para los hombres que, por algún accidente de nacimiento o por alguna experiencia personal, puedan coincidir conmigo.
En mi definición, una mujer real ni desprecia ni adora a los hombres, pero se enorgullece de no haber nacido de un hombre, hace todo lo posible para no pensar o actuar como un hombre, conoce la extensión de sus poderes y se siente con toda la libertad de rechazar las obligaciones arbitrarias impuestas por los hombres. Es su propio oráculo del bien y del mal, además cree firmemente en sus cinco sentidos sensoriales y en la intuición de su sexto sentido. Cuando una mujer verdadera advierte, sólo con oler, el mal sabor de una manzana, o si está en mal estado sólo con tocarla con la punta de los dedos, ningún vendedor del mundo puede persuadirla de lo contrario.
Una vez que ha conocido a un personaje en lo privado, y al mirarlo un poco lo encuentra débil, vanidoso o corrupto, ni siquiera la reputación pública de su interlocutor la convencerá de una opinión contraria a la que ella ya se formuló. Se siente complacida en compañía de mujeres sencillas, felices y poco exigentes, pero es muy extraño que encuentre (o tal vez nunca lo haga) un amigo digno de su confianza absoluta. Dado que ella nunca se conforma con ser la segunda mejor en el amor, lo que más le preocupa es la rareza de los hombres verdaderos. Dondequiera que vaya, su personalidad despertará fuertes sentimientos: adulación, celos, resentimiento, pero nunca lástima por su soledad. Las mujeres verdaderas son mujeres reales. Alguna vez, esas palabras tuvieron el mismo sentido, pero la democracia no le da la bienvenida a las reinas.
Sería un error identificar a las mujeres reales con las típicas mujeres fuertes que, después de pasar dificultades durante su infancia, decidieron la tranquilidad de un hogar para vivir de su ingenio a expensas de los hombres. Las mujeres fuertes son incapaces de procurar una amistad con otras mujeres (a quienes no dejan de percibir como rivales) o de enamorarse de un hombre, su enemigo declarado. Pero, finalmente, tienen los ojos abiertos para burlarse de la visión de que las mujeres deben aceptar con entusiasmo, el glorioso y moderno mundo de la abundancia concedido por los hombres trabajadores, que disfrutan ser atendidos con pasión y luego tratados con graciosa indulgencia.
Por supuesto, nunca hubo nada de verdad en la leyenda de las tiras cómicas de un hombre primitivo que jalaba a su mujer por el cabello, la amenazaba con un garrote si se negaba a sus insinuaciones y la arrastraba jadeante hasta su cueva. En la antigua Mallorca ¾la isla donde he construido mi hogar desde hace más de treinta años¾ las mujeres, no los hombres, construyen sus cuevas. Según Estrabón, el historiador clásico, si el hombre se sentía muy fuerte en una relación, la mujer simplemente decía: “¡vete y llévate tus cosas contigo!” Y se tenía que ir. De cualquier forma, los niños eran de ella.
Para entender un poco a las mujeres verdaderas se debe pensar desde una era primitiva, cuando los hombres invariablemente trataban a las mujeres como el sexo más sagrado, pues sólo ellas eran capaces de perpetuar a la humanidad. Las mujeres eran las únicas agricultoras, guardianas de la primavera, de los árboles frutales y del sagrado corazón del fuego, y vivían sin que les afectara ninguna noción de progreso. Las reinas tribales nunca pensaron en términos de un horizonte histórico temporal, sólo pensaban en las estaciones del año. Juzgaban cada situación según lo ameritaba, no por un código legal, como aún lo hace una mujer real, y mostraban poca atención a los inventos mecánicos o al comercio. Las oportunidades de descubrimientos, o las nuevas técnicas en artes y artesanías eran bienvenidas, siempre y cuando no trastornaran la economía tribal, ni influyeran demasiado en el comportamiento de las personas.
Era tarea de la reina impedir que los hombres otorgaran más importancia a su ambición intelectual que al sentido común, como todavía es tarea de la mujer cuestionar a su marido: “¿de verdad debes matarte haciendo dinero? Con ese ritmo tendrás trabajo por los siguientes cinco años, ¿disfrutas de tu martirio?” Pero él no escucha estas palabras, porque las presiones sociales lo obligan a abandonar a su familia hasta la muerte.
