Encuentros cercanos
Por Oscar Hahn
ENCUENTROS CERCANOS CON PABLO NERUDA
Como la noche anterior me había acostado muy tarde, a las doce del día acababa de despertar. Estaba preparándome para entrar a la ducha, cuando sentí que golpeaban la puerta. Uno de mis amigos había quedado de pasar a buscarme a esa hora. Salí del baño en pijamas y abrí. “Oscar, qué flojo eres, hombre. Todavía en cama”, dijo el que golpeaba. Pensé que estaba sufriendo alucinaciones. Allí, parado frente a mí, con una ancha sonrisa en el rostro, se erguía Pablo Neruda. Me puse a tartamudear tratando de expresar algo. “Vístete rápido. Te espero en el jeep”, dijo.
En octubre de 1969 el poeta iba a llegar a Arica para promover su candidatura presidencial dentro de la Unidad Popular, como representante del Partido Comunista, y los organizadores de su visita necesitaban un vehículo para movilizarlo. Juan Ernesto Riquelme, uno de los dirigentes juveniles, me comunicó atribulado que algunas personas habían ofrecido sus autos, pero sólo por un par de horas. “No podemos andar con el vate de auto en auto”, refunfuñó. “Alguien va a tener que sacrificarse por la poesía”. Y deslizó una mirada sobre mi jeep.
Me pareció fabuloso que Neruda fuera a desplazarse en mi vehículo. Mientras Juan Ernesto lo conducía por la ciudad, se encargó de poner por las nubes mi desprendimiento, de modo que cuando llegó la hora de ir a almorzar, Neruda le dijo: “Compañero, no me parece justo que Oscar ande sin su jeep. Vamos a buscarlo”.
Fuimos a la casa que la familia Walton tenía frente al mar, cerca de la playa La Lisera. Era allí donde Neruda y Matilde estaban alojando. Los acompañaba el escritor y entonces senador por el Partido Comunista, Volodia Teitelboim. Tyndall Walton, uno de los anfitriones, se había conseguido unos enormes camarones y el mejor vino blanco para agasajar a Neruda. El poeta estaba muy alegre. En un momento se puso a cantar con su célebre voz cansina y nasal, una canción de la guerra civil española. Era cómico escucharlo y él se divertía como niño chico. Faltaban pocos días para que la Academia Sueca otorgara el Premio Nobel de Literatura 1969 y le pregunté si no le preocupaba andar por el norte de Chile, lejos de la prensa santiaguina. “¿Qué tal si le dan el premio este año?” “No me preocupa. Yo sé que este año no me lo van a dar“, dijo él. “¿Y cómo lo sabe?” “Tengo mis informantes suecos”, respondió riéndose a carcajadas”. ¿Y si usted tuviera que darlo? ¿A quién se lo daría?” “A Robert Graves. ¿Lo conoces? Es un gran poeta y novelista inglés”.
Terminada la sobremesa, Neruda anunció que se iba a retirar a tomar una siesta. “Oscar, si quieres llévate el jeep para que puedas hacer tus cosas, y me pasas a buscar antes del recital”. Me pareció una proposición caída del cielo. Después del contundente almuerzo y de la trasnochada, yo estaba muerto de sueño.
Alrededor de las seis y media de la tarde regresé a buscar a Neruda. La puerta de la casa estaba abierta. De todos modos golpeé, pero nadie salió a recibirme. Después de una espera razonable, me atreví a ingresar. Era evidente que adentro no había nadie. En ese instante apareció Volodia Teitelboim.
“¿Qué está pasando aquí?”, preguntó molesto. “¿Dónde diablos se metió Pablo?”
Salimos a buscar por los alrededores de la casa, pero ni sombra del poeta.
“¿Y Matilde?”
“Tampoco está”, dijo él.
“Quizás fueron a caminar a La Lisera”, sugerí. “Vamos a echar un vistazo”.
En la playa solamente había unos niños tirando piedras al agua. Noté que Volodia estaba entre malhumorado y nervioso.
“Esto puede ser muy serio. No hay que olvidar que Neruda es candidato presidencial y que siempre existe la posibilidad de que algún loco haga alguna estupidez”, refunfuñó. “Por ejemplo, ¿raptarlo?”, pregunté asustado. “No sé”, dijo Volodia. “Mejor no pensar en ese tipo de cosas”. “¿Por qué no vamos a la Universidad? Es posible que se haya ido con otra persona”.
“Sí”, dijo Volodia, cada vez más fastidiado. “Vamos a la Universidad”.
Una vez en el jeep, traté de justificar a Neruda, diciendo: “Bueno, Volodia, no olvide que Neruda antes que nada es poeta”. “Muy poeta será”, repuso echando humo, “pero en este momento es el candidato del Partido. Debería ser más cuidadoso”. Faltaban unos pocos metros para llegar a la entrada principal del campus, cuando divisamos a Neruda conversando con un grupo de personas. Nos bajamos del jeep. Volodia se acercó al poeta y le habló algo que no escuché.
Neruda me miró y dijo: “Lo que pasa” es que me vino a ver Jorge Bellet. Fuimos a su casa en Azapa, nos entusiasmamos recordando viejos tiempos, y ya no tenía sentido regresar a la playa”.
