En lo secreto del trueno
LA HABANA
En mi niñez La Habana
era en la radio voces,
que entre estaciones varias,
hacían su itinerario hasta llegar a casa.
A veces toda canto, a veces toda vida
de seres reales o imaginarios
en orbes que nutrían el universo.
Diré que hallé en la radio
la antena con La Habana soñadora.
En el largo camino
desde Delicias hasta Nueva York,
contemplando laureles y leones
me detuve en las sendas
del Paseo del Prado: Zenea y el mar,
el Capitolio, Monte y la CMQ,
el parque fraternal., todo soñado,
tal vez visto en revistas.
Esa noche, antes de irme al hotel
Isla de Cuba, ensimismado, escuché
las voces ancestrales de las Anacaonas
que en cantos celebraban
a la India y su fuente con delfines,
desobedientes a la afección que
Ballagas les mostrara, aún lloran sin consuelo
sobre la taza gris de piedra vieja.
En la mañana, antes de dar el salto
entre Rancho Boyeros y Miami,
Temprano me adentré en las calles y plazas
a contemplar sus casas y sus aceras.
Allí están la mirada, los pasos, el aliento
de quienes animaron la ciudad
en los siglos pasados.
Entonces, las estaciones dejaron
de ser voces radiales, de una a otra estación
llegaba a Nueva York desde Miami.
Allá entre torres y ríos recuperé
con la poesía que me acompañaba
las voces en sintonía con mi ser
y regresé a La Habana.
Esas voces dieron a mi existir
un cuerpo que es instrumento, herramienta,
un arma a veces, para darle vida
a lo que en mí es memoria.
Diré que esa memoria es la poesía que
otras voces en mí, encarnan en el verso
desde Heredia, Varela, Saco, Villaverde y Martí,
que han unido a La Habana y Nueva York
en abrazos que hermanan nuestras islas.
Ya La Habana era hogar a mi regreso.
En sus calles y plazas la poesía
que anima la mirada para asentar los pasos
de quienes las recorren, traza los signos
que perpetúan con amor la historia.
Aquí están mis precursores todos.
Que me imponen hacer de Abel progenia.
EN LO SECRETO DEL TRUENO
para Cintio Vitier*
Si uno pudiera, como quien juega o sueña
las secuencias del tiempo reordenar,
y pudiera acogerse a aquellos ciclos
que sólo nos inducen a aprender,
sabiamente sabríamos eludir
las ignominias de la sinrazón.
Si uno pudiera a los juegos y sueños
atribuirles todo cuanto idearan
ingratitud, torpeza y mezquindad,
cardo y ortiga, zarza triste de la vida
que roce y trato tornan defensivos.
También el corazón tiene sus mañas.
Como un reclamo de atención, a veces
uno puede faltarle a quienes ama:
una palabra, un gesto, cualquier impertinencia,
casi siempre de efecto ponzoñoso.
Suele confiarse a veces en que el daño
acerque el ofendido al ofensor.
No hay bien ni mal. Esto también se espera.
Ahora creo haber aprendido a conocer
ciertas turbias razones que a veces urde el corazón.
SUITE PARA MARUJA
I
La primavera, dices, y escojo madreselvas,
geranios y begonias.
A casa vuelves con los pies mojados,
la falda llena de guisasos ásperos.
Verbenas sin olor en los cabellos
y, entre las manos, romerillo y malvas.
Dices, el aire, y cierro las ventanas,
busco el sillón más próximo a la esquina
donde libro y lámpara me esperan.
Y el aire es la mañana del sol, blanca,
la loca expedición de las hormigas,
pájaros y caguayos de astuta, fina lengua.
Tu canto por el patio saliendo del brocal,
los baldes y las piedras.
El sol, dices tranquila, y presuroso escalo
los templos más antiguos. Arenales recorro.
Duermo a la sombra ámbar de un dátil.
Y el sol es la ventana limpia donde te acodas,
sueltos la blusa y el cabello,
y es el camino al mar los viernes de la Pascua;
recoger gajos santos que ahuyenten los ciclones;
café que huele a cuaba ardiendo y sabe a madrugar
de plátanos, anones y ciruelas.
Son mis brazos ciñendo tu cintura
sin que lo sepa yo.
Y cuando dices es la noche, sueño
con países que anduve,
a los que vuelven mis pisadas
lentas y oscuras, para recobrarte.
Pero la noche no es lo que me pone
el corazón a repartirse en tiempos
que fueron míos. Pues la noche es tu voz
conversadora, tu voz que quiere ser
una palabra sola.
II
Cuando anochece espero
confiarte de una vez todo el espanto
que hay de día en mi pecho.
No es obsesivo gusto por la vida
plena del dios sin tiempo;
ni es el miedo a perder
el poder y la magia del poeta:
miedo a la muerte y al olvido.
Lo que me pone el corazón pequeño
cuando anochece y estoy contigo, a solas,
es oírme las dóciles palabras
que te ocultan que miento
cuando te digo que aún no tengo miedo.
