Inventario de algunos recuerdos
Ars poética
Volver es necesario
a la fuente del canto:
encontrar la poesía de las cosas corrientes,
cantar para cualquiera
con el tono ordinario
que se usa en el amor,
que sonría entendida la Juana cocinera
o que llore abatida si es un verso de llanto
y que el canto no extrañe a la luz del comal;
que lo pueda en su trabajo decir el jornalero,
que lo cante el guitarrero
y luego lo repita el vaquero en el corral.
Debemos de cantar
como canta el gurrión al azahar:
encontrar la poesía de las cosas comunes
la poesía del día, la del martes, la del lunes,
la del jarro, la hamaca y el jicote,
el pipián, el chayote,
el trago y el jornal;
el nombre y el lugar que tienen las estrellas,
las diversas señales que pinta el horizonte,
las hierbas y las flores que crecen en el monte
y aquellas que soñamos si queremos soñar.
Decir los que queremos.
Querer lo que decimos.
Cantemos
¡aquello que vivimos!
Introducción a la tierra prometida
Portero de la estación de las mieses,
el viejo sol humeante de verdes barbas vegetales
sale a la mañana bajo una lluvia de prolongados tamboriles
y vemos su hermoso cuerpo luminoso como un vitral,
labrador de la tierra,
abuelo campesino de gran sombrero de palma,
cruzando con sus pesados pies la blanda arcilla gimiente.
Ahora estamos ya en el mes de las mariposas
y, alrededor del grano cuya resurrección ellas anuncian
disfrazadas de ángeles,
brotan también las palabras antiguas caídas en los surcos,
las voces que celebraron el paso de este sol corpulento
/y anciano
amigo de nuestros muertos, agricultor desde la edad
/de nuestros padres,
propietario de la primavera y de sus grandes bueyes mansos.
Voy a enseñarte a ti, hijo mío, los cantos que mi pueblo
/recibió de sus mayores
cuando atravesamos las tierras y el mar
para morar junto a los campos donde crecen el alimento
/y la libertad.
Aquí, tal vez, al paso del sol, llegó el primer latido
/de tu sangre,
cuando una doncella virgen se inclinaba para recoger la espiga
y una flor cualquiera era suficiente para conectar una sonrisa.
Hombres valientes nos han antecedido.
Mujeres fuertes como los vientos de Enero
que no decaen bajo la ardiente cólera del astro,
y aquí dejaron sus cuerpos para nutrir tu resistencia desde los pies,
para subir a tu palabra como crece el maíz a la altura del hombre
y vigilar desde tus ojos recios en todo este horizonte de nuestro dominio.
Ellos encendían la fogata después de la labor
y aquí escuché las estrofas de este himno campal
que entonaban nuestros padres en la juventud de los árboles
y que nosotros sus hijos repetimos, año tras año,
como hombres que vuelven a encontrar su principio:
¡Oh tierra! ¡Oh entraña verde prisionera en mis entrañas!
tu Norte acaba en mi frente,
tus mares bañan de rumor oceánico mis oídos
y forman a golpes de sal la ascensión de mi estatura.
Tu violento Sir de selvas alimenta mis lejanías
y llevo tu viento en el nido de mi pecho,
tus caminos en el tatuaje de mis venas,
tu desazón, tus pies históricos,
tu caminante sed.
He nacido en el cáliz de tus grandes aguas
y giro alrededor de los parajes donde nace el amor y se remonta.
¡Oh, sol antepasado,
Oh, procesión sumisa,
de las alamedas y las siembras.
Vengo ala visitación de tus silencios,
tierra familiar de calores afectuosos,
paterna y castigadora,
tierra lacustre recostada sobre la luna,
tierra-volcán en la danza del fuego.
Y vosotros, árboles de las riberas,
nidos de los pequeños hijos del bosque,
alas al sol de los buitres,
reses en los pastos, víboras sagaces;
dadme ese canto
esa palabra inmensa que no se alcanza en el grito de la noche
ni en el alarido vertical de la palmera,
ni en el gemido estridente de la estrella.
¡Oh! ¡Coger, coger para la pupila
la eternidad azul del espacio
y la mansa libertad de los horizontes!
Nace la hierba y muere en el holocausto
de esa palabra sin voz. Así la flor,
así la bestia y el río
y la más remota esperanza de la nube.
