Pablo García Baena

Antiguo muchacho

 

 

 

 

 

Antiguo muchacho

 

Entre la noche era la madreselva como de música

y el sueño en nuestros párpados abejas que extraían

de las lluviosas arpas del otoño

un panal de violetas y silencio.

Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo

como un trovador, bello de lazos y de cintas,

que, junto a un cenador donde una tea alumbra,

bajara por la escala del desmayado cuerpo de la infanta

al par que entre la fronda el ruiseñor perfuma de armonía la noche.

Erraba en las almenas un vago suspirar de abandonados velos,

de cabelleras lánguidas flotando en los estanques

y un ajimez quedaba solo frente a la luna

adormecida por el laúd de los besos.

Revivo la mirada pálida de los espejos

y mi rostro preguntando en su oráculo,

y la mano que repasaba, lenta, mis mejillas, mis labios.

Había una ventana donde el mar convertía en espumas sus cisnes,

y en los aparadores bandejas con membrillos cocidos

y el tarro de las guindas,

y las cidras frías por el mármol de la madrugada,

y los dulces de piñonate en su estrella de papel rizado.

El domingo escalaba con su luz amarilla,

con su parra latiendo de áureos cimbalillos,

los álamos sombríos del invierno,

y las horas, veloces, agitaban sus pétalos

como rosal que deja su nieve por el aire.

Y la noche llegaba al campo reclinando su cabeza en los montes,

y un miedo suave bajaba con el ladrido de los perros por las cañadas,

y la última garza de la tarde dormía entre los juncos.

Decidme dónde tengo aquel niño con el cuello sujeto de bufandas

y la enorme mosca negra de la fiebre aleteando en mis sienes,

y en torno de mi lecho, Sandokán con la perla roja en su turbante

y Aramis perfumado de unción episcopal,

y Robinsón bajo el verde loro balanceante de los bambúes.

Aquel cerrado mirador, entre lutos,

donde paraban todos los años la Oración del Huerto

cuando el Jueves Santo gemía en su larga trompeta morada.

Y la Virgen Dormida, en un agosto de bengalas,

y los muertos contemplando desde su balaustrada de ausencias

las débiles lamparillas de la noche de Todos los Santos.

Llovía en los cristales. Ahora, silenciosos, vuelven tristes perfiles,

voces que pálidas renacen,

como hojas arrastradas a un otoño de olvido.

Y como el nadador, dichosamente cansado,

deja escurrir los dedos del agua por su cuerpo desnudo

volviendo su mirada hacia la playa,

así a ti me vuelvo,

buscado tu sonrisa en mi sonrisa,

tu mirar en mis ojos

y tu honda voz pura, antiguo muchacho,

fluyendo como un agua fresquísima

del manantial cegado de los días.

 

 

 

 

Bajo la dulce lámpara…

 

Bajo la dulce lámpara,

el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes

y un turbador perfume de aventuras

salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.

Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,

eran abordados por las naos piratas

y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían

en los cuerpos cobrizos y las manos violentas

arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.

Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto

volcaban el carey, las telas suntuarias

y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero

en los pálidos labios de las virreinas.

Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,

el índigo Caribe y las islas del Viento

conocen las hazañas de bajeles fantasmas

y Maracaibo canta con los esclavos su desgana

a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos

en un río de jengibre.

Otras veces al soplo suave de Favonio,

empujado por Tetis y las verdes Nereidas,

el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines

dejaba su plegaria fugitiva de algas

en las votivas gradas de los templos.

Allí Venecia en el otoño adriático

mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,

desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,

y las jónicas islas

se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.

En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto

y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche

como un velo bordado de sardios

cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul

allá en el Bósforo fosforescente.

El incansable dedo atravesaba Arabia

y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio

las cinturas de los amantes.

Al crepúsculo,

surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,

y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,

consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza

mientras Ceylán los bosques de canela y caoba

silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.

Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,

tal vez buscaba una secreta dicha

apenas confesada en su interior.

Cuando los días pasaron, él ya supo

que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.

Esperar con un brillo de sonrisa en los labios

y la apagada lámpara en la mano.

 

 

 

 

Rondel para un joven violinista

 

Mi canto, para aquél que no sabe

mi nombre. Para aquél que no sabe,

mi sonrisa. Y mi amor para mí,

creciendo ante la luna, alzándose a la luna

inmóvil bajo el ropaje rígido,

bajo el plegado áureo de su luz

y la fugaz diadema de la fiebre

ardiendo con su gema misteriosa…

Para aquél que no sabe, mi canto y mi sonrisa.

Para ti, con tus labios de tierra,

que en góndola embriagada pasas

suave y silencioso

acariciando oscuros cabellos de violines,

el mar tiránico y la inhumana dádiva de la música

por quien desfalleces y para quien eres sólo

un torpe vaso donde ella vierte avara

unas gotas falaces de su vino,

mientras, alta, en la alta gradería,

ella ríe sagrada y desleal.