La historia comienza con el surguimiento del dominio de las reglas del hombre sobre la mujer, con las reglas del hombre sobre el dominio femenino. Por fin, los hombres habían descubierto que una mujer no puede concebir sin su ayuda, y cavilaron sobre las sorprendentes implicaciones de este hecho. Después de largas conversaciones, que sostuvieron entre ellos a escondidas, acordaron que debían reclamar su libertad. Se preguntaron: “¿Por qué la descendencia debe ser considerada en línea femenina y no masculina? ¿Por qué en el matrimonio, el hombre se va a la casa de la mujer y no al revés? ¿Por qué la mujer, y no un hombre, siembra el maíz? ¿Por qué las mujeres controlan la tribu? ¿No son los hombres los verdaderos criadores, los sembradores, el sexo más sagrado, el más fuerte?” Así, en el hábito masculino de razonar sobre hechos irrelevantes, en vez de confiar en la sabiduría práctica de las mujeres, inició la guerra entre los sexos que lastramos desde entonces.
Gradualmente, los hombres usurparon las prerrogativas de las mujeres, en la agricultura, la magia, las artesanías, la guerra y el gobierno. Las amazonas no son una mera invención. La historia está sintetizada en un mito griego: cómo la diosa Hera se apiadó de un palomo común abandonado, al que calentó en su pecho. Este pájaro era un disfraz del hermano de Zeus, quien la humilló y la violó, apoderándose del cetro y el trono. Después, cuando Hera y su linaje se rebelaron contra Zeus, él la colgó de la bóveda del cielo con un yunque atado a cada pie.
Los hombres consolidaron su victoria. Reconocieron la descendencia en la línea masculina, llevaron a las mujeres a vivir a sus cuevas, inventaron los años históricos, los códigos legales, los pesos y las medidas, los ejércitos permanentes, la ingeniería, la lógica y la filosofía. Con el pretexto de proteger al sexo débil, colocaron a la mujer bajo la tutela masculina. Desde entonces, las mujeres deben servir a las necesidades domésticas del padre o del marido, como si fueran espiritual y mentalmente inferiores a él.
Los mitos griegos recuerdan las ocasiones dramáticas de protesta contra esa situación: cómo las cincuenta danaides acribillaron a sus maridos, a los hijos de Egipto, en la noche nupcial, y fueron enviadas al infierno por cometer ese crimen; cómo las mujeres lemnianas asesinaron a los suyos por importar concubinas de Tracia; cómo las amazonas atacaron Atenas… Pero, por regla general, la guerra de los sexos se pelea esporádicamente en la casa, entre el padre y la hija, la esposa y el marido, la suegra y el yerno. Sólo en regiones aisladas, como Galicia, Mallorca o los Pictos de Escocia, se conservan tradiciones matriarcales.
Puede ser muy inquietante saber por qué las mujeres reales de aquellos días permitieron que sucediera todo esto. La única razón que podría sugerir es que ellas pensaron mucho más allá de los hechos. El hombre tenía cierta capacidad intelectual subdesarrollada, pero sería un error negarle pleno uso de razón, por lo que las mujeres se sentaron con paciencia y se prepararon para otorgarles libertades durante algunos cientos o miles de años. Sólo a través de una larga serie de experimentos desastrosos, el hombre sentiría los terribles errores de su obstinación. A la larga, él regresará a ellas para continuar con su dependencia voluntaria y disciplinada.
Los sacerdotes de los nuevos dioses masculinos modificaron incluso el mito de la diosa única, creadora del mundo, al asignarle un asistente masculino. Y en el Génesis, libro relativamente tardío, Jehovah creó por sí mismo al mundo entero, ¡y Eva, la primera mujer, nació de la costilla del hombre! Se añade que la desobediencia de esta mujer a Dios, hizo que el hombre cayera y pecara. En los hechos, la historia está basada en un retruécano hebreo: la misma palabra significa “costilla” y “hacer caer”. De acuerdo con Hesiodo, en un mito griego contemporáneo, una mujer inquieta llamada Pandora abrió un frasco divino que le fue confiado y liberó sobre la humanidad todos los males que nos afligen desde entonces. Originalmente, Eva era el título de la creadora única, como también lo fue Pandora.
Con la aparición del poder hombre comenzó el crecimiento económico que provocó la emancipación de las mujeres, porque las hijas adultas no podían permanecer ociosas en casa, convertidas en un lastre para los padres hasta casarse. Las exigencias de la industrialización primitiva crecían, y con las salvaguardas morales apropiadas, ellas podían ocupar los vacíos, cada vez mayores, de la fuerza de trabajo. Entonces, las mujeres podían generar y mantener su propio patrimonio, incluso se mudaban a sus propias casas y se les otorgaba una “franquicia”, que en sus orígenes significaba “libertad de ser un siervo”, y no había necesidad de mostrarle a los hombres gratitud por esa liberalidad.