Eres tú, colibrí,
pájaro zenzontle, lechuza nocturna,
chocoyo parlanchín verde y nervioso,
urraca vagabunda de las fábulas campesinas.
Eres tú, conejo vivaz,
tigre de la montaña, comadreja escondida,
tú, viejo coyote de las manadas,
zorro ladrón,
venado montaraz,
anciano buey de los corrales.
Eres tú, ¡oh, selva!
¡oh, llano sin lindes!
¡oh, montaña sin sol,
laguna sin olas!
Eres tú, capitana de crepúsculos.
Noble historia de pólvora y laureles.
Porvenir de trigales y de niños:
¡Amor nicaragüense!
Inventario de algunos recuerdos
a Carlos Cuadra Cardenal
Tristezas comprometidas con nuestros pequeños actos inmorales,
esparcidos recuerdos alrededor de una vaca vieja que llenó
nuestros biberones de infancia
y de la yegua anciana donde cabalgábamos en primeros jineteos.
Inocentes percepciones del desarrollo atractivo de la moza
que daba de comer a las gallinas.
Alegatas por adueñarnos de los potrillos nerviosos;
caros paseos matutinos,
o crepusculares carreras en los corrales olorosos a ubres,
o largos internados en la selva con el mimetismo de sus monos.
Campo infantil de nuestras imaginaciones excitarías,
ranchos diminutos alzados por nuestro deseo de propiedad,
hierbas y potreros oscurecidos silenciosamente
/por la hora del Ángelus,
donde nosotros—pequeños campistos—lazábamos
taburetes o perros domésticos.
Voraces apetitos derramando en los blancos manteles
una jícara de tiste;
nuestras grandes modorras. Durmiendo
entre el ruido de las pequeñas chicharras y los grillos agudos
y de las estrellas volanderas que bajaban a las hierbas erectas
en alas de las luciérnagas nocturnas:
Poesía de los nueve años.
Poesía adentro desbordándose ahora por las mismas
/veredas de antaño,
bajo el guacal invertido del cielo,
donde mis manos imaginativas tallan como los indios
los lejanos pájaros del aire.
El tío Invierno
El tío Invierno, tembloroso y malárico, sale de su cueva húmeda
arreando sus cabros que atropellan el horizonte.
Pájaros grises chillan en el alba pálida
picoteando el sol como una fruta ya podrida.
¡Oh, mi infancia, insustituible y dolorosa!
Miraba bajo el alero el llanto de las cosas como convertidas
/en recuerdos.
—Mi padre dijo: revisen las goteras.
Y la gran tierra materna nos rebosaba
con su olor a tinaja llena de nostalgia.
El tío Invierno sobaba con sus manos mojadas
las ancas de mi potro.
(Íbamos serpenteando por las colinas
con las ropas pegadas al cuerpo,
entre los moscardones excitados
y rostros como sudando una fatiga feliz,
mientras todo volvía, desolvidándose,
en una estela de ubre lechera
y de hierba recién mascada.)
Las vacas enfermas deben regresar al campamento.
Balidos. ¡Oh, la queja animal, tristemente inútil!
Las andantes siluetas colgaban del cielo pardo como títeres
por largos hilos de agua.
Había una voz impositiva y ronca
—el tío Invierno regañón desde los matorrales del horizonte—
tronando
tronando
mientras nuestros caballos pisoteaban la epidermis resbalosa
comedidos y casi elegantes
hinchando sus narices
en el salvaje olfateo de una humedad infinitamente sabrosa.
El toteo de los alejados campistos.
(Recuerdo el coro esparcido en el ancho escenario del llano
repitiendo todavía la velocidad dentro de mis ojos
y la música tamborilera de las hojas tintineantes
y el gimiente contrabajo del río
que se retuerce en las cañadas con su caudal ensanchado).
Tú
desde la puerta
—tibia de almohadas—
ordenabas el aguacero de tu pelo
con una luna negra y pequeña como el sueño.
Eran tristes tus distraídos silencios sobre la lluvia.
Tristes y largos los mugidos de las vacas
por los terneros atascados en los fangos
y el silbido vegetal de la boa
—como la raíz de un árbol colérico—
y la garza incontaminada escrita con tiza sobre tus ojos
y los pequeños potrillos jugueteando
a la altura de tu primera comunión.
