Sueños para Kurosawa
SUEÑO 390/ A KUROSAWA
Vivo desde hace tres semanas en un departamento
de la calle Storkwinkelstrasse, en el cuarto piso de
un edificio de los años 20 que se salvó de los
bombardeos y he comenzado a soñar. La laguna es
amarillenta y entre los muros de sal que la bordean
se ve el océano. La playa se llama Punta de lobos y
las salinas están detrás. Recorremos la laguna en un
bote guiados por un remero descalzo y escucho el
sonido de las rompientes estallando a no más de 50
metros. En la dictadura el lugar se hizo conocido
porque Pinochet lo eligió como uno de sus sitios
de veraneo y hoy es un paraíso de los surfistas.
Las salinas y la laguna ya no existen y las había
olvidado por completo, pero las volví a recordar
cuando mi abuela murió: el botero remaba frente a
mí y a los lados se veían las paredes de sal. Tengo
cinco años, mi hermana tres y estamos con mi
abuela. Había nacido en Italia, en Rapallo, y llegó a
Chile con mi madre todavía niña. Ambas quedaron
viudas con dos días de diferencia. Primero mi
madre, luego mi abuela. Fue un veraneo corto. Mi
abuela murió en 1986. Yo sobreviví a una dictadura,
pero no a la vergüenza. Años después, cuando me
llegó a mí el turno, su cara se me vino encima como
una montaña blanca de sal. Quise escribirlo, pero
las palabras, como vísceras humeantes, llegaron
muertas a mis dedos. Mi nombre: Akira Kurosawa.
SUEÑOS 391/ A KUROSAWA
El mar se ha abierto. Adelante, las humaredas de
los buses incendiados se alzan cortando las calles
céntricas de una ciudad que sólo una demencia
demasiado extrema permite aún llamar Santiago.
A las protestas de los estudiantes por el alza de
las micros le ha seguido el paro de los empleados
públicos lo que provoca la huelga general. Es
abril de 1957. Con mi hermana miramos por la
ventana y nuestras manos se aprietan tomándose.
Afuera, los gritos contra otro nombre que igual,
sólo la locura puede pronunciar: Carlos Ibáñez,
presidente de Chile, choca con el muro que
forman los soldados que avanzan y los grupos se
alejan perdiéndose detrás de las humaredas hasta
ser apenas unos puntos, hasta ser los minúsculos
granos de un desierto que va quedando atrás,
mientras entramos por el paso que dejó el mar al
abrirse. Con mi hermana vamos cogidos de la
mano y nuestros uniformes de colegio se recortan
como dos pequeñísimos pañuelos verdes contra
los muros de agua que nos flanquean ondeando.
Madre nos dice que no miremos para atrás, que
si miramos para atrás nos quedaremos para
siempre en la misma inconcebible ciudad donde
papá está muerto, en la misma locura donde dos
niños se han acercado a una ventana aguardando.
SUEÑO 394
Como si se inclinaran, las espumeantes murallas
de agua del mar se elevan dejando ver entre ellas
la lejana línea del cielo y abajo los contornos de
la multitud que avanza poco a poco, con torpeza,
como si caminasen sobre los escombros de una
ciudad completamente arrasada. Camino entre
las ruinas y reconozco los restos de una calle y
de un barrio, Miguel Claro, Providencia, de un
liceo, José Victorino Lastarria, y más allá lo
indescriptible: miles y miles de niños con sus
uniformes de colegio hecho jirones volviendo
hacia lo que quizás fueron sus casas. Llego
entonces a la puerta de lo que fue una casa y entro.
Las dos ventanas del living dan a un pequeño
antejardín sobre el que se recorta la bruma de un
día blanco. Veli tiene puesto un chal azul y su
mirada sonriente la hace aparentar menos edad
de la que podría recordar. Al lado, mi abuelo
también sonríe hablándole a papá que me tiene
en sus brazos. Mamá aparece con una bandeja
que deposita en la mesita de centro y besa a papá.
Salgo y palpo el pequeño montón de escombros.
Los estudiantes se deshacen en los cientos de hilos
de agua que dejó el mar al abrirse mientras sus
paredones recortan arriba el cielo oscureciéndose.
SUEÑO 395
Cada vez más altos, los dos paredones de agua se
elevan espumeando y el sonido del mar se ha
hecho más intenso, más misterioso y hondo como
el de las grandes ciudades antes del amanecer.
Salgo al balcón de un departamento en una ciudad
vuelta polvo hace millones de años y de golpe me
aturde el ruido del tráfico como si fuera el lejano
rugido del mar. Pero no hay mar. Miro abajo las
luces de los cafés reflejándose sobre los adoquines
que las regaderas de los camiones de aseo acaban
de bañar y más allá, detrás de la masa verdosa de la
estatua de Carlomagno, las dos torres iluminadas
de la catedral que se espejean en infinitos puntos
de luz sobre la plazoleta de piedra. Sigo los reflejos
de la catedral que ahora ondean en el agua y llego
al puente que se curva encima del lecho negro del
río. Encima del oscuro, interminable río humano
que avanza en silencio en medio de los destellantes
murallones del mar. Levanto entonces los ojos
desde el fondo cenagoso del río y veo pasar
encima de mí la curvatura del puente; el arco
tendido de un sueño que nunca antes había podido
cruzar hasta que descendiendo las manos de papá
se cerraron suavemente sobre las mías llevándome.
SUEÑO 396
Infinidades de automóviles incendiados, de carros
y vagones de trenes dados vuelta iban quedando
atrás, quemándose en los bordes de los paredones
de agua como retorcidas reliquias de la marcha.
El día después cargamos nuestros bultos y cuando
el camión de mudanzas torció hacia el paso del
mar recordé que con mi hermana nos habíamos
quedado recorriendo la casa ya vacía y que mamá
nos llamaba para irnos. Partimos. Desde la cabina
vemos la casa alejarse y luego la avenida por
donde doblamos. Fundiéndose con los muros del
océano vemos pasar los edificios empañados por
la incipiente llovizna y al final el derruido arco
de una estación de trenes abandonada hace miles
de años. El camión de mudanza tambalea
avanzando por el lecho resbaladizo del mar y
finalmente se detiene. Veo el número de la nueva
casa: 91B, y al lado la desvencijada mampara que
da a una escalera oscura. Caminamos con mamá
entre los paredones de agua mientras la lluvia
crece. Subo la escalera. El diluvio se cuela ahora
a chorros por las ruinosas vigas del techo y miro
al fondo por los vidrios rotos de una ventana.
En un sueño la casa flota mar adentro y lloro,
lloro como nunca había llorado antes en mi vida.