Volodia Teitelboim entendió. Él sabía perfectamente bien quién era Jorge Bellet. El 6 de enero de 1948, como senador por el Partido Comunista, Neruda había pronunciado un discurso en el Senado, que a la manera de Zola tituló “Yo acuso”. En él presentaba una larga lista de cargos políticos y morales contra el Presidente de la República, Gabriel González Videla. El 3 de febrero Neruda fue desaforado por la Corte Suprema y se ordenó su detención. Perseguido por la policía del régimen, debió pasar a la clandestinidad. Al enterarse de que el poeta corría peligro en la zona central, los dirigentes del Partido determinaron que Neruda saliera de Chile por la región austral. Después de atravesar los lagos Ranco y Maihue, llegó a una hacienda maderera rodeada de matorrales y de enormes árboles, y alojó en una casa medio escondida en la maraña selvática. Allí lo estaba esperando Jorge Bellet, el “capitán general de las maderas”, como lo llama en las “Memorias”. Jorge Bellet, el causante de la misteriosa desaparición de Pablo Neruda, había sido nada menos que el jefe de la expedición que en febrero de 1949 condujo al poeta hacia la libertad, al otro lado de la cordillera. Era imposible que Neruda se negara a una invitación suya.
Como siempre, el recital fue toda una experiencia. En el auditorio de la Universidad no cabía ni un alfiler. Neruda leyó varios de sus poemas más populares; algunos elegidos por él, otros exigidos por el público. Pero el que golpeó más fuerte fue “El padre”, con el que cerró el recital. Es el recuerdo de su padre ferroviario que trabajaba en duras condiciones en el sur de Chile. El poema culmina con dos versos memorables que fueron como el golpe de gracia a la ya conmovida audiencia: “El conductor José del Carmen Reyes / subió al tren de la muerte y hasta ahora no ha vuelto”.
***
LAS CUATRO ESTACIONES DEL ALMA
Salud por la noche y el día
y las cuatro estaciones del alma.
Pablo Neruda
De los grandes poetas hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XX –Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, César Vallejo, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda-, solo Neruda es autor de varias colecciones dedicadas enteramente al tema amoroso: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, El hondero entusiasta, Los versos del capitán y Cien sonetos de amor. Más allá de estos volúmenes con unidad temática, el amor emerge y se sumerge a lo largo de su obra. Recordemos que en 1953 ya había reunido su producción erótica completa, bajo el título de Todo el amor.
Puede afirmarse que la fama de Neruda se extendió tempranamente a vastos círculos de lectores, a partir del éxito de composiciones como “Farewell”, de Crepusculario, publicado en 1923, cuando el poeta tenía apenas 19 años de edad. “En el sitio más inesperado me lo recitaban de memoria o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas presionado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos obsesionantes y, a veces, ministros de Estado me recibían cuadrándose militarmente delante de mí y espetándome la primera estrofa”, cuenta en Confieso que he vivido. El verso “Amo el amor de los marineros que besan y se van”, llegó a cobrar autonomía y se integró al repertorio de citas habituales. Su prestigio de poeta del amor se consolidó poco después con el “Poema 15” y el “Poema 20”, que corrieron una suerte semejante a la de “Farewell”.
En el itinerario amoroso de Neruda hay cuatro momentos con identidad propia, que se dibujan con bastante nitidez. Empleando una expresión acuñada por el poeta, esos hitos podrían denominarse “las cuatro estaciones del alma”.
Primera estación: Los versos más tristes
El mismo Neruda, al sugerir en clave la identidad de las muchachas que habrían inspirado los Veinte poemas de amor, Marisol y Marisombra, insinuó también el código para una posible lectura del libro que incluiría dos tipos de textos: diurnos y nocturnos. Pero ellos no corresponden a lo que connotan los apodos a primera vista. En vez de vincularla a un paisaje solar, como sería de esperar, Neruda dice que Marisol “es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas”. Por otra parte él habla de dos e incluso tres mujeres que se entrelazan “en esta melancólica y ardiente poesía”. Esto demuestra lo riesgoso que es trabajar mecánicamente con informaciones biográficas, incluso las proporcionadas por el poeta, sobre todo en el caso de la poesía amorosa, en la que muchas veces la imagen de la mujer que surge del texto, más que provenir de una persona real específica, resulta ser un compuesto (una “unidad cultural”, diría Umberto Eco), o como reconoce el mismo Neruda, el producto de un entrecruce. Como quiera que sea, el tiempo ha terminado por revelar el nombre verdadero de las dos musas principales: Teresa Vásquez, la muchacha del sur, y Albertina Rosa Azócar, la estudiante de Santiago. Más aún, la correspondencia que intercambiaron Albertina y el poeta y que cubre la época de escritura de los Veinte poemas, ha aparecido con el título de Cartas de amor de Pablo Neruda. Sobre esta documentación es válido sostener, por ejemplo, que el “Poema 15”, adjunto a una de las cartas en una primera versión, fue inspirado por Albertina. Sin embargo, e independientemente de las personas a quienes están dedicados los poemas o del lugar donde fueron escritos, todos ellos comparten un escenario común: la naturaleza del sur de Chile.