Tu beso vivo

para la carne de la humilde madera

que la armonía esparce sólo con ser tu espejo,

y los puros sonidos,

cuando pulsas sombrío el corazón nocturno

en las cámaras frías donde arde el tenebrario de la madrugada,

acuden a tu mano como trémulas aves

sumisas, en espera de la simiente pródiga.

Sueñas con escenarios, pesados terciopelos de telones

que un éxtasis de aplausos detuviera.

Gala de las arañas encendidas

y los hombros desnudos por los palcos;

perlas enfermas en gargantas níveas

y un zumbel de doradas abejas coronándote,

Haydn de nuevo… Y la hortensia morada

de tus párpados agrandándose lívida,

ignorando que hay un pájaro libre en tu ventana

picoteando en el cristal sonoro,

y la inicial de una muchacha escrita en la manzana que te comes,

y un canto para ti, que no sabes mi nombre,

para ti que no sabes mi sonrisa.

 

 

 

 

Galán

 

Aquí está ya el amor.

La luna crece en el espacio virgen.

Desnudo, el desvelado hacia la aurora siente

resbalar por su cuerpo un agua de sonrisas.

Los álamos palpitan de finos corazones

y lento va el cortejo de los enamorados suspirante

en la noche,

deshojando el jazmín de las vihuelas.

Una mano enjoyada de anillos y serpientes

hunde sus uñas sabias de placer en los durmientes núbiles

y fría en su belleza la alta madrugada respira en las glicinas.

 

Él piensa:

“Ah, caminar a solas bebiendo tu embeleso

por el vientre sombrío de la playa

donde el mar, a nuestros pies descalzos,

rompe en astros su voz amarga y su desdén.

Un rumor de guitarras perezosas

en los puertos azules donde la palma florecida mece,

ebria, su danza lánguida

nos dirá que el amor es tan sólo un sorbo de verano.

Viviremos bajo un dolmen de yedras y de lluvias

en las suaves colinas enrojecidas de frutos

y la dicha fugaz apartará sumisa para vernos

los pámpanos silvestres dorados por el ala de  los abejarucos.

Ah, morir, quiero morir con tu nombre en mis labios.”

 

La noche unge con sus sacros óleos los ojos del amante.

Juglares y doncellas

que ofrecían manzanas de amor entre columnas

duermen bajo una brisa de besos que deshace sus cabellos floridos

y sólo el ruiseñor, el príncipe nocturno,

asciende por las altas graderías de la luna

y en su pluma suave

una rosa de láudano crece esparciendo olvido.

 

El piensa entre los sueños:

 

“Quiero morir cantando junto al mar”.

 

 

 

 

Albanio

 

Luis Cernuda

 

Tuviste miedo siempre de escribir estas líneas,

como el que ofrece algo de poco precio,

ni mirto ni laurel,

algún ramajo seco y a la vez pretencioso,

o se acerca demasiado a la brasa creadora,

al insondable fuego

que consume al poeta en su crisol de ascuas,

devastador y bello y deslumbrante,

salamandra de oro cuya vida es la lumbre.

Cuántas veces, Sevilla

irreal de blancor y de azahares,

buscaste aquel aroma, aquel silencio,

aquella luz suspensa en hermosura

que eran su huella clara,

pisada y sortilegio,

latir de su presencia repentina,

y que iba más allá de aquel magnolio,

de aquel compás en sombra,

de aquella luna grande

que en la Semana Santa asciende pura,

toda escenografía

y a la vez armonía indiferente

sobre una ciudad enfebrecida.

En el viejo rincón universitario

el becqueriano ángel,

veste de mármol sobre falso túmulo,

guardaba su secreto corrosivo

abandonado al tiempo, al visitante

cada vez más escaso,

sin saber nada tuyo ni de Bécquer,

máscara de una gloria oficial

en una patria

ignorante y hostil a la poesía.

Al pie de la memoria,

por lo que habías oído, ibas

a la Calle del Aire

o aquella otra de los Mármoles,

de itálicas columnas que jaspeaban

jaramago y ortiga punzadora.

O en el grutesco aljibe del Alcázar

en verdinoso laude de agua intentabas

descifrar, movediza, la escritura

del limón o la adelfa.

Fugacidad angustiosa del tiempo estremeciendo

estatua, hoja, surtidor, relumbre

de aves por las copas de la tarde,

melodía ya eco,

aunque allí pareciera

detenerse el fluir, intemporal, eterno.

La distancia y los años levantaron

el mito de cristal, torre de hastío,

engreimiento de cisne desdeñoso,

el reservado orgullo atrabiliario,

leyenda de despecho,

isla, armiño, monóculo.

 

Y se hizo el silencio,

el mar estaba en medio como un muro,

mientras inmarcesible tu poesía

doraba frutos en las altas ramas;

labor, fidelidad, esfuerzo, encendimiento,

mesura, lealtad, dignidad, cegadora belleza,

virtudes raras en la selva hispana.

Pero tus lentos ojos no vieron más el sur

Y tu tumba está lejos.

 

Pablo García Baena Poeta español contemporáneo, nacido en Córdoba en 1923. Estudió Bellas Artes. En 1947 fundó, junto a Ricardo Molina, Juan Bernier y Jul ... LEER MÁS DEL AUTOR