Reina María Rodríguez

Al menos así lo veía a contraluz

 

 

 

 

 

dos veces son el mínimo

 

aquí media luz; afuera, la mañana.

miro por la abertura de la media negra

que hace un ángulo exacto con mi pie que está

arriba. un mundo que me interesa

aparece por la cicatriz: un deseo que me interesa

rehusando la prudencia.

los ruidos bajo el sol entrada la mañana.

por la abertura en triángulo del muslo hasta el pie en tu boca

hay un canal.

la total ausencia de intención de este día,

un día en que uno se expone y luego enferma.

un día formando un gran arco entre el dedo que roza

el labio y la media.

dos veces son el mínimo de confianza

para lograr la ilusión. yo, al amanecer,

estaba junto a la ventana (era la única imagen

en la que podría refugiarme) me acercaba para no llegar

y estar convencida -nunca reafirmada-

«como si, para mí, tú, la otra, te abrieras, o te rompieras,

del modo más suave contra el alféizar».

(las palabras siempre son de algún otro, se prestan

para consolar a la sensación que también

viene de allá afuera, incontrolable) otra cosa

es lo que yo hago con ellas aquí adentro:

las caliento escuchando bien un sonido que me revela la tonalidad

de lo que expongo (una ilusión) de ser aquella

que algo vio en el triángulo cuya cúspide es tu boca

absorbiendo también de la sustancia.

yo sólo me aproximaba a la ventana

-escritora nómada- que mira con devoción

en vez de coger a ciegas (la primera vez) sabe que

dos veces son el mínimo de vida de ser.

júrame que no saldremos del «territorio del poema» esta vez

que si estrujo y pierdo en el cesto de los papeles

este cuerpo

no voy a renacer al espectáculo. estamos juntos

en el diseño con tinta de un día que no es verdadero

Porque osa comprimirse en la línea del encanto.

-de la cintura hacia arriba está la carne, el día.

de la mitad inferior del tronco (abajo) media negra hasta la noche, el fin.

júrame que no saldremos de aquí

una casa prestada con ventanas que miran hacia el mar de papel

donde nos desnudamos, rodamos, prestamos, palabras para lavar

y volver a teñir en el crepúsculo. era mi cuerpo ese

promontorio que tú colocabas al derecho, al revés,

sobre el piso de mármol?

fue esa tumba siempre, los ojillos de los poros

como gusanos olfateando mis pensamientos

para nada?

yo siempre quise ver lo que tú mirabas

por la abertura del triángulo

(ser los dos a la vez) algo doble en el mismo sitio

de los cuerpos y en los pies, longitudes distintas

«para aquel contacto de una suavidad maravillosa».

 

dos veces son el mínimo de la vida de ser.

yo, una vez más, ensayo la posibilidad de renacer

(de la posteridad ya no me inquieta nada).

 

 

 

 

la isla de wight

 

yo era como aquella chica de la isla de Wight

-el poema no estaba terminado

era el centro del poema lo que nunca estaba terminado-

ella había buscado

desesperadamente

ese indicio de la arboladura.

había buscado…

hasta no tener respuestas ni preguntas

y ser lo mismo que cualquiera

bajo esa indiferencia de la materia

a su necesidad, el yo se agrieta.

(un yo criminal y lúdico que la abraza

a través de los pastos ocres y resecos del verano).

ella había buscado “la infinitud azul del universo en el ser”.

-lo que dicen gira en torno a sus primeros años

cuando el padre murió sin haber tenido demasiado

conocimiento del poema-.

sé que esa mentira que ha buscado

obtiene algún sentido al derretirse

en sus ojos oscuros, ha buscado el abrupto sentido del sentir

que la rodea.

(un poema es lo justo, lo exacto, lo irrepetible,

dentro del caos que uno intenta ordenar y ser)

y lo ha ordenado para que el poema no sea necesario.

despojada del poema y de mí

va buscando con su pasión de perseguir

la dualidad. ha perdido, ha buscado.

ha contrapuesto animales antagónicos que han venido a morir

bajo mi aparente neutralidad de especie,

un gato, un pez, un pájaro… sólo provocaciones.

-te digo que los mires-

para hallar otra cosa entre esa línea demoledora de las formas

que chocan al sentir su resonancia.

-también aquí se trata del paso del tiempo,

de la travesía del mar por el poema-

a donde ellos iban, los poemas no habían llegado todavía.

yo era como aquella chica de la isla de Wight

había buscado en lo advenedizo

la fuga y la permanencia de lo fijo y me hallo

dispuesta a compartir con ella a través de las tachaduras

si el poema había existido alguna vez materialmente

si había sido escrito ese papel

para conservar el lugar de una espera.

 

 

 

 

al menos así lo veía a contraluz

Para Fernando García

he prendido sobre la foto una tachuela roja.

-sobre la foto famosa y legendaria-

el ectoplasma de lo que ha sido,

lo que se ve en el papel es tan seguro

como lo que se toca. la fotografía

tiene algo que ver con la resurrección.