La culminación de ese espíritu nocturnal del poeta al que hacía referencia es el “Poema 20”, que escenifica la situación típica del nocturno romántico. Como contraposición encontramos el “Poema 19”, en el que se configura otra imagen de la mujer, esta vez ligada a las potencias solares y al mundo natural: “Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas / el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas / hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos / y tu boca que tiene la sonrisa del agua”. No obstante, el poeta tiene problemas para vincularse con esa mujer diurna: “Nada hacia ti me acerca. Todo de ti me aleja, como del mediodía”, puntualiza Neruda, y presenta esta relación como un hecho contrario a su ser noctámbulo: “Mi corazón nocturno te busca, sin embargo”, concede el poeta.
Si la noche es el ámbito desde el cual se canta la ausencia de la amada, el crepúsculo es el espacio en el que se verifica el encuentro de los amantes. En el “Poema 2” la mujer aparece envuelta en la llama mortal de la luz y situada “contra las viejas hélices del crepúsculo / que en torno a ti da vueltas”; pero se trata de una puesta de sol ominosa, que aloja una felicidad transitoria, destinada a desaparecer con el advenimiento de la noche. La noche es el lugar natural de la ausencia y el instante adecuado para que el vacío de la amada sea llenado plenamente por el canto melancólico. Incluso cuando la amada está presente, el poeta prefiere imaginarla “distantes y dolorosa / como si hubieras muerto”, porque ese luto del alma lo convierte en el viudo imaginario que necesita ser para escribir “los versos más tristes”. La figura del viudo imaginario se consolidará más tarde en las Residencias.
Segunda estación: El libro de los fantasmas
Entre 1925 y 1935 Neruda desciende al pozo sin fondo de la psiquis. Desde allí lo único que puede ofrecerle a la amada son “sueños que salen de mi corazón a borbotones, / polvorientos sueños que corren como jinetes negros”. Es la etapa de Residencia en la tierra, cuando los poemas son movidos por la fuerza del inconsciente y la noche vuelve a ser “la dueña del amor”. Pero esta vez, más que una noche física, es una noche oscura del alma. A primera vista, son poemas “sin forma obstinada”, como diría Neruda, y hasta herméticos en su significación, pero pronto revelan su coherencia y su sentido. Residencia en la tierra es un libro sobre la muerte y sobre los muertos (“Trabajo sordamente, girando sobre mí mismo, / como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto”), y en él parecería no haber mucho campo para el amor; pero, paradójicamente, es por ello mismo que el amor cumple allí una función. Después de sus rupturas y separaciones amorosas, el poeta contempla “las muertes que están entre nosotros desde ahora” y comprende que “hay mucha muerte, muchos acontecimientos funerarios / en mis desamparadas pasiones y desolados versos”. Y aunque sus amantes están muertas solo en un sentido figurado, el poeta se siente como si hubiera quedado viudo: “Tango del viudo” se llama por cierto uno de los poemas de amor del libro, y en otro, titulado “Arte poética”, habla con precisión de su “luto de viudo furioso”. De allí a que la amada sea presentada como un fantasma hay solo un paso. Ese paso lo da Neruda varias veces, lo que permite hablar de una mujer fantasmagórica de la mujer en las Residencias. Desde luego “Fantasma” es el título del poema en el que Neruda recuerda su ya difunta relación con una pálida estudiante en 1923. Y en “Barcarola” le pregunta a la amada: “¿Quieres ser el fantasma que sople solitario, / cerca del mar, su estéril, triste instrumento?”. Recordemos que el Neruda de El hondero entusiasta (1923-1924) ya había dicho: “Ay de mí, hay del hombre que puede quedarse solo con sus fantasmas”.
Tercera estación: El amor secreto
En 1953 la editorial Losada de Buenos Aires publica el libro de autor anónimo Los versos del capitán. La edición contiene una carta-prólogo fechada en la Habana el 3 de octubre de 1951 y firmada por Rosario de la Cerda. La carta revela que el autor de los versos es un poeta centroamericano que combatió en la Guerra Civil Española, y a quien Rosario llama el Capitán. En 1963 aparece una nueva edición de Los versos del capitán. Esta vez incluye, además de la carta, una explicación preliminar escrita en Isla Negra en noviembre de ese año, en la que Pablo Neruda confiesa ser el verdadero autor del libro. “Ahora que lo reconozco espero que su sangre furiosa me reconocerá también”, dice el poeta. Pronto queda claro, además, que la inspiradora de los poemas no es la ficticia Rosario de la Cerda, sino la muy real Matilde Urrutia, y que el romance, iniciado en México en 1949 y vivido a escondida en diversos lugares del mundo, debió mantenerse en secreto. ¿Cuál es la razón del anonimato? Dejemos que lo explique el mismo Neruda: “La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia del Carril, de quien me separaba. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada contra su tierna estructura”.
