Las cenizas de Gramsci
(Traducción al español de Emilio Coco)
I
No es de mayo este aire impuro
que el oscuro jardín extranjero
vuelve aún más oscuro, o lo encandila
con ciegas escampadas… este cielo
de babas en los áticos amarillos
que velan en semicírculos inmensos
las curvas del Tíber, los azules
montes del Lacio… irradia una mortal
paz, desamorada como nuestros destinos,
entre las viejas murallas, el mayo
otoñal. En él habita la monotonía del mundo,
el fin del decenio en que nos aparece
entre los escombros ya acabado el profundo
e ingenuo esfuerzo de rehacer la vida;
el silencio podrido e infecundo…
Tú joven, en aquel mayo en que el error
era aún vida, en aquel mayo italiano
que a la vida añadía por lo menos el ardor,
cuanto menos aturdido e impuramente sano
de nuestros padres ‒ no padre sino humilde
hermano ‒ ya con tu delgada mano
delineabas el ideal que alumbra
(pero no para nosotros, tú, muerto, y nosotros
igualmente muertos, contigo, en el húmido
jardín) este silencio. No puedes,
¿ya ves? sino descansar en este sitio
extraño, aún confinado. Aburrimiento
patricio tienes a tu alrededor. Y, apagado,
solo te llega algún golpe de yunque
desde los talleres de Testaccio, mitigado
en el crepúsculo: entre míseros cobertizos,
desnudos montones de hojalata, chatarras, donde
cantando vicioso un mozo cierra ya
su jornada, mientras alrededor escampa.
II
Entre los dos mundos, la tregua, donde no estamos.
Elecciones, entregas… ya no tienen
otro sonido sino éste del jardín mísero
y noble, en que persiste en la muerte
el engaño obstinado que aplacaba la vida.
En los círculos de los sarcófagos no hacen
sino mostrar la superviviente suerte
de gente laica las laicas inscripciones
en estas grises piedras, cortas
e imponentes. Otra vez han ardido
de pasiones desenfrenadas sin escándalo
los huesos de los multimillonarios de naciones
más grandes; zumban, casi nunca desaparecidas,
las ironías de los príncipes, de los pederastas,
cuyos cuerpos están en las urnas dispersas
incinerados y todavía no castos.
Aquí el silencio de la muerte es fe
de un civil silencio de los hombres que se quedaron
hombres, de un tedio que en el tedio
del Parque discreto muda: y la ciudad
que, indiferente, lo confina entre
tugurios e iglesias, impía en la piedad
pierde allí su esplendor. Su tierra
fértil de ortigas y legumbres da
estos cipreses estériles, esta negra
humedad que mancha los muros alrededor
de pálidos garrapatos de boj, que la tarde
al serenarse apaga en sobrios
perfumes de alga… este césped mísero
e inodoro, donde violeta se hunde
la atmósfera, con un escalofrío de menta,
o heno podrido, y quieta anuncia
con diurna melancolía, la apagada
trepidación de la noche. Rudo
de clima, dulcísimo de historia, es
entre estos muros el suelo en que rezuma
otro suelo; esta humedad que
recuerda otra humedad y resuenan
‒ familiares desde latitudes y
horizontes donde inglesas selvas rodean
lagos perdidos en el cielo, entre praderas
verdes como fosfóricos billares o como
esmeraldas: «And O ye Fountains…»
‒ las pías invocaciones…
III
Un trapo rojo como aquel que llevan
los partisanos enrollado en el cuello
y, cerca de la urna, en el suelo céreo
diversamente rojos, dos geranios.
Allí tú estás, exiliado, y con dura elegancia
no católica, en la lista de muertos
extranjeros: Las cenizas de Gramsci… Entre esperanza
y vieja confianza, me acerco a ti, llegado
por casualidad a esta árida sierra, delante
de tu tumba, de tu espíritu que se quedó
aquí abajo entre estos libres. (O es algo
distinto, quizá, más extasiado
e incluso más humilde, ebria simbiosis
de adolescente de sexo con muerte…)
Y, desde este país, donde no tuvo descanso
tu tensión, siento cuánto error
‒ aquí en la quietud de las tumbas ‒ y a la vez
cuánta razón‒ en nuestra inquieta
suerte ‒ tú tenías escribiendo las supremas
páginas en los días de tu asesinato.
He aquí atestiguando la semilla
aún no dispersa del antiguo dominio
estos muertos apegados a una posesión
que ahonda en los siglos su abominación
y su grandeza; y al mismo tiempo ese vibrar
obsesivo de yunques, en sordina,
sofocado y desesperante ‒ desde el humilde
barrio ‒ atestiguando su fin.
Y heme aquí… pobre vestido con la ropa
que los pobres miran en los escaparates
de tosco esplendor y que ha extraviado
la suciedad de las más retiradas calles,
de los asientos de los tranvías que aturden
mi día: mientras cada vez más escasas
son mis vacaciones, en el tormento
de mantenerme vivo; y si se me ocurre
amar el mundo no es más que por un violento
e ingenuo amor sensual
así como, confuso adolescente en otro tiempo
lo odié, si en él me hería el mal
burgués de mí mismo burgués: ¿y ahora, escindido
‒ contigo ‒ el mundo, no parece objeto
de rencor y casi de místico
desprecio, la parte que tiene su poder?
Sin embargo sin tu rigor, subsisto
porque no elijo. Vivo en el no querer
del eclipsado posguerra: amando
el mundo que odio ‒en su miseria
desdeñoso y perdido ‒ por un oscuro escándalo
de la conciencia…