René Char

Artina y otros textos

 

 

(Versiones al español de Aldo Pellegrini)

 

 

Los soles canoros

La desapariciones inexplicables
Los accidentes imprevisibles
Los infortunios quizá excesivos
Las catástrofes de todo orden
Los cataclismos que ahogan y carbonizan
El suicidio considerado crimen
Los degenerados intratables
Los que se enrollan en la cabeza un delantal de herrero
Los ingenuos de primera magnitud
Los que colocan el féretro de su madre en el fondo de un pozo
Los cerebros incultos
Los sesos de cuero
Los que invernan en el hospital y conservan la embriaguez
de las ropas desgarradas
La malva de las prisiones
La ortiga de las prisiones
La higuera nodriza de ruinas
Los silenciosos incurables
Los que canalizan la espuma del mundo subterráneo
Los enamorados en éxtasis
Los poetas excavadores
Los que asesinan a los huérfanos tocando el clarín
Los magos de la espiga
Imperan temperatura benigna alrededor de los
sudorosos embalsamados del trabajo.

 

 

La lujuria

El águila ve como se borran gradualmente las huellas de la memoria helada
La extensión de la soledad hace apenas visible la presa que huye
A través de cada una de las regiones
Donde uno mata donde a uno lo matan libremente
Presa insensible
Proyectada indistintamente
Más acá del deseo y más allá de la muerte

El soñador embalsamado en su camisa de fuerza
Rodeado de utensilios efímeros
Figuras que se desvanecen apenas formadas
Su revolución celebra la apoteosis de la vida que declina
La desaparición progresiva de las partes lamidas
La caída de los torrentes en la opacidad de las tumbas
Los sudores y malestares que anuncian el fuego central
Y finalmente el universo con todo su pecho atlético
Necrópolis fluvial
Después del diluvio de los rabdomantes

Ese fanático de las nubes
Tiene el poder sobrenatural
De desplazar a considerables distancias
Los paisajes habituales
De romper la armonía acumulada
De tomar irreconocibles los lugares fúnebres
Al día siguiente de los homicidios provechosos
Sin que la conciencia originaria
Se cubra con el deslizamiento purificador del suelo.

 

 

Artina

Al Silencio de aquella que permite soñar

En la cama que me prepararon había: un animal sanguinolento y maltrecho
del tamaño de un bollo, un caño de plomo, una ráfaga de viento, un molusco
helado, un cartucho sin pólvora dos dedos de un guante, una mancha de aceite;
no había una puerta de prisión, pero sí el sabor de la amargura, un diamante
de vidriero, un pelo, un día, una silla rota, un gusano de seda, el objeto robado,
una presilla de sobretodo, una mosca verde domesticada, una rama de coral,
un clavo de zapatero, una rueda de ómnibus.

Ofrecer un vaso de agua al paso de un caballero que se lanza a rienda suelta en un
hipódromo invadido por la multitud supone, de una y otra parte, una falta absoluta
de habilidad; Artina traía a los espíritus que visitaba esa aridez monumental.

El impaciente se daba perfecta cuenta de la clase de sueños que en adelante
frecuentarían su cerebro, sobre todo en el dominio del amor cuya actividad
voraz se manifestaba de ordinario fuera de la época sexual. La asimilación
alcanzaba su desarrollo en la noche profunda de los invernaderos herméticamente
cerrados.

Artina cruzó sin dificultad el nombre de una ciudad. Es el silencio que hace surgir
el sueño.

Los objetos designados y reunidos con el nombre de naturaleza-concreta forman
parte del escenario en el cual se desarrollan los actos de erotismo de las series fatales,
epopeya cotidiana y nocturna. Los ardientes mundos imaginarios que circulan sin
interrupción por la campiña en la época de las cosechas tornan el ojo agresivo y la
soledad intolerable para aquel que dispone del poder de destrucción. En los
cataclismos extraordinarios, resulta directamente preferible apelar sin reservas a ellos.

El estado de letargo que precedía a Artina suministraba los elementos indispensables
para la proyección de impresiones sorprendentes sobre la pantalla de ruinas flotantes:
edredones llameantes precipitados en el insondable abismo de tinieblas en perpetuo
movimiento.

Artina conservaba a despecho de los animales y de los ciclones una inagotable frescura.
Al andar adquiría una transparencia absoluta.

Por más que surja en medio de la más activa depresión el aparejo de la belleza de Artina,
los espíritus curiosos no dejan de ser espíritus furiosos, los espíritus indiferentes, espíritus
extremadamente curiosos.

Las apariciones de Artina superaban el marco de esas comarcas de sueño donde el pro
y el pro están animados de igual y asesina violencia. Ellas evolucionaban en los pliegues de
una seda quemante poblada de árboles con hojas de ceniza.

El carruaje de caballos lavado y renovado superaba casi siempre al departamento tapizado
con salitre cuando se trataba de acoger en una velada interminable a la multitud de los
enemigos mortales de Artina. El semblante de leña muerta era particularmente odioso.
La carrera jadeante de dos enamorados al azar de los grandes caminos se volvía de golpe
una distracción suficiente para permitir que el drama se desarrollara, de nuevo, a cielo
abierto.

A veces una maniobra imprudente hacía caer sobre la garganta de Artina una cabeza que
no era la mía. El enorme bloque de azufre se consumía entonces lentamente, sin humo,
presencia de por sí e inmovilidad vibrante.

El libro abierto sobre las rodillas de Artina sólo era legible en los días lóbregos. A intervalos
regulares los héroes acudían a informarse de las desgracias que de nuevo se abatirían sobre
ellos, de las sendas múltiples y terroríficas por las cuales sus irreprochables destinos se
empeñarían nuevamente. Sólo preocupados por la Facultad casi todos tenían un aspecto
agradable. Se desplazaban lentamente, se mostraban poco locuaces. Expresaban sus deseos
mediante amplios e imprevistos movimientos  de cabeza. Parecía además que se ignoraban
totalmente unos y otros.

El poeta ha asesinado a su modelo.

Artine

René Char (Francia, 1907 – 1988). Es considerado uno de los poetas franceses más importantes del siglo XX. En 1930 firma el Segundo manifiesto surr ... LEER MÁS DEL AUTOR