Pero no solo se ha producido un cambio decisivo en la vida amorosa de Neruda, también es visible una transformación radical en su estética, sobre todo si la comparamos con el temple de ánimo inherente a Residencia en la tierra. La nueva colección de poemas de amor se rige por la poética de las Odas elementales, que estaban siendo escritas en los mismos días en que se publica en Nápoles la edición privada de Los versos del capitán. Ahora el amante se ha desprendido del luto de viudo furioso que llevaba en las Residencias y transita por el camino de la claridad y de la sencillez. El ensimismamiento es desplazado por la búsqueda del otro, y el hermetismo y la densidad verbal ceden paso a la comunicación y a la transparencia.
En Los versos del capitán la mujer es vista frecuentemente como un territorio geográfico que el amante recorre. Y cuando lo acosa el deseo, se transforma en tigre, cóndor o insecto. Pero sobre todo, el poeta ya no es más el hombre que puede quedarse solo con sus fantasmas. Aquí la amada es presencia viva y compañía diaria. Esta imagen de la mujer como compañera, ajena al discurso erótico de los Veinte poemas y de las Residencias, posibilita que el Capitán añada ahora una dimensión inédita: el compromiso político unido al sentimiento amoroso, y que invite a la amada a acompañarlo en su lucha contra el sistema que reparte el hambre: “Bésame de nuevo, querida. / Limpia ese fusil, camarada”. En su poesía anterior, los dos miembros en que se divide este verso cumplían funciones separadas: a un lado estaba el amor y al otro lado la política; ahora cumplen funciones complementarias: la mujer es a la vez amante y camarada.
Cuarta estación: Casas de catorce tablas
A la altura de 1959, cuando se imprime Cien sonetos de amor, ya no hay razón alguna para ocultar el nombre de la musa. Neruda emplea aquí sostenidamente esa forma obstinada, esa estructura clásica que es el soneto; pero en consonancia con el poeta romántico que lleva en su interior, se toma toda clase de libertades. Dice en la dedicatoria a Matilde Urrutia: “Señora mía muy amada, gran padecimiento tuve al escribirte estos mal llamados sonetos y harto me dolieron y costaron”, y los denomina “sonetos de madera, “pequeñas casas de catorce tablas para que en ellas vivan tus ojos que adoro y canto”. El soneto, por su carácter de estructura estable, sujeta a un orden, es la forma apropiada para esta etapa de la poesía erótica de Neruda, porque se trata de una relación también estable y formalizada, ajena a las precariedades y rupturas del pasado, Es por ello que el poeta asocia la arquitectura del soneto con casas o nidos, aptos para habitar con la amada, a la que ahora puede llamar con propiedad “señora mía”. Esto se traduce en el “Soneto XXXII”. El desorden matinal de la casa desaparece cuando la mujer, a quien llama la Ordenadora, entra en escena conquistando la luz. Desde esta posición armónica y segura, salvaguardada de posibles naufragios amorosos, Neruda puede concentrar su canto en la alabanza de la mujer; y precisamente la loa o elogio es el modo que predomina a través de las cuatro partes en que está dividido el libro: “Suave es la bella como si música y madera / ágata, tela, trigos, duraznos transparentes / hubieran erigido la fugitiva estatua”.
La noche ya no es más el país de la ausencia, de la separación y la tristeza. En este nuevo orden, la pareja ha llegado a constituir “el matrimonio de la noche en la sangre”. También ha desaparecido el doliente viudo de su poesía anterior: “Amor mío, si mueres y no muero / no demos al dolor más territorio”, pide en el “Soneto XCII”, y establece su fe en “un sentimiento que no tiene muerte”. Recurre así a uno de los tópicos más frecuentados por los poetas: el del amor eterno.
De este modo culmina la trayectoria amorosa de Neruda, que se abre en la adolescencia con la visión de la amada como inminente fantasma –a pesar de su cuerpo de leche ávida y firme-, y cuyo destino final es el amor de la madurez que se resiste a ser la última estación.
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EL MISTERIO DEL POEMA 20
Entro en cierta página de YouTube y veo que tiene más de 10.000.000 de reproducciones. Repito: Diez millones. ¿El último hit de Lady Gaga, U2 o Justin Bieber? No. Es el “Poema 20” de Pablo Neruda, leído por el actor argentino Arturo Puig. Y eso, sin contar las reediciones en innumerables libros impresos en castellano y en cuanta lengua existe. Más notable aún si consideramos que casi todas las composiciones de otros poetas, escritas en la misma época que el “Poema 20”, ya están perfectamente obsoletas y han pasado al olvido. Interesante, además, que ocurra con este poema que fue descalificado, y sigue siéndolo, con el lugar común de que no es un poema, sino un bolero, es decir, un texto supuestamente facilón, sentimentaloide y cursi; argumentos que serían abonados justamente por aquello de los diez millones. Esa descomunal cantidad de visitantes –se dice- jamás se interesaría en algo verdaderamente significativo y profundo. Lo que no explican es por qué otros poemas que podrían ser criticados sobre la misma base que el de Neruda, no tienen ni remotamente el record que ostenta el “Poema 20”. O, dicho en otros términos, ¿qué encierran los versos de Neruda en particular, que son capaces de conmover a tan abrumador número de receptores y por una extensión de tiempo que parece no tener fin? Ese es el misterio.
