El salvajismo
(Traducción Corina Oproae y Stéphane Chaumet)
El salvajismo
32.
El muriquí, el ajolote y el olm,
el kanchil, el quokka, el saiga y el calamón
el solenodón, el rhinopithecus, el stri
gops kákapu y el mono narigudo,
el marjor, el delfín del Ganges, el zagloso,
y todos sus nombres, se reúnen con el eterno
dodo, dejando que nuestras vacas tan gordas
se desmoronen sobre una alfombra de libélulas
muertas, en la hierba silenciosa, azul,
que tan sólo perturba el ruido de las baterías.
33.
¿A quién proteger, ya que las especies
no paran de aparecer, mutar, per
mutar, dejarse llevar más allá de su singularidad,
si de la tierra el altísimo hizo que las bestias huyeran
y que los pájaros estúpidamente alzaran el vuelo
antes de que Adán pudiera clavarles el pico? ¡vamos!
ojalá por lo menos sirvan esos nombres mudos como
piedras que me esperarán sobre sus propios despojos
para hacer estallar los cristales y activar la alarma
de sus servicios de pompas fúnebres.
34.
¿Una minoría que hemos de defender?
caricaturizados como espesuras ineptas,
oscuras, fracasando por su debilidad muda,
como cadáveres escondidos detrás
del significado, los últimos bosques
ocultan todavía en los matorrales húmedos
el pío pío de los últimos pájaros: pronto
tan solo tendremos los tuits de los conductores
de los google cars ahora ociosos, y por poesía
la imitación de los poetas muertos.
35.
Mira este poema; no impide el crimen
tampoco reanima a los mamíferos muertos,
es bien sabido — para este apóstrofo,
la computadora rema, el impresor hace que caiga
un bosque, un ciervo huye, asustado, bramando
sobre el asfalto donde deja su sombra negra,
el camión pesado del distribuidor lo atropelló:
sólo es un poema, tiene la belleza frágil
del carbono y busca su disculpa fría
para acercarnos a la catástrofe.