Pere Gimferrer

Transfiguración y otros textos

 

 

(Poemas traducidos por el propio del autor)

 

 

 

TRANSFIGURACIÓN

 

El animal muere en los límites de un país conocido

y allí los ojos se le abren: parece que esta nieve

-el silencio, más oscuro en los abetos- y el animal escucha

la significación de los árboles. El animal es un mundo

y sus costumbres discurren en el ámbito natural:

es opaco, transparente y a la vez denso- helado

o soplado el cristal: se trataba del cuerpo,

su olor más acre, cómo respira, los silencios,

lo que tenemos en los brazos, la palpitación intensa

de la que nunca se habla, el secreto de la piel

que no se entrega del todo, el vaho, lo tibio:

el animal acaso acepta el sentido de la vida,

como esta luz en los bosques expirantes

-y el animal, en el límite, y jadeante aún,

las escarchas de invierno-.

Los ojos, muy empañados, apenas ven

más que un verdor muy lejano y difuso,

como un puñado de nieve que nos arrojaran al rostro:

para el animal es dulce sentir ese frío -como cuando, durmiendo, responde

a un movimiento leve, sólo un estremecimiento,

y le palmeamos la espalda, y el animal se mueve,

y quién dirá que aquella cosa tibia nos pertenece,

porque es como si el mundo físico nos perteneciera: cuando muere,

el animal no conoce ni la idea de cambio:

estaba en el mundo y permanece en él. No, nunca puede sentir

como cosa a él ajena al aire helado de invierno

y los copos de nieve caduca en el esgrafiado de abetos:

es como volver al propio país -aunque muy difuso,

lo que ahoga el corazón, la nostalgia del cierzo, el viento, las viejas fábulas,

la llamada de una urraca en los bosques solitarios,

el silencio, las viejas escopetas de caza,

las nieblas en el pantano, los aguaceros de otoño,

un seco sonido de revólveres entre el pajar y la madera,

las tijeras hundidas en el pecho de una sola punzada.

Nunca hombre alguno piensa en la muerte tal como la ven,

los ojos del animal: una oscuridad azul,

los ojos del lobo, las aguas, y, ascendiendo como neblina,

temblorosas fresas en las manos: es la serenidad

de lo que morirá, y también su espasmo,

como cuando un animal buscaba el cuerpo de otro,

cuando se encuentran dos cuerpos, el pasado en los calderos,

como campana de bronce o quemado encinar,

con rumor de difuntos y raídos ropajes,

el badajo que convoca por la noche a las lechuzas,

una hoz en las gavillas de trigo y paja seca.

Y los dos cuerpos se recogen para dormir; cada uno siente el jadeo del otro;

acércate más, acércate más

-el invierno

cerrará las transiciones de los seres naturales,

sin serenidad sin esperanzas, sin

desesperación, sin amor, ni dolor, más allá

de la memoria, del cansancio: sólo

estos dos cuerpos mueren en la oscura fusión

de los metales y la nieve -y la mortaja es de oro.

 

 

 

  

AGOSTO

 

No culpéis a nadie del derrumbamiento del hombre.

La entrega estéril de la palabra, don

de los antros, cuando la noche, la helada, labra

un fuego venusiano, y el sol, un ser de nieblas,

desfallece. Este sorbo, sorbo de nada, encendidos

labios, piedra de púrpura, la semilla

más secreta del hombre, porque no se precisan armas

para vencer al hombre: ya los relámpagos son un signo de ello.

Escuetos, afilados

dicen el vil secreto, la cobardía,

el deseo bastardo, emblemas, yugos inmemoriales

de abyección. Cabelleras, vanas al viento, arrebatadas

por la corriente de la nieve núbil de un cuerpo,

fuego de hogueras

que adorna la claridad. ¿Eres inmortal tú, ahora,

irrisión de la carne, tú, que tal vez has satisfecho

a la servil pasión? Sí, mucho necesita el hombre

para abarcar la extensión de su deseo, y su

deseo es la nada. El escudo oscuro de la luna,

el escudo lívido del sol ¿qué astro oscultan?

¿Qué olas, qué ignición

de espacios lejanos? Por los roquedales

se tambalea esta claridad lúgubre,

rescate hostil de la carne escarnecida,

picos, remos de oro sometido, despojos

de un jirón. Si el gozo, funesto,

de una más lóbrega sima extrajera la luz y,

con los ojos cerrados,

la nostalgia, la carcelera ciega del sentido,

hiciese del pecho la saeta, el aciago solar! Porque el viento

no necesita sentir el peso del viento cuando, vivo, tiembla

en los gallardetes, los pasos del viento de primavera.

Así el hombre. No se dice su nombre: primavera.

Y lo es. ¿Quién dice el nombre? ¿Qué labios -¿son mortales?

dicen la noche?

¿Qué ojos

ven la noche? ¿Qué ojos son la noche?