Antes de formar parte del libro 20 poemas de amor y una canción desesperada, apareció en 1923 en la legendaria revista Claridad, de la Federación de Estudiantes de Chile, con el título de “Tristeza a la orilla de la noche”. En ese entonces Neruda era un adolescente de apenas 19 años. El poema pertenece al género que se denomina “nocturno”, tan común en la poesía y en la música clásica. Los chilenos sabemos muy bien cómo empieza: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”. Y ahí comienzan también las diatribas de los detractores. Sostienen que Neruda, al iniciar el texto de ese modo, se estaría jactando de su habilidad como poeta. Mala lectura, pienso yo, porque lo que quiere decir, simplemente, es que las condiciones son propicias para que surjan sus doloridas palabras. ¿Cuáles son esas condiciones? Las típicas de muchos nocturnos: la ausencia de la amada, la soledad del amante, la nostalgia del amor, la inmensidad de la noche, la sensación de que algo ha terminado para siempre. Dadas esas circunstancias, “el verso cae al alma como al pasto el rocío”.
Pero analicemos las objeciones. ¿Facilón?. No tanto, parece, si sus críticos ni siquiera son capaces de entender el sentido del primer verso. ¿Sentimentaloide? Un texto puede ser tachado de esa manera cuando es excesivamente emocional y revela un estado de ánimo afectado y superficial. Nada de eso hay en el poema de Neruda, que expresa más bien una emoción convincente, auténtica, y nada artificiosa. ¿Cursi? Tampoco. Yo diría más bien: casi cursi. Pero ese es un atributo general de la poesía amorosa. Me explico. Soy un convencido de que los grandes poemas de amor siempre están haciendo equilibrios en la cuerda floja de lo cursi. Esa inminencia de lo que está a punto de llegar, pero no llega, es uno de sus atributos. La diferencia con los malos poemas de amor es que estos últimos no consiguen mantener el equilibrio y se precipitan sin más al vacío de la cursilería. Versos del “Poema 20” como “Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella”. O: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, son sin duda románticos, pero no necesariamente cursis.
Quizás uno de los factores que contribuyen a la recepción privilegiada que ha tenido este poema puede ser su esquema rítmico. O la fusión de ese esquema y el temple de ánimo expresado. O lo que dice, o lo que calla o lo que sugiere. O talvez apela a algo subliminal que hay adentro de nosotros. Vaya uno a saber. En suma, seguimos en la oscuridad. Por más que los detectives literarios nos empeñemos en desentrañarlo, parece que el misterio del “Poema 20” no será resuelto jamás. Tanto mejor. Porque como dijo García Lorca: “Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio”.
LOS ÚLTIMOS POEMAS DE PABLO NERUDA
1.El infructuoso clamor
Curiosamente, y por el solo efecto de la oportunidad, uno de los libros más esperados de Pablo Neruda fue Geografía infructuosa. En octubre de 1971 el poeta chileno había obtenido el Premio Nobel de Literatura y esa fue su primera publicación posterior al premio. Era natural que se creara una cierta expectación por saber qué contenía el nuevo poemario. No obstante, el impacto del Nobel no pudo hacerse sentir, por el simple hecho de que casi todos los poemas estaban terminados cuando a Neruda se le concedió el galardón. La escritura de Geografía infructuosa se inició en 1971, durante sus viajes en automóvil por Chile, y se completó ese mismo año, mientras se desempeñaba como Embajador de su país en Francia.
El título es bastante engañoso, porque si bien es cierto que los poemas contienen numerosas referencias a la naturaleza y al paisaje, es decir, a elementos “geográficos”, no es menos cierto que esos elementos son solo el contexto de preocupaciones que podrían ser calificadas de existenciales. Pero lo que llama la atención es el adjetivo “infructuosa”, adscrito a “geografía”. Cualquier diccionario nos indica, que literalmente, “infructuoso” es aquello que no da frutos. También tiene el significado de “inútil” o “fallido” o de algo que se realiza “en vano”. Cabría preguntarse entonces en qué sentido la geografía de la que se habla en el libro es “infructuosa”.
Para responder esta interrogante es necesario poner en juego algunos datos biográficos. El 5 de agosto de 1972, desde Normandía, donde había comprado una casa, Neruda le envía una carta a Volodia Teitelboim en la que dice: “Te mando mi último libro asaz melancólico, resultado de enfermedades y exilios”. Ese libro es Geografía inconclusa. Las enfermedades a las que alude Neruda son los síntomas del cáncer que eventualmente le diagnosticarían; y el exilio, figurado en su caso, es su alejamiento de Chile para servir como diplomático. Estas dos experiencias son las que generan el particular estado de ánimo del poeta, que él describe como “melancólico”. Volodia Teitelboim cuenta que Neruda fue nombrado Embajador a petición del mismo poeta, quien le habría dicho: “Yo tengo que poner distancia. Salir por un tiempo, pero al servicio del gobierno. Creo que debo ser Embajador en Francia. Convérsalo con los compañeros. Y si están de acuerdo, que se lo propongan a Allende”.
