Antiguo muchacho
Antiguo muchacho
Entre la noche era la madreselva como de música
y el sueño en nuestros párpados abejas que extraían
de las lluviosas arpas del otoño
un panal de violetas y silencio.
Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo
como un trovador, bello de lazos y de cintas,
que, junto a un cenador donde una tea alumbra,
bajara por la escala del desmayado cuerpo de la infanta
al par que entre la fronda el ruiseñor perfuma de armonía la noche.
Erraba en las almenas un vago suspirar de abandonados velos,
de cabelleras lánguidas flotando en los estanques
y un ajimez quedaba solo frente a la luna
adormecida por el laúd de los besos.
Revivo la mirada pálida de los espejos
y mi rostro preguntando en su oráculo,
y la mano que repasaba, lenta, mis mejillas, mis labios.
Había una ventana donde el mar convertía en espumas sus cisnes,
y en los aparadores bandejas con membrillos cocidos
y el tarro de las guindas,
y las cidras frías por el mármol de la madrugada,
y los dulces de piñonate en su estrella de papel rizado.
El domingo escalaba con su luz amarilla,
con su parra latiendo de áureos cimbalillos,
los álamos sombríos del invierno,
y las horas, veloces, agitaban sus pétalos
como rosal que deja su nieve por el aire.
Y la noche llegaba al campo reclinando su cabeza en los montes,
y un miedo suave bajaba con el ladrido de los perros por las cañadas,
y la última garza de la tarde dormía entre los juncos.
Decidme dónde tengo aquel niño con el cuello sujeto de bufandas
y la enorme mosca negra de la fiebre aleteando en mis sienes,
y en torno de mi lecho, Sandokán con la perla roja en su turbante
y Aramis perfumado de unción episcopal,
y Robinsón bajo el verde loro balanceante de los bambúes.
Aquel cerrado mirador, entre lutos,
donde paraban todos los años la Oración del Huerto
cuando el Jueves Santo gemía en su larga trompeta morada.
Y la Virgen Dormida, en un agosto de bengalas,
y los muertos contemplando desde su balaustrada de ausencias
las débiles lamparillas de la noche de Todos los Santos.
Llovía en los cristales. Ahora, silenciosos, vuelven tristes perfiles,
voces que pálidas renacen,
como hojas arrastradas a un otoño de olvido.
Y como el nadador, dichosamente cansado,
deja escurrir los dedos del agua por su cuerpo desnudo
volviendo su mirada hacia la playa,
así a ti me vuelvo,
buscado tu sonrisa en mi sonrisa,
tu mirar en mis ojos
y tu honda voz pura, antiguo muchacho,
fluyendo como un agua fresquísima
del manantial cegado de los días.
Bajo la dulce lámpara…
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.
Rondel para un joven violinista
Mi canto, para aquél que no sabe
mi nombre. Para aquél que no sabe,
mi sonrisa. Y mi amor para mí,
creciendo ante la luna, alzándose a la luna
inmóvil bajo el ropaje rígido,
bajo el plegado áureo de su luz
y la fugaz diadema de la fiebre
ardiendo con su gema misteriosa…
Para aquél que no sabe, mi canto y mi sonrisa.
Para ti, con tus labios de tierra,
que en góndola embriagada pasas
suave y silencioso
acariciando oscuros cabellos de violines,
el mar tiránico y la inhumana dádiva de la música
por quien desfalleces y para quien eres sólo
un torpe vaso donde ella vierte avara
unas gotas falaces de su vino,
mientras, alta, en la alta gradería,
ella ríe sagrada y desleal.
Tu beso vivo
para la carne de la humilde madera
que la armonía esparce sólo con ser tu espejo,
y los puros sonidos,
cuando pulsas sombrío el corazón nocturno
en las cámaras frías donde arde el tenebrario de la madrugada,
acuden a tu mano como trémulas aves
sumisas, en espera de la simiente pródiga.
Sueñas con escenarios, pesados terciopelos de telones
que un éxtasis de aplausos detuviera.
Gala de las arañas encendidas
y los hombros desnudos por los palcos;
perlas enfermas en gargantas níveas
y un zumbel de doradas abejas coronándote,
Haydn de nuevo… Y la hortensia morada
de tus párpados agrandándose lívida,
ignorando que hay un pájaro libre en tu ventana
picoteando en el cristal sonoro,
y la inicial de una muchacha escrita en la manzana que te comes,
y un canto para ti, que no sabes mi nombre,
para ti que no sabes mi sonrisa.
