Yesca para el fuego
Debo decir que, desde el momento en que escuché a Paola leer algunos poemas de su más reciente libro, Yesca para el fuego, supe que sus letras irremediablemente me iban a revolver el alma.
Su poemario es un recorrido del duelo a la sanación, acompañado por imágenes perfectamente bien logradas, evocaciones al dolor de la pérdida y al amor de la reconstrucción, todo dicho con un lenguaje poético impecable que nos remonta a las más profundas emociones de la autora.
El libro inicia con un poema para Eliseo; no nos da tiempo de prepararnos para el impacto de su pérdida. Como la muerte misma, nos caen de sorpresa sus versos encendidos. Dudamos con su duda, cuestionamos la existencia de milagros en la misma medida en que se tiene la seguridad de que existe el amor.
Durante toda esta primera parte, Paola dobla y desdobla sus versos para dibujarnos la vivencia de quien afronta una enfermedad: el “Esta herida supura agua, / agua con sangre, / agua turbia, / agua de glucosa, / sodio y morfina”, nos recorre su proceso. Eliseo sobrevive en sus letras, lo llama, lo define, lo hace nacer y lo ve morir para luego reencarnar en la profecía de una descendencia que vendrá como el agua y el fuego a sanar el alma. Ambos símbolos, el agua y el fuego, son transversales durante todo el poemario. Nacen como una paradoja natural de cambio, fuerzas endógenas y ambivalentes crean y destruyen, y crean nuevamente, como un guiño hegeliano del duelo al que sobreviven las diosas encarnadas.
Yesca para el fuego también explora la maternidad en sus formas y colores, no necesariamente coincidentes con las estructuras convencionales. Fuera de negros y blancos absolutos, Paola nos muestra que la maternidad puede ser un arcoíris gestado en otros vientres, pero madurado en el corazón propio. Renace la fe en los milagros, renace la fertilidad en rituales que sanan; los versos son rituales que invocan fuego, hijos, agua. La “energía horizontal del mundo” converge en los vientres y el pecho de quienes maternan con amor.
“El amor existe”, dijo Eliseo. “El amor es el único cemento capaz de mantener unido al mundo”, termina por decir, y en ese amor se trae la yesca para el fuego, en su maternidad, en ser mujer y madre, no solo mujer ni solo madre, sino una combinación exquisita de sabiduría ancestral, de cánticos y rituales que celebran la vida en su forma cíclica y móvil.
En Cartas a Papá, la última etapa de su libro, debo confesar que me conmovió cada uno de sus poemas. Me dolió su pérdida como propia; me dolió la muerte de su padre como en algún momento me dolió la ausencia del mío. Es un presagio de todos los huérfanos sin padre que se dedican a desenterrar boleros en las bocas de sus vivos. Me hizo llorar la nostalgia de recorrer una fotografía de ciudad que ni Paola ni yo recorrimos, pero que significó el mundo para los nuestros, y le perdono las lágrimas derramadas, pues volando en la espalda de un estegosaurio, las lágrimas son más dulces.
No puedo más que concluir que este libro es un producto exquisito, que nace, como huella dactilar, de una vivencia tan personal y real como la vivencia de todos quienes hemos sobrevivido al dolor de la ausencia del otro. Gracias, Paola, por parir estas letras fecundadas en el dolor, el amor y un par de milagros.
Laura Vásquez
Poemas de Paola Valverde
Esta herida supura agua,
agua con sangre,
agua turbia,
agua de glucosa,
sodio y morfina.
Agua encadenada al suero.
Agua para mitigar la sed.
Esta agua que purifica y limpia
entró a mi pecho para rebalsarme.
A mí también se me hinchan los párpados.
A mí también se me ahogan las palabras.
Nadie grita pero el agua duele.
Duele cuando rompe la represa
y las casas caen
y los puentes caen
y las rocas arrastran a los pájaros cantores.
Duele cuando la presión no es suficiente
y los bosques se incineran junto a los niños.
Alguien vendrá a curar las aguas de este río.
Y ya no correrá sangre
ni veneno, ni morfina.
Porque la vida y la muerte le pertenecen al agua.
Porque ella facilita y arrebata
los colores del pez.
A los hombres valientes les duele el corazón
Han atravesado los pasillos de Emergencias,
con los ojos vendados pisan el fuego.
A pesar de sus armaduras de papel,
salen al campo de batalla con la frente en alto.
El agua que inunda sus pulmones
no los derrumba.
Aprendieron a caminar despacio,
ahora contemplan.
Les duele el corazón
y reciben a sus hijos con la mirada despierta.
Son valientes.
El miedo en sus cabezas es un pequeño tambor
adentro de una semilla.
Son valientes. Por eso lloran.
Peiné las colas de tus potros
la tarde en que describiste
el mar que inundó los pulmones
de tu abuelo Eliseo.
Ellos relinchaban y yo no quería escucharlos.
Una semana más tarde el agua nos volvió a aplastar.
Tu piel se desprendió de la ventana
y el sol ardiente dejó de calentar tus huesos.
El día de tu muerte respondiste mi llamada
y mi madre, mi gran piedra lunar,
despertó llorando.
El hálito que surca tu morada
es el mismo de tu último respiro.