El problema es que, una vez instalado en París, sintió que había tomado una decisión errónea. Más aún si consideramos que por primera vez en la historia de Chile un marxista asumía la presidencia, y que estaban intentando transformaciones radicales en la estructura política y social del país. Neruda había luchado por esos cambios desde que ingresó al Partido Comunista en 1945. Residir en el extranjero, sin vivir directamente la llamada “revolución a la chilena”, tiene que haberle producido una gran desazón. Esa desazón, unida al dolor y frustración que lo agobian cuando sospecha que sus malestares físicos pueden ser el preludio de algo grave, dibujan el tono que él llama “melancólico”, y que emerge y se sumerge a través del libro.
Este es uno de esos casos en los que estar en conocimiento de determinados aspectos biográficos modifica nuestra percepción de los poemas. No es lo mismo leer “El Cobarde”, sabiendo que Neruda tenía cáncer a la próstata, que ignorándolo: “Un solo pétalo del gran dolor humano / cae en tu orina y crees / que el mundo se desangra”. Entendemos que ya no se trata de una especulación metafísica, sino de una reacción emocional frente a la amenaza de la muerte, mezcla de miedo, rabia e impotencia, sentimientos que el poeta experimenta mientras está escribiendo el texto. Es por eso que la palabra “sobreviviente”, que encabeza el último poema del libro, no tiene un sentido metafórico, sino literal. Y es por esos también que poemas como “A enumerarse”, “Sigue los mismo” y “De viajes” son virtuales adioses. Otros textos están gobernados por una intensa nostalgia de los seres y cosas que han sido disueltos por el tiempo. Incluso llega a plantear que la existencia humana es solo “un reino de pasajeros”.
Pero volvamos al adjetivo “infructuosa”. A la luz de las consideraciones anteriores uno puede inferir que la frase “geografía infructuosa” es una suerte de hipálage. Esta figura se caracteriza porque a través de ella se produce un desplazamiento de términos, como en el verso de Leopoldo Lugones que habla del “árido camello” y en el que la aridez ha sido trasladada desde la idea de desierto. Análogamente, en la expresión “geografía infructuosa”, lo infructuoso no es la geografía, sino los esfuerzos de Neruda por sustraerse a la muerte. Si en la época de Residencia en la tierra manifestaba que su poesía era “como una espada entre indefensos”, ahora el indefenso es Neruda y la poesía ya no es el arma con la que podría luchar contra lo inexorable, Y es muy posible que el título del libro esconda una frase subliminal: poesía infructuosa. Pero para Neruda, un poeta que siempre mostró una fe casi religiosa en los poderes de la poesía, utilizar esa frase habría sido una claudicación.
Enfrentado a la posibilidad de una situación límite, Neruda entra en una crisis existencial. Es como si los estoicos versos de Rubén Darío sobre el sentido de la vida: “Y no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, Neruda los hubiera convertido en una serie de interrogantes que son casi una protesta: “Y por qué. Para qué? Pero por qué?”. A pesar de todo, más adelante dice que está “seguro de ser, firme en mi duración, inextinguible”.
Dos aspectos omnipresentes en su obra recurren en este libro: la autorreferencia y el mesianismo. A diferencia de otros poetas que hablan desde el yo, pero cuyo tema no es su propio yo, aquí el objeto de los poemas es el mismo Neruda. El segundo aspecto es carácter mesiánico que no lo abandona ni siquiera en los momentos de tribulación. El poeta declara que tiene una misión que cumplir y se considera un elegido. Pero su misión no es religiosa, sino política y social: “Mis deberes son duramente diurnos: / debo entregar y abrir nuevas ventanas / establecer la claridad invicta / y aunque no me comprendan, / continuar / mi propaganda de cristalería”, dice en el poema “El sol” Esta composición es prácticamente una reescritura de la “Oda a la claridad”, incluida en Odas elementales (1954). El programa es el mismo: Debo / cumplir mi obligación de luz (…) Yo debo repartirme / hasta que todo sea día, / hasta que todo sea claridad / y alegría en la tierra”. Algo muy evidente, sin embargo, es la tensión que existe entre la voluntad de Neruda de realizar una poesía de la claridad, la luz, la alegría y la esperanza, y sus demonios interiores que tiran hacia el lado de la oscuridad, la tristeza y la desesperanza. Y Neruda lo reconoce cuando dice no entender por qué a “un enlutado de origen” le ha tocado cumplir esa misión. En este orden de cosas, es bastante irónico que uno de los poemas más tristes de Geografía infructuosa lleve el título de “Felicidad”.
También se reitera aquí esa peculiar forma de panteísmo tan nerudiana, que podríamos llamar “ego-panteísmo”. Ya no es Dios el que está presente en la naturaleza, sino el poeta: “Me repartí en fragmentos / que entraban y salían de otras vidas, / formé parte del pan y la madera, del agua subterránea, del fuego mineral”. Abrumado por su condición telúrica, teme que no lo acepten como prójimo del hombre común y corriente. Vale la pena citar esta secuencia completa:
Por eso si me encuentras ignominiosamente
vestido como todos los demás, en la calle,
si me llamas desde una mesa en un café
y observas que soy torpe, que no te reconozco,
no pienses, no, que soy tu mortal enemigo:
respeta mi remota soberanía, déjame
titubeante, inseguro, salir de las regiones
perdidas, de la tierra que me enseñó a llover,
déjame sacudir el carbón, las arañas,
el silencio: y verás que soy tu hermano.