Galán
Aquí está ya el amor.
La luna crece en el espacio virgen.
Desnudo, el desvelado hacia la aurora siente
resbalar por su cuerpo un agua de sonrisas.
Los álamos palpitan de finos corazones
y lento va el cortejo de los enamorados suspirante
en la noche,
deshojando el jazmín de las vihuelas.
Una mano enjoyada de anillos y serpientes
hunde sus uñas sabias de placer en los durmientes núbiles
y fría en su belleza la alta madrugada respira en las glicinas.
Él piensa:
“Ah, caminar a solas bebiendo tu embeleso
por el vientre sombrío de la playa
donde el mar, a nuestros pies descalzos,
rompe en astros su voz amarga y su desdén.
Un rumor de guitarras perezosas
en los puertos azules donde la palma florecida mece,
ebria, su danza lánguida
nos dirá que el amor es tan sólo un sorbo de verano.
Viviremos bajo un dolmen de yedras y de lluvias
en las suaves colinas enrojecidas de frutos
y la dicha fugaz apartará sumisa para vernos
los pámpanos silvestres dorados por el ala de los abejarucos.
Ah, morir, quiero morir con tu nombre en mis labios.”
La noche unge con sus sacros óleos los ojos del amante.
Juglares y doncellas
que ofrecían manzanas de amor entre columnas
duermen bajo una brisa de besos que deshace sus cabellos floridos
y sólo el ruiseñor, el príncipe nocturno,
asciende por las altas graderías de la luna
y en su pluma suave
una rosa de láudano crece esparciendo olvido.
El piensa entre los sueños:
“Quiero morir cantando junto al mar”.
Albanio
Luis Cernuda
Tuviste miedo siempre de escribir estas líneas,
como el que ofrece algo de poco precio,
ni mirto ni laurel,
algún ramajo seco y a la vez pretencioso,
o se acerca demasiado a la brasa creadora,
al insondable fuego
que consume al poeta en su crisol de ascuas,
devastador y bello y deslumbrante,
salamandra de oro cuya vida es la lumbre.
Cuántas veces, Sevilla
irreal de blancor y de azahares,
buscaste aquel aroma, aquel silencio,
aquella luz suspensa en hermosura
que eran su huella clara,
pisada y sortilegio,
latir de su presencia repentina,
y que iba más allá de aquel magnolio,
de aquel compás en sombra,
de aquella luna grande
que en la Semana Santa asciende pura,
toda escenografía
y a la vez armonía indiferente
sobre una ciudad enfebrecida.
En el viejo rincón universitario
el becqueriano ángel,
veste de mármol sobre falso túmulo,
guardaba su secreto corrosivo
abandonado al tiempo, al visitante
cada vez más escaso,
sin saber nada tuyo ni de Bécquer,
máscara de una gloria oficial
en una patria
ignorante y hostil a la poesía.
Al pie de la memoria,
por lo que habías oído, ibas
a la Calle del Aire
o aquella otra de los Mármoles,
de itálicas columnas que jaspeaban
jaramago y ortiga punzadora.
O en el grutesco aljibe del Alcázar
en verdinoso laude de agua intentabas
descifrar, movediza, la escritura
del limón o la adelfa.
Fugacidad angustiosa del tiempo estremeciendo
estatua, hoja, surtidor, relumbre
de aves por las copas de la tarde,
melodía ya eco,
aunque allí pareciera
detenerse el fluir, intemporal, eterno.
La distancia y los años levantaron
el mito de cristal, torre de hastío,
engreimiento de cisne desdeñoso,
el reservado orgullo atrabiliario,
leyenda de despecho,
isla, armiño, monóculo.
Y se hizo el silencio,
el mar estaba en medio como un muro,
mientras inmarcesible tu poesía
doraba frutos en las altas ramas;
labor, fidelidad, esfuerzo, encendimiento,
mesura, lealtad, dignidad, cegadora belleza,
virtudes raras en la selva hispana.
Pero tus lentos ojos no vieron más el sur
Y tu tumba está lejos.