En una tarde lluviosa peiné las colas de tus potros.
Vi la noche
y añoré un corazón artificial
para no morirme tanto
con tu muerte.
Las madres no parimos con el cuerpo,
seleccionamos la leña cuando aún es verde,
atamos nuestros rezos a la copa de un cedro
y, cobijadas por su sombra,
esperamos la lumbre del amanecer.
El milagro ocurre en un tiempo impreciso
donde acumulamos pequeños altares
piedras transparentes
cartas escritas con el puño tembloroso.
Somos lágrima y tinta.
Asomamos la cabeza ante los espacios vacíos:
la casa siempre vacía,
la luna creciente en el pecho,
la vela inmóvil en el centro del salón.
Tenemos la esperanza de toparnos
en alguno de esos rincones
con la pata rota de un dinosaurio.
No sabremos reparar su extremidad prehistórica
o costurar las entrañas de un oso de felpa,
pero sí podremos extender la manta
de la medianoche
para ver sobre nosotras la promesa
de una lluvia de estrellas.
La única certeza en el camino de una madre
es la fertilidad del corazón:
hemos visto unas manitas encarnarse a las nuestras
sin importar si son semilla de otro vientre
o en el nuestro se forja su primer latido.
Es el arte de sembrar y cosechar.
Las madres no parimos con el cuerpo.
Lo nuestro es poner la vida ante este fuego.
Lo nuestro es besar la visión.
De pronto soy otra triste más,
otra huérfana de padre
que entra al barco de los desposeídos.
Necesito algo que reconstruya tu voz.
La puerta se ha cerrado de golpe.
Se ha cerrado en mi cara.
Yo te busco en un sueño,
te busco en las inmediaciones del mar.
La veladora se alza con chispazos en tu rostro,
revive el aura que cobija al sol.
Porque yo salí a pescar esta mañana
y abrí las redes con tu bisturí antiguo
y limpié los anzuelos
y vi tus potros esfumarse en el despeñadero
y en la última estación sucumbí al valle de lágrimas
yermo de tanta sequedad.
Aún no logro reponerme de tu muerte.
Ha caído sobre mí un cementerio de exvotos.
Cuerpos fragmentados.
Cartas abandonadas en la mitad del milagro.
La purificación de un alma
lleva el incendio por dentro.
Lo supe cuando me miraste a los ojos
y dijiste con firmeza:
—El amor es el único cemento capaz de mantener unido al mundo.
Conservo estas palabras como aquel vendaje tieso
y tu mano suturando mi herida,
residuos de yodo y espuma
después de la mordedura de un perro
en el parque que aún ladra.
Obtuve como herencia la corteza de tu sangre,
tu agonía reveló los nahuales de mis hijos.
Jamás los conociste pero yo te los presento ahora
en este plano misterioso que nos confiere la poesía.
El hombre que me abraza
lame el aguamiel de mis heridas,
hunde su nariz en mi pelo,
dibuja una constelación en mi alma.
Recoge los hilos que he soltado en el camino,
los regresa a la mariposa de madera
y me remienda.
El hombre que me abraza sobrevuela el tiempo
y es bueno como el cuarzo transparente.
Lo reté años atrás y puse una coraza a las palabras,
porque siempre se duda de un gran amor,
aquel que visioné en mi diario de infancia.
El hombre que me abraza aprendió a cuidarme,
traspasó conmigo los alambres del potrero.
Se llenó de fango y mordió la carne inmaculada.
Es hermoso como su temple.
Crea con sus manos un cántaro
y ofrece para mí el agua clara.
El hombre que me abraza despidió a mi padre
y le cumplió su promesa.
Cobijados por un árbol esperamos el amanecer
de esta vigilia escarlata.
Recurro a este sueño para contarte
que los dinosaurios pastan
en la sala de mi casa
y un dragón gigante se ha escapado por la ventana.
Es verde, tiene alas,
vuela encima de tus ciudades favoritas.
Así comienza el cuento que trazaste, papá:
un niño entra por esa puerta
con un peluche bajo el brazo.
Algunas noches sopla los cometas,
otras, baja a bañarse al mar.
Juntos, dragón y niño,
viajaron al fondo de las ostras
para extraer al pez que nadó en mí.
Entonces un diminuto tripulante
se infló en mi vientre
con la fuerza de islas magnéticas
provenientes de la estrella desgarradora.
Tu promesa tomó sentido
y pude regalarle un hermano a mi hijo.
El más pequeño nadó dentro del cosmos
como un atabal en el oleaje celeste.
Un cordón de plata conectó nuestro encuentro.
Yo quería conocerlo. Romper la espuma, el horizonte.
Entrar con mi dolor a la estrella desgarradora,
donde asoma el brillo una pulsación que galopa.
Lo escucho jugar en su silencio perfecto;
apenas el chirrido de un juguete,
una pieza que muerde.
Salen explosiones de su boca,
diminutas como remolinos
que no hacen mayor polvo.
Imagino tus gestos y lo veo en tus manos,
siempre ágiles
como para sostener el universo.
El más grande se acunó en mi seno.
Fui su luna láctea en la insoportable superficie
de la espera.
Merecerlo me sabe a triunfo
porque supimos agitar la sangre y despertar la célula,
donde habita la única verdad.