III
Casi siempre y solos,
en el portal hablamos, claro, los dos,
(o en la cocina, que es igual)
de los amigos; sus nombres son palabras
que yo elijo como quien gusta
de una flor o de un fruto: una joya remota
que tú guardas, amor.
Tú, misterio inacabable
que juntas, hora a hora, mi ser
disperso entre recuerdos que no hemos compartido.
Nombres inalcanzables que el niño rememora
en una adolescencia fugaz.
Me desconcierta haberlos olvidado.
Nombres presentes, míos de hoy, huyendo,
ruidosos, en silencio,
a nuestra soledad.
Nuestra.
Yo me duelo. ¿Sabes?: los días nos corroen.
¿A quién hablar? ¿A quién el corazón
darle de par en par?
Sufro, hasta que tu remansas mis sospechas
contándome una historia
de niños malos que resultan buenos
y niños buenos que la historia infama.
IV
En voz baja decir, amor, tu nombre,
junto a ti, a tus oídos, a tu boca.
Y ser ese animal
feliz que junta sus mitades.
En voz baja o sin ella, muda
la boca revertida a su unidad:
silencio inaugural que a verbo y carne
otorga nueva vida.
Los ojos, ciegos, de regreso al todo:
luz revelando mundos
como fueron o son, como serán.
Vueltos a ser alegría del otro,
uno consigo mismo en compañía.
Una vida otra: la tuya; tan amada.
Volver a ser origen sin tristeza
o dolor, sin miedo, sin nostalgia o con ellos;
tú y yo, nuestros recuerdos y cenizas.
NIHIL OBSTAT
En su celda, Juan de Yepes, espera.
Los prelados de la orden del Carmelo
ahora se reúnen. Juan incurrió en falta grave:
puso en lengua común el cántico divino.
Sus hermanos de hábito ceden unos minutos
(ellos, cargados de trabajos)
a la ardua inspección de unas cuartillas.
Diseccionan el texto
para extirpar las sílabas malignas.
Tan comedidos (sálvelos Dios)
respecto a la salud espiritual
de la feligresía, se afanan
en descubrir el mal, para ahuyentarlo
del inocente gremio de la gleba.
Sonríen satisfechos, mientras Juan, en su celda,
vive la soledad del amor herido.
Brillan los dientes de los magistrados
que el queso, el vino y las manzanas lustran,
mientras Juan, en su celda,
el pan y el agua cena sin demora.
Los prelados de la orden del Carmelo
han cumplido. Regresan a sus coches,
mientras Juan, en su celda,
sufrirá la dolencia de amor que no se cura.
PARÁBOLA
Mi madre quiere que yo sea feliz, quiere
que yo sea joven y alegre;
un hombre que no tema al paso de los años,
ni tema a la ternura y al candor
del niño que debiera ser
cuando voy de su mano y la oigo repetirme
–para que no lo olvide– éstas y otras nociones.
Mi madre no quisiera avergonzarse de mí.
Mi madre quiere que no mienta, quiere
que sea libre y sencillo.
No quisiera verme sufrir,
porque el miedo y la duda
son males que padecen los adultos,
y ella quiere que yo sea su niño.
Cualquiera que nos viese
no la comprendería: en edad coincidimos
–no quiere que lo diga–,
aunque ella me dio vida
cuando tenía los años que tengo hoy.
Podríamos ser hermanos, ella un poco mayor.
Podríamos ser amigos: su memoria y la mía
corresponden a un tiempo en que ambos fuimos jóvenes.
(Yo era menor, pero recuerdo verla cantar feliz
entre sus hijos, compartir nuestra infancia).
Mi madre quiere verme luchar a toda hora
contra el dolor y el miedo.
Sufriría si supiera que a mi edad,
la de ella entonces cuando me dio a la vida,
yo soy su viejo padre y ella mi dulce niña.
APRENDIENDO A MORIR
Mientras duermen mi mujer y mis hijos
y la casa descansa del ajetreo familiar,
me levanto y reanimo los espacios tranquilos.
Hago como si ellos –mis hijos, mi mujer–
estuvieran despiertos, activos
en la propia gestión que les ocupa el día.
Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles,
hablándoles;
pero nadie responde, nadie me ve.
Llego hasta donde está la menor de mis niñas:
ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.
El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,
de los bolsillos saca su botín:
las artimañas de un prestidigitador.
Quisiera compartir su arte y su tesoro,
quisiera ser con él. Sigue de largo:
no repara en mi gesto ni en mi voz.
¿A quién acudo? Mis otras hijas ¿dónde están?
Ando por casa jugando a que me encuentren:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.
¿Dónde se habrá metido mi mujer?
En la cocina la oigo; el agua corre,
huele a hojas de cilantro y de laurel.
Está de espaldas. Miro su melena,
su cuello joven: ella vivirá…
Quiero acercármele pero no me atrevo
―huele a guiso, a pastel recién horneado―:
¿y si al volver los ojos no me ve?
Como un actor que olvida de repente
su papel en la escena,
desesperado grito:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Hasta que llegue el día y con su luz
termine mi ejercicio de aprender a morir.