Un tema que Neruda había desarrollado en el poema “Unidad”, de Residencia en la tierra, reaparece ahora vinculado a la conciencia de la muerte. Es el problema de la identidad del ser dentro de la sucesión temporal, y el asombro de que los individuos conserven su unidad, a pesar de la fragmentación que les provoca la intermitencia de los días. Esto se observa, por ejemplo, en el poema que precisamente se llama “Sucesión”: “Muerte a la identidad, dice la vida / cada uno es el otro, y despedimos un cuerpo para entrar en otro cuerpo”. Un tema similar aparece en los poemas de Francisco de Quevedo que Neruda había presentado en 1935 con el título mistraliano de Sonetos de la muerte. Varios siglos antes, el poeta español había escrito: “Soy un fui y un seré y un es cansado”. Esas palabras resuenan en los siguientes versos del chileno: “Fui un pobre ser: soy un orgullo inútil, / un seré victorioso y derrotado”. Además, en “ A numerarse”, lamenta que al ser humano lo hayan dividido como ente material y temporal, e imagina que a él le han asignado un número: “Yo me llamo trescientos, / cuarenta y seis o siete, / con humildad voy arreglando cuentas / hasta llegar a cero y despedirme. Con el cero, símbolo de la nada, acaba la sucesión de cuerpos. Lo sorprendente, eso sí, es que un poeta ateo y materialista como Neruda piense en el alma y en un posible encuentro con “lo invisible”:
Dejando sí constancia de que la salud física
no es mi tema: es el alma mi cuidado:
quiero que las pequeñas cosas que nos desgarran
sigan siendo pequeñas, impares y solubles
para que cuando nos abandone el viento
veamos frente a frente lo invisible.
Al final del libro Neruda incluye unos párrafos en prosa que vale la pena traer a colación. Dice en su nota declaratoria: “El año 1971 fue muy cambiante para mis costumbres. Por eso y por no aparecer enigmático sin razón esencial dejo constancia de desplazamientos, enfermedades, alegrías y melancolías, climas y regiones diferentes que alternan en este libro”. La frase “dejo constancia” es emblemática con respecto a la función que se asigna Neruda como poeta y explica en parte su prodigalidad verbal. A partir de lo que se ha llamado su “conversión poética”, es decir, después de su ruptura con el proyecto de la vanguardia, Neruda inaugura una nueva etapa en su poesía, que oscila entre el diario de vida y la crónica en verso. El poeta se siente con la obligación de dar cuenta día a día de todo lo que le sucede a él (“Os voy a contar todo lo que me pasa”, había dicho en “Explico algunas cosas”); pero también quiere hacer un inventario de todo lo que pasa en el mundo exterior, según el dictado de su pensamiento estético y político.
En Confieso que he vivido, Neruda señala claramente las dos direcciones de su poesía: “Soledad y multitud –dice- seguirán siendo deberes elementales del poeta de nuestro tiempo. En la soledad, mi vida se enriqueció con la batalla del oleaje en el litoral chileno (…). Pero aprendí mucho más de la gran marea de las vidas, de la ternura vista en miles de ojos que miraron al mismo tiempo. Es memorable y desgarrador para el poeta haber encarnado para muchos hombres, durante un minuto, la esperanza”. El libro suyo que mejor se nutre de la soledad es por cierto Residencia en la tierra, y de esto Neruda está muy consciente. Tanto es así que discrepa de los críticos que atribuyen la gestación de esa obra a la influencia de la cultura del Extremo Oriente –donde Neruda ejerció funciones diplomáticas entre 1927 y 1932-, y puntualiza que es el fruto de “la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño”. En cuanto a la multitud, el libro que la representa mejor es el Canto general. Soledad y multitud son los dos polos entre los cuales se mueve la poesía de Neruda.
Como hemos dicho, Geografía infructuosa fue iniciado en 1971, meses después del triunfo socialista de Salvador Allende. Neruda había participado activamente, primero en la campaña electoral y después en las concentraciones populares que celebraban al nuevo gobierno y vio desde muy cerca esos “miles de ojos” a los que hace referencia. Uno habría esperado entonces que un libro suyo tan cercano a esas fechas se inclinara hacia la poesía de la multitud. Pero el poeta propone y la vida dispone, porque Geografía infructuosa conjuga de una manera imprevisible los dos aspectos que Neruda subraya a propósito de Residencia en la tierra: “la soledad de un forastero” y “un mundo violento y extraño”. Solo que ahora el forastero es el “exiliado” en Francia, y lo violento y extraño no es el mundo que lo circunda, sino el mal que ha invadido su cuerpo. Por eso, contradiciendo los planes de Neruda, el libro acaba siendo un diario de vida interior –sin multitud, sin luz, sin alegría-, cuyas páginas registran el infructuoso clamor de un solitario a quien la muerte acecha. Esa misma muerte que finalmente lo alcanzó el 23 de septiembre de 1973.