-quizás ya estaba allí

en lo real en el pasado

con aquel que veo ahora en el retrato.

los bizantinos decían que la imagen de Cristo

en el sudario de Turín no estaba hecha

por la mano del hombre.

he deportado ese real hacia el pasado;

he prendido sobre la foto una tachuela roja.

a través de esa imagen (en la pared, en la foto)

somos otra vez contemporáneos.

la reserva del cuerpo en el aire de un rostro,

esa anímula, tal como él mismo,

aquel a quien veo ahora en el retrato

algo moral, algo frío.

era finales de siglo y no había escapatoria.

la cúpula había caído, la utopía

de una bóveda inmensa sujeta mi cabeza,

había caído.

el cristo negro de la Iglesia del Cristo

-al menos, así lo veía a contra luz-

reflejando su alma en pleno mediodía.

podía aún fotografiar al Cristo aquel;

tener esa resignación casual

para recuperar la fe.

también volver los ojos para mirar las hojas amarillas,

el fantasma de árbol del Parque Central,

su fuente seca.

(y tú que me exiges todavía alguna fe).

mi amigo era el hijo supuesto o real.

traía los poemas en el bolsillo

del pantalón escolar.

siempre fue un muchacho poco común

al que no pude amar

porque tal vez, lo amé. la madre (su madre),

fue su amante (mental?)

y es a lo que más le temen.

qué importa si alguna vez se conocieron

en un plano más real.

en la casa frente al malecón, tenía aquel

viejo libro de Neruda dedicado por él.

no conozco su letra, ni tampoco la certeza.

no sé si algo pueda volver a ser real.

su hijo era mi amigo,

entre la curva azul y amarilla del mar.

lo que se ve en el papel es tan seguro

como lo que se toca. (aprieto la tachuela roja,

el clic del disparador… lo que se ve no es

la llama de la pólvora, sino el minúsculo relámpago

de una foto).

el hijo, (su hijo) vive en una casa amarilla

frente al malecón -nadie lo sabe, él tampoco lo sabe-

es poeta y carpintero.

desde niño le ponían una boina

para que nadie le robara la ilusión de ser,

algún día, como él.

algo en la cuenca del ojo, cierta irritación;

algo en el silencio y en la voluntad

se le parece, entre la curva azul

y amarilla del mar.

-dicen que aparecieron en la llanura

y que no estaba hecha por la mano del hombre-

quizás ya estaba allí, esperándonos.

la verosimilitud de la existencia es lo que importa,

pura arqueología de la foto, de la razón.

y tú que me exiges todavía alguna fe).

el Cristo negro de la Isla del Cristo sigue intocable,

a pesar de la falsificación que han hecho

de su carne en la restauración;

la amante sigue intocable

y asiste a los homenajes en los aniversarios;

(su hijo), mi amigo, el poeta, el carpintero de Malecón,

pisa con sus sandalias cuarteadas

las calles de La Habana;

los bares donde venden un ron barato a granel

y vive en una casa amarilla

entre la curva azul y oscurecida del mar.

que importancia tiene haber vivido

por más de quince años tan cerca del espíritu de aquel,

de su rasgo más puro, de su ilusión genética,

debajo de la sombra corrompida

del árbol único del verano treinta años después?

si él ha muerto, si él también va a morir?

no me atrevo a poner la foto legendaria sobre la pared.

un simple clic del disparador, una tachuela roja

y los granos de plata que germinan

(su inmortalidad)

anuncian que la foto también ha sido atacada

por la luz; que la foto también morirá

por la humedad del mar, la duración;

el contacto, la devoción, la obsesión

fatal de repetir tantas veces que seríamos como él.

en fin, por el miedo a la resurrección,

porque a la resurrección toca también la muerte.

sólo me queda saber que se fue, que se es

la amante imaginaria de un hombre imaginario

(laberíntico)

la amiga real del poeta de Malecón,

con el deseo insuficiente del ojo que captó

su muerte literal, fotografiando cosas

para ahuyentarlas del espíritu después;

al encontrarse allí, en lo real en el pasado

en lo que ha sido

por haber sido hecha para ser como él;

en la muerte real de un pasado imaginario

-en la muerte imaginaria de un pasado real-

donde no existe esta fábula, ni la importancia

o la impotencia de esta fábula,

sin el derecho a develarla

(un poema nos da el derecho a ser ilegítimos en algo más

que su trascendencia y su corruptibilidad).

un simple clic del disparador

y la historia regresa como una protesta de amor

(Michelet)

pero vacía y seca. como la fuente del Parque Central

o el fantasma de hojas caídas que fuera su árbol protector.

ha sido atrapada por la luz (la historia, la verdad)

la que fue o quiso ser como él,

la amistad del que será o no será jamás su hijo,

la mujer que lo amó desde su casa abierta,

anónima, en la página cerrada de Malecón;

debajo de la sombra del clic del disparador

abierto muchas veces

en los ojos insistentes del muchacho

cuya almendra oscurecida

aprendió a mirar

y a callar

como elegido.

(y tú me exiges todavía alguna fe?)

 

Reina María Rodríguez (La Habana, Cuba, 1952). Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de La Habana. Considerada una de las voces más import ... LEER MÁS DEL AUTOR