Cielo abajo
CIELO ABAJO
Son los últimos minutos del atardecer del lunes 10
de septiembre de 1973 y los desfiles comenzaron
hace menos de una hora. Por un momento las
columnas parecieron detenerse bajo el incendiado
cielo y un instante después, el estallido de las
consignas y cantos inundó las calles. Al frente,
interminable, el pedrerío reseco del Pacífico se
alarga hasta perderse en el horizonte y sé que
alguien que tal vez contuvo mis rasgos, es decir,
que contuvo un insomnio, un determinado
nerviosismo, una manera de hablar, reconoció entre
las trituradas piedras los bordes de un puerto,
Valparaíso, luego el frontis de una universidad (y
pegadas a ella las imágenes rotas de una vida: una
carrera de ingeniería, unos estudiantes haciendo
girar sus linchacos, la enloquecedora blancura de
unas rompientes cubriendo el roquerío) y, de golpe,
el sonido del viento surcando la aridez infinita de la
tierra. ¿Sucedió hace unos segundos? ¿Hace
millones de años? ¿Hace apenas un día? Alzo los
ojos. Inmóvil, el inmenso cielo rojo flota sobre la
multitud que también se ha detenido y mira con
frío, con temor, con sueño, el desahuciado atardecer.
CIELO ABAJO
Tengo 52 años y he llegado hasta aquí porque mi
vida es vacía. La música del polaco del piso de
arriba se ha vuelto cada vez más estridente y los
golpeteos de sus zapatos siguiendo el ritmo
resuenan en el techo acompañándome. Llevo un
mes en Berlín, desde un 18 de marzo, año 2002
exactamente, en un departamento de la DAAD
de paredes muy altas, desnudas y blancas, y hace
un rato empecé a teclear estos recuerdos mientras
afuera la primavera tarda. No sé por qué lo hago.
El desierto se extiende perdiéndose en la lejanía y
el cielo del atardecer se va doblando sobre él con
una lentitud majestuosa, inmemorial, como si
nunca hubiera sido hollado por una mirada. Abajo,
las petrificadas huellas de los convoyes militares
se remarcan en el lecho reseco del río, donde los
restos calcinados de miles de camiones cisterna
recuerdan un pasado demasiado remoto donde
algo como unos seres habían vivido: mi madre
Ana Canessa, mi hermana Ana María, Josefina
Pessolo -Veli- la madre de mi madre, todos
olvidados en la arena. Diré también mi nombre
porque me desprecio y los desprecio: Raúl Zurita.
CIELO ABAJO
Aplastadas bajo la luz del atardecer, todavía pueden
verse las huellas de un puente roto y más allá, las
líneas cuadriculadas donde estuvieron unas calles,
unas casas y luego lo indescriptible: incontables
camiones cisterna descuartizados sobre el lecho
reseco del río junto a los surcos que dejaron a su
paso las orugas de los blindados. Distingo entonces
la cara de mamá entre el montón de piedras, luego
un tocador con un espejo, la ventana de una pieza,
y más allá los nombres de una calle, General del
Canto, y de una ciudad arrasada hace miles de años:
Santiago. La calle tal vez estuvo aquí, no lo sé.
Todos los puentes fueron dinamitados y los
trazados se interrumpen. Hay también unas rocas
trituradas flanqueando el cauce reseco y detrás el
sol que se va ocultando lentamente. Ha comenzado
a helar. Ella se pinta los labios frente el espejo y de
tanto en tanto me mira. Es una gran puesta de sol.
Alguien toca la bocina. Mamá se retoca por última
vez y sale. Por la ventana la miro subirse al
automóvil y luego el rápido fulgor de las luces
traseras hundiéndose en la oscuridad. Afuera el
desierto brilla como una inmensa poza azul y fría.
CIELO ABAJO
Como si fueran serpientes prehistóricas las huellas
surcan de sur a norte la sequedad de la tierra y
pronto se hundirán en la noche. Hondo es el pozo
del tiempo. Diré aquí que odio a José y sus
hermanos. Se fueron con mamá al funeral y me
dejaron solo. Que el desierto se trague a esos
primos mamá. Son pájaros de mal agüero. Como
buenos hijos de puta solo se ven en los funerales.
Vamos caminando en fila por un río de sal mamá.
Veli me lleva de la mano y yo llevo de la mano a
mi hermana. Son las salinas de Punta de Lobos y
entre sus moles blancas se ve el mar. Cada tanto
nos alejamos y nuestros brazos se alargan sin
soltarse. ¿Ves las huellas que dejaron los tanques
mamá? Parecen serpientes o ríos que se secaron.
El funeral partió al mediodía en la calle General
del Canto, pero de eso solo quedan unas piedras.
Vamos en fila siguiendo unas tumbas de sal y los
brazos se nos alargan sin soltarse. Nuestros brazos
son un río. Un río que igual se ha secado, mamá.
Te diré otro nombre que le he inventado a papá:
Finnegans, íbamos al funeral de Finnegans mamá.