La libertad de las mujeres aún era limitada, pues permanecían como ciudadanas de segunda clase, como personal auxiliar masculino, impedidas de ocupar los cargos más altos, y nunca llegarían a donde están ahora, tan rápido, sino fuera por las dos guerras mundiales y los inventos masculinos sin amor: las ametralladoras, los submarinos, los bombarderos y el reclutamiento militar universal.
Paradójicamente, es más fácil ser una mujer real en los reductos del cristianismo, del islamismo o del hinduismo, donde los códigos morales no cambiaron durante siglos, que en las grandes urbanizaciones de Europa o de Estados Unidos de Norteamérica. Allá, ellas saben cuál es el papel que deben desempeñar y pueden proteger su dignidad innata. Si bien el marido, como jefe de familia, toma las decisiones, nunca se atrevería a ignorar sus gestos de protesta. Entre los campesinos de Mallorca, que viven más allá del alcance del turismo, ningún hombre pensaría en comprar o vender, así fuera solo una gallina, sin la aprobación de la esposa, siempre llamada la señora, guardiana titular de la casa.
¿Qué es la casa? En la antigüedad era el asentamiento del clan, un campo o una villa, donde los hombres tenían camaradas y las mujeres chismoseaban y los niños corrían en bola. Donde una feliz relación mujer-hombre podía existir en un sitio acogedor, lejos del bullicio comunal.
Ahora, entre nosotros, los occidentales, debido a la insistencia celosa del hombre por la privacidad marital, la casa se encogió: de asentamiento a hacienda, de allí a cabaña, luego a edificio de departamentos o una residencia con tres habitaciones y cocineta y el usual cuarto de servicios…, en fin, un enorme bloque residencial lleno de extraños. La ama de casa posee máquina de lavar ropa, teléfono, televisión, refrigerador, cocina eléctrica, carro y portón eléctrico, y para pagar los costos de todo eso, el marido debe trabajar la semana completa. Pero ella no se arrepiente (porque nunca lo conoció) de no tener el feliz compañerismo de los días de la bisabuela: criar abejas y colectar la miel, el fin de semana tomar un paseo con los primos en el campo para bañarse en los arroyos, echando una mano con la esquila y la cosecha, partiendo el jamón y preparando pepinillos, con rondas de baile y cantos, jugando bromas sencillas. Pero ninguna mujer real puede aceptar la situación actual.
La lógica del hombre va a caer. La mayoría de las veces, el tedio empuja a la mujer casada de regreso al empleo (cuando puede dejar a los hijos en una guardería), a la infidelidad o al psicoanalista. La casa es la casa sólo un par de días a la semana. Es por ello que, desde las ideas paternalistas de algunas empresas, se contrata a un par de profesores de sociología que ayudan a ubicar a los empleados en un vecindario sano en los suburbios, donde los estándares de buen gusto y de respetabilidad de la compañía deben regir sus vidas.
El marido obedece al jefe, la esposa al marido y mantiene una relación amigable con la esposa de cada uno de sus compañeros. Los esposos viven encadenados a un trabajo bien remunerado del que el marido ya no debe desplazarse, para mantener esa casa, el jardín y la piscina, por los hijos, por la esperanza de progreso y por la perspectiva de una pensión. Cualquier signo de incumplimiento se puntúa en contra de ambos. Ninguna mujer real puede aceptar esta situación tampoco.
Las posibilidades de cambiar socialmente las cosas, muchas veces están enmascaradas bajo el dudoso nombre de la caridad. Esta es una características de la mujer real: no soporta los actos públicos de las instituciones de caridad, porque no conoce a las personas que aportan el dinero, ni tiene garantías de que ese dinero se distribuye de manera apropiada. Ella está dispuesta a ayudar si conoce las necesidades de quien solicita ayuda, o porque la inspiran los valores de la amistad, no por pena. Nunca se encontrará en un club de bridge o en un coctel. El bridge, a final de cuentas, es una disputa por dinero entre jugadores individuales que no puede sustituir el buen humor de un día festivo, como un coctel tampoco puede propiciar el alboroto interno de un enjambre de abejas.
