

Presentamos tres textos claves del renombrado autor cubano.
Reinaldo Arenas
A VECES EN LAS TARDES DE OPTIMISMO
A veces en las tardes de optimismo
un ave azul surca la ladera,
y alegres imaginamos que al abismo
alguien llegó para llevarnos fuera.
Incoherentes gritamos hasta el paroxismo
(el más audaz enarbola una bandera).
Otra vez las palabras honor, guerra, civismo,
hasta que suena la metralla artera.
Y en medio del estupor quien mire al cielo
solo verá planear su desconsuelo.
El pájaro azul no es más que un espejismo
que se esfuma ya tras la barrera,
y quedamos aquí, siempre lo mismo,
sin poder respirar ni ver afuera.
EL OTOÑO ME REGALA UNA HOJA
El otoño me regala una hoja.
Con temblor que imagino suplicante
acaba de caer junto a mí.
Última llama que se disuelve,
una hoja reclama mi atención más exacta,
mi más desprendida devoción.
El otoño me regala una hoja.
Remota fragancia, final rubor,
no tiene otra rama que la improbable mirada de un transeúnte,
no cuenta con otra salvación que mi despedida.
Una hoja
desesperadamente pretende instalarse en mi pecho.
Quiere el leve saludo del vagabundo,
la hermana mirada del condenado,
la cálida complicidad de la maldición.
¿Pero qué puedo hacer con ella
si mi temeraria vida de profesor visitante
apenas si me permite coleccionar libros de texto?
Indiferente a mis justificaciones,
frágil y terca como la esperanza,
pide ser acogida por mis dedos.
¿Pero qué puedo hacer con este espectro
que ante mí empalidece desprendido del árbol vital?
Por otra parte,
yo me especializo en literatura cubana del siglo 19.
No sé de botánica.
El otoño me regala una hoja
que sin mayores trámites se apodera de mí
y convertida ya en hoja de papel
me obliga a dibujar en ella mi autorretrato.
El otoño me regala una hoja
—una hoja blanca de papel—,
patria infinita del desterrado
donde todas las furias se arremolinan.
El otoño me regala una hoja.
CUANDO LE DIJERON
Cuando le dijeron que estaba vigilado,
que por las noches cuando él salía
alguien con una experta llave entraba en la habitación
y hurgaba en los frascos de aspirina
y en los consabidos, indiferentes libros;
cuando le dijeron que decenas de policías
en su honor trajinaban,
que habían logrado sobornar a sus familiares más allegados,
que sus amigos íntimos
ocultaban tras los testículos mínimas libretas
donde anotaban sus silencios y comas,
no sintió miedo,
pero sí cierta sensación de fastidio
que al instante supo controlar:
No van a lograr, se prometió, que me considere importante.