CIELO ABAJO
Está atardeciendo y no despierto papá. Hace unas
horas los convoyes militares pasaron bordeando
el lecho del río y después torcieron hacia donde
antes estuvo el mar. Miss Rawlings me ha
acusado con mamá y no puedo despertar papá.
Dijo que era Veli la que me hacía los dibujos y
que yo era un bueno para nada. No es verdad y
ella es una cochina bruja. Las noticias fueron
interrumpidas y en la radio solo se escuchan
chirridos. Luego empezó el viento. El dibujo era
muy bonito, pintamos un campo con árboles
altos de todos los colores y en el medio el río.
Tomados de la mano, vamos con Veli caminando
por su orilla, pero han bombardeado todos los
puentes y no quedan más que las interminables
huellas de los convoyes alejándose y el viento
barriendo este mar de piedras. Miss Rawlings me
acusó y después me abofeteó delante de todo su
cochino colegio, pero no había más que piedras
y arriba el ulular del viento. Y yo no podía
dibujar solo montones de piedras, ¿verdad papá?
CIELO ABAJO
Mi abuelo, el padre de mi madre, partió dos días
después que papá. Le estaba contando a unos
compañeros de trabajo de la muerte de su yerno y
le dio un ataque al corazón, tenía 56 años, papá al
morir 31. Lo esperaban para que pudiese partir el
funeral y no llegó. Ahora mamá sale en las noches,
nos deja con mi abuela y no vuelve. Mi abuela
nos dice que mamá está loca y que se va a ir al
infierno. Una mañana, cuando regresó, empezaron
a gritar y a golpearse. Mamá contó que todas las
noches pasaba con José y sus hermanos en los
funerales de los hijos y nietos de ellos; Samuel e
Ismael, muertos entre sí peleándose a la madre,
Elías asesinado por amar a otro hombre, Ruth,
lapidada por las mujeres de sus amantes, Magog
despeñado después de violar y matar a su hija. El
último funeral fue de un nieto al que crucificaron
en lugar de ti, allí te empezaron los temblores, el
Parkinson, me dijo. Fue en la orilla de un río y la
cruz dividía el cielo en cuatro. Veli nos dice que
en todos los funerales han estado José y sus
hermanos y que papá era “buono”. José se pierde
en la fosa del tiempo como mi abuelo, como papá,
como todos nosotros. Se hace tarde y no has
vuelto mamá. Es el funeral de toda la tierra mamá.
CIELO ABAJO
Las moles rojizas de los farellones se alargan como
si fuesen los escombros de un enjambre de canales
y archipiélagos donde alguien podría reconocer los
restos del Pacífico. Imagino entonces el estrépito de
las olas y el frente de los farellones estrellándose
contra el océano. Mamá ha emergido de las
rompientes, lleva un bañador negro de una pieza y
el brillo del agua resalta aun más sus grandes
caderas. La abrazo y su cara de pronto se ha vuelto
seria. Una vez, quizás estuvo aquí el mar, el
laberinto de fiordos, canales y archipiélagos que
ahora se amontonan como pequeñas costras
blanquecinas entre las moles trituradas de estas
piedras. Todos los hijos deben violar a sus madres,
regresar a algo primordial y oscuro y entrar así a la
vida. Lo digo, pero hay algo que rompe el sueño y
lloro en la oscuridad esperando que vuelva. Atrás
hay una fila de vestidores de playa pintados con
franjas verdes y blancas y el viento bate con furia
sus puertas abiertas. Nos debatimos en la arena y
cuando he logrado arrancarle el traje de baño su
imagen se pulveriza contra los grandes farellones
rojos que atraviesan la aridez infinita de la tierra,
su soledad, su crueldad. No hay que olvidar nada.
CIELO ABAJO
Conocí un botero que surcó todos los cursos de los
ríos Michimahuida, Futaleufú, Amarillo y Espolón,
sur de Chile, Amén. Él decía que tantos nombres
como la vida tienen los ríos y que por sus corrientes
se iban las almas remontando y arrepintiéndose
hasta que daban con el remanso del océano final y
Amén. Eso eran para él ese enjambre de aguas,
ahora solo resecos surcos de piedras horadados en
la enormidad desnuda. En la helada, inabarcable
enormidad desnuda de un lejano planeta azuloso
girando en la noche. Abajo, proyectados sobre la
pantalla de un cine al aire libre un pelotón de
soldados que todavía no saben que están muertos
salen de un túnel y se reportan. Es el film Sueños
de Akira Kurosawa, y la que entonces era mi pareja
me toma la mano mientras llora en silencio. Vamos
remontando el torrente sin poder detenernos nunca
porque no hay remanso para los perdidos. Levanto
la vista desde la pantalla y veo el planeta azuloso,
el lejano montón azuloso y muerto que gira en la
congelada noche. Corte. Veré Sueños, pero será
infinitos años después. Ahora es el atardecer del
lunes 10 de septiembre de 1973 y atrás la
primavera avanza como si aun fuese posible el
amor. Adelante, el océano lame los escombros
amontonados desde hace milenios sobre la playa.