Una mujer fuerte toma ventajas del estado artificial de las cosas, para explotar las insatisfacciones latentes de los maridos. Una de ellas, un día me dijo:
— ¡Sí, puedes llamarme perra codiciosa, voluble, perezosa, traicionera y derrochadora! Eso es verdad en buena parte del tiempo, pero no es toda la verdad. De hecho, me he entregado a mí misma y a nadie más. Mi belleza es mía, y la cuido bien. Si elijo un amante, al afortunado no le concedo ningún derecho sobre mí, y si es sensato, no reclamará ninguno. Es como desmantelar una casa, ¡nadie puede hacerlo a menos que ya esté resquebrajada!
A una mujer real le gusta elegir ella misma las cosas bellas de su pertenencia. Prefiere una jarra sin asas, una silla con buen respaldo, el colchón en el suelo y una mesa de buen gusto, por encima de los consejos de un decorador de interiores. La balada del siglo XVIII “Sally en nuestro callejón”, dice:
Su padre vende redes de col
Que por las calles lamenta gritando.
Su madre vende encajes largos
A quien quiera comprarlos.
¿Quién pensaría que tales sinvergüenzas
Podrían engendrar,
Una niña tan dulce como Sally?
Ella es la querida de mi corazón
Y vive en nuestro callejón.
El amante de Sally era un joven convencional, honesto e idealista aprendiz londinense, que aspiraba a ser un maestro artesano, un mercader ambulante y, finalmente, un rico comerciante que tal vez llegara a alcalde:
¡Oh! Entonces tendré un poco de dinero,
Lo guardaré en una caja que con todo
El cariño a Sally le daré…
Y cuando siete años hallan pasado,
¡Oh!, entonces me casaré con Sally.
¡Ay!, después de casarnos, nos acostamos,
¡Pero en nuestro callejón, no!
Ese callejón arruinado y fétido era un asentimiento de habitantes unidos por la pobreza común, la vagancia, los pleitos, el humor y el odio contra los terratenientes y la policía. Pero ningún conjunto habitacional bien planeado podría competir con ese espíritu que siempre tuvo Sally para sobrevivir. De 1940 a 1943, el bombardeo alemán arrasó con lo que quedaba de esos callejones, y esos sitios ahora están ocupados por grandes bloques de oficinas. La última Sally quedó encerrada en la caja de una vida suburbana, una de las tantas construidas con el mismo diseño y colocadas en filas paralelas, añorando regresar a la pobreza, el vicio, la suciedad…, y hasta los bombardeos.
El matrimonio, como el dinero, todavía está con nosotros; y como el dinero, poco a poco pierde su valor. El desenlace de estas dos invenciones masculinas se acerca cada vez más. En un principio, el casamiento significaba la venta de una mujer de un hombre a otro. Ahora, la mayoría de las mujeres se venden, aunque la mercancía no se entregue con la boleta de una factura fiscal. En promedio, la esposa es cinco años menor a su marido y, en términos estadísticos, vive más tiempo. Así, de forma progresiva, el poder del dinero pasa a manos de las mujeres. Además de eso, la legislación del divorcio forjada por legisladores corruptos en disputas maritales, favorece de manera descarada a las esposas. En los mayoría de los procesos de divorcio, figuran jóvenes rivales. Si bien los cónyuges raramente actúan coludidos, comparten el anticuado punto de vista sobre la honrosa institución del matrimonio, creyendo que los favorece a los dos. Las mujeres fuertes aceptan el matrimonio por necesidad, sin intención de mantener las obligaciones impuestas por el mismo matrimonio. Los maridos, encantados, nunca sabrán qué los unió.
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*Carlos Ramírez Vuelvas (Colima, México, 1981). Licenciado en Letras y Periodismo por la Universidad de Colima, maestro en Letras mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México, con mención honorífica y doctor en Letras hispanoamericanas por la Universidad Complutense de Madrid, con mención cum lauden. Ha escrito los libros de poesía Los contradioses y Ha llegado el verano a casa. Algunos de sus poemas aparecen en antologías, como: Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes de México, El oro ensortijado. Poesía viva de México y Antología general de la poesía mexicana, entre otros. Además, autor de los libros de ensayo Full zone y Mexican drugs. Ha recibido el Premio Estatal de Poesía de Colima, mención honorífica del Premio de Poesía Punto de Partida de la UNAM, el Premio Nacional de Poesía Tijuana y el Premio Internacional de Ensayo Caja Madrid. También fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, del Programa de Mejoramiento al Profesorado y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.