2.Interrogando al universo
Un año después de su partida, varios libros de Neruda que habían permanecido inéditos, empiezan a ver la luz pública. A la aparición de Confieso que he vivido, sus memorias en prosa, se suman varias obras en verso. Uno de esos volúmenes póstumos se titula El libro de las preguntas.
Es un texto que tiene una disposición bastante singular. Lo integra una seguidilla de setenta y cuatro composiciones que poseen la misma estructura: cada una es una estrofa de dos versos de nueve sílabas, formulados como interrogaciones retóricas. A la manera de la lengua inglesa, Neruda solo usa el signo de interrogación al final de la frase. La persistencia de un mismo esquema podría desembocar en una estéril monotonía, pero lo que crea, en cambio, es un extraño efecto elegíaco, análogo al que suele producir el tópico de ubi sunt, que inquiere sobre personas y cosas desaparecidas. Este tópico aparece expresamente en un par de ocasiones: “Dónde están los nombres aquellos / dulces como tortas de antaño?”. O: “Dónde se fueron las Donaldas, / las Clorindas, las Eduviges?”.
Con ingenio próximo al de Estravagario, los dísticos preguntan, ya sobre situaciones inventadas por la imaginería poética –un poco a la manera de las greguerías de Gómez de la Serna-, ya sobre ciertos enigmas de la existencia, ya remitiendo a la figura del mismo poeta. El contenido de las preguntas determina diversos temples de ánimo, que van del buen humor juguetón a la tristeza, de la tristeza al tono sentencioso, y de éste a la ira incisiva. Esto último se advierte cunado el poeta conjetura los trabajos y los días de Hitler y Nixon en sus respectivos infiernos. Algunas preguntas impactan por su gracia lírica: “Qué distancia en metros redondos / hay entre el sol y las estrellas?”. Otras, por su nostalgia elegíaca: “Y el padre que vive en los sueños / vuelve a morir cuando despiertas?”. Y otras, por su carácter premonitorio para los chilenos: “Es verdad que vuela de noche / sobre mi patria un cóndor negro?”.
En el Libro de las preguntas, diversos elementos del mundo son presentados en permanente transformación. Algunos provienen de un pasado o se proyectan hacia un futuro que contradice la naturaleza misma del objeto: “Es cierto que aquel meteoro / fue una paloma amatista?”. Esas menciones figuran en un contexto presidido por el color amarillo, cuyo imperio se reitera bajo distintas concreciones: “Si se termina el amarillo / con qué vamos a hacer el pan? “. O: “Cuál es el pájaro amarillo / que llena el nido de limones?” Pero, sobre todo, este color anuncia el advenimiento del otoño, el incesante deterioro de los seres y las cosas por la injuria del tiempo.
Las visiones del mundo exterior pronto se convierten en una persistente inquietud del poeta por su propia fugacidad. Por ejemplo, el poema XLIV inquiere sobre su desaparecida infancia: “Dónde está el niño que yo fui / sigue dentro de mí o se fue?”. En esta interrogante hay resonancias de Enrique Lihn, que veinte años antes había escrito: “Qué será de los niños que fuimos?”.
En el otro extremo biográfico –el de la edad madura- los cuestionarios que van del XXXIV al XXXIX, y los que llevan los números LXI y LXII, encierran una aguda reflexión sobre la muerte personal. Vemos, de este modo, que detrás de la superficie lúdica y aparentemente menor del libro, se esconde una preocupación profunda por el destino final del individuo.
Hasta cierto punto, la colección se liga temáticamente a las Residencias, pero se aparta de ellas en todos los otros niveles de la escritura. Sin olvidar por cierto que mientras Residencia en la tierra tiende al hermetismo, El libro de las preguntas opta por la transparencia. Además este último no tiene nada de angustioso ni de sombrío. Hay una aceptación resignada de lo efímero, y el poeta, lejos de mostrarse pesimista y enlutado, revela una especie de deslumbrada curiosidad por el misterio de la muerte. La otra estación del año privilegiada en el texto, aunque en un grado secundario con respecto al otoño, es la primavera y su capacidad renovadora: “Por qué otra vez la Primavera / ofrece sus vestidos verdes?”.
En suma, y dicho con un verso de “Entrada a la madera”, los seres y las cosas del Libro de las preguntas sobreviven “envueltos en otoño y resistencia”; avanzan hacia la muerte, pero transportan en su seno las semillas del renacimiento. Esta cosmovisión encuentra su modo de expresión verbal en las imágenes de lo proteico: todo tiende a perseverar en su ser, si no bajo la misma forma física, al menos bajo otra envoltura material: “Se fundirá tu destrucción / en otra voz y en otra luz”. El “molino de las formas”, tan angustiante y perturbador en las Residencias, vuelve a girar aquí, pero esta vez al ritmo esperanzado y sereno con que el Neruda de la madurez interroga al universo.
-Pablo Neruda y Oscar Hahn. (Arica, Chile, 1963)