 

 

 

  

NOCHE DE ABRIL

 

La mente en blanco, con claridad celeste

de alto zodíaco encendido: cúpula vacía,

azul y compacta, forma transparente

al abrigo de una forma. Así vuelvo a encontrarme

buscando esta calle. Ni está, ni estaba:

ahora existe, en levitación,

porque la mente la inventa. Asedio adusto,

pleito de lo visible y la invisible: llama

y consumación. Contornos, inmóvil

piedra que cristaliza. Esta noche,

tormento de los ojos, tormento que una palabra designa,

sin decirlo del todo, como el reflejo

de una perla en tinieblas. Ahora los dedos

arden con la claridad de una palabra. ¿El sol?

El nocturno cuerpo solar, hecho pedazos, rueda

cielo abajo, piel abajo. Ni el tacto sabe

detener la caída. Incendiado

y poderoso. Riegan, de madrugada,

las calles, y un silencio nulo de cláxons,

en los pasajes húmedos, abre un imperio

donde a la piel responde la piel, y el nudo

se hace y deshace. Las teas de Orión

ven los cuerpos enlazados. Astral

escenario de profundos cortinajes

sobre el resplandor sonoro. Dices

sólo una palabra, la palabra del tacto, el sol

que ahora tomo en mis manos, el sol hecho palabra,

tacto de la palabra. Y las estrellas, táctiles,

inviolados, carro que al deslizarse-

al fondo de un vidrio vago se refleja

en tu lujo, claridad de espalda y nalgas,

el globo detenido, ígneo: el reverso

oculta el trueno oscuro del monte de Venus. Brillan

dos tinieblas cuando el firmamento

mueve galeras y remos, y ahora escucho

el oleaje, el chapoteo de los pechos y el vientre,

copiados por la noche. La estancia cósmica

es la estancia del cuerpo, y la blancura

no confunde nubes altas y verde de espuma:

todo lo delega, la reenvía todo. Tiemblan,

esperando recibir un nombre, las criaturas

de la oscuridad, el dibujo de las tenazas

de los dos cuerpos, tapiz del cielo, horóscopo

giratorio. ¿Un sentido? Todo, ahora, es doble: ‘

las palabras y los seres y la oscuridad.

Pero, escucha: muy lejos, desde esquinas

y faroles nocturnos, vacíos de murmullos,

negativo ignorado de magnesio,

vengo, mi rostro viene, y ahora este rostro

vuelve a ser el rostro mío, como si con un molde

me rehicieran los ojos, los labios, todo,

en el arduo encuentro de este otro, un trazo

dibujado al carbón, que no conozco, que toma

posesión del hielo, que me funde y me biela.

Es éste el enemigo, el que yo siento,

irrisorio y soberbio, ojo o escorpión,

el nombre del animal, el antiguo dominio.

¿Lo reclama el amor? Cuando dientes y uñas

bordean el azulado coto de la piel,

cuando los miembros se aferran, la certeza

¿viene de un fondo más remoto? Curvados, se despeñan

los amantes, como las formas minerales,

rechazados por la noche que calcina el mundo.

 

 

 

 

SONETO

 

Cuando los astros todavía no quemaban la azul tiniebla

un latir como de picaza herida encendía el cielo mudo de otoño.

Árboles oscuros, banderas de la luz del mediodía, párpado

de un ojo solo y ardiente, como la rosa, negra y desnuda, de obscena claridad.

 

Yo leía mi destino en los signos del agua y del leño,.

Estaba escrito en las nubes perdidas, todas crines y humareda en el cielo amarillo.

¿Qué voz se me llevaba?  ¿Qué tierra lejana y augusta,

qué hostil, famélico pasto, qué país de caída y de fuego?

 

Bosques, me ha deslumbrado el resplandor brusco de la piel, cuando la espada

de un desnudo de diosa, imperial bajo el templo de fronda y fragor,

obsesiona la claridad del mediodía, y tan sólo una brasa

 

es la carne inmortal y serena, y del hombre el cuerpo desnudo, seco ramaje.

En un rapto supremo, desnudo y traspasado por el rayo mi cuerpo, herramienta rasa.

¿Tendrán ahora la ceniza y el humo que ser el último sentido de mi clamor?

 

 

 

 

UNIDAD


A María José y Octavio Paz

Dictado por el crepúsculo,

dictado por el aire oscuro,  el círculo se abre

y habitamos en él: transiciones, espacio

intermedio. No el lugar

de la revelación, sino el lugar

del reencuentro. La espada

que divide la luz.

Del ojo a la mirada,

la claridad permanente, el ámbito de los sonidos,

la campana que clausura la visión terrestre

como el ojo inexorable de la forma floral

fija el fuego de un carbunclo. Este ojo

¿ve mi ojo? Es un espejo de flamas

el ojo que ahora me ve. Con sonido de poleas,

los ejes de la noche. Desarbolada,

naufraga la oscuridad y, a tientas,

el sol conoce a la noche.

 

 

 

 

-Pere Gimferrer
Espejo, espacio y apariciones
Colección Visor de Poesía

 

Pere Gmferrer Visor

Pere Gimferrer (Barcelona, 22 de junio de 1945). Es un poeta, prosista, crítico literario y traductor español. Su obra literaria está compuesta tanto de ... LEER MÁS DEL AUTOR