Luego, en la noche, encerrar nuestra nostalgia
—la melancolía recostada dulcemente en tu recuerdo—
secos ya bajo las rojas chamarras
escuchando los salivazos del tío Invierno
arrojados contra la tierra que se estremece
con un rumor de lejanas batallas.
Adormidera
Dormite chiquito,
cabeza de ayote,
si no te dormís
te come el coyote.
Es la hora del miedo
cuando la noche tiene un ojo blanco de buey muerto
y diez mil ceguas en todos los caminos.
Hemos visto aparecer sobre los árboles
el potro del silencio
donde cabalga el patrón de `Los Enredos,’
macheteado en el camino de Morrito.
En las trozas podridas
debilitadas por pequeños comejenes
reposan todos los espíritus muertos de los campos.
Y las Siete Cabritas y la estrella vespertina
duermen en la rama remojada.
Una hoja del chagüite bañada de sereno
parte en tajadas a la luna.
Los perros adivinaron los agujeros encendidos
por donde entraron al cielo lejanas codornices:
por eso ladran largamente a las estrellas.
En el borde del potrero
se come el zorro a la gallina,
y en la fogata que prendieron en la tarde
zumban los mosquitos del pantano
—solo el hombre silenciosamente,
silenciosamente—.
Hasta los ángeles sentados sobre el rancho
han llorado en la paja amarilla
y en las copas de los árboles.
Durmámonos pequeño
en la hamaca de pita.
Ya no tarda en venir la madrugada
y las ceguas de todos los caminos
volarán a los cerros del poniente.
Duérmete pelón
en la hamaca de pita.
Quema
Antes de los aguaceros,
antes del movimiento de las hormigas y de la floración
/de los corteces,
cuando cabe toda la tristeza de los campos en una sola
/rama desgajada,
cuando es violenta la rigidez de las hierbas,
cuando el viento ofende como el vapor de una olla hirviente,
cuando truenan los horizontes;
los campistos y jornaleros desnudaron sus musculaturas
y desmontaron las rondas de las milpas.
Cortando a tajo el monte y los rayos solares
que se quebraban sobre las hojas de acero ofuscando la vista
de los zopilotes y de las oropéndolas.
Montones de extenuadas hierbas y lianas amputadas
yacían tendidas bajo la investigación de las gallinas y perdices
que escarbaban curiosas y rápidas como buscando un tesoro
desconocido.
A las doce del día miércoles 18 de Abril
avanzó chillonamente una enorme hoguera anaranjada
y la seca hojarasca
se levantó aletargada en nubes pesadas y sucias
como una manada de cerdos
las llamas como pisándose sus largas túnicas rojas
avanzaban y caían sobre los siete meses de sequía.
Oprimidas por el humo aplaudieron estrepitosamente
/miles de alas desesperadas
con la nerviosa emoción de las grandes tragedias.
Los cuatro costados del campo ardían avanzando hacia el centro
y las víboras y los sinuosos cascabeles
y las gruesas boas atléticas
y al jaguar entorpecido por las resinas humeantes
y el congo de quejidos cavernarios
y el sajino rechoncho y trepidante
y el coyote aullador de las noches perdidas
acudían a un sólo lugar que poco a poco se enfurecía
/en su temperatura
y se llenaba de chispas desprendidas y de explosivos
/tizones amenazantes.
Rápidamente avanzaba en olas amarillas el mar
/encendido y ardoroso
y junto al chirrido chamusqueante de las llamas devoradoras
vibraban en un trozo de sonoridades lastimeras
gruesos aullidos
silbidos venenosos
ronquidos burbujeantes
mientras blanqueaba de espuma la trompa rabiosa del coyote.
Nosotros subimos a los árboles circundantes
para presenciar el cierre completo del círculo infernal
y miramos en las altas puntas de un pochote único y barbado
las cabezas pequeñas y ansiosas cuyas lenguas bífidas temblaban
y en el tronco del viejo gigantón crapuloso y hostil
al jaguar enloquecido girando y describiendo
el estrecho horizonte de su angustia
mientras saltaban hacia el tronco con los ojos
/inmensamente desorbitados
los pequeños animales temblorosos e impotentes.
Con furia las llamas y el humo
cerraron sus mandíbulas candentes
al tiempo que un grito indefinible y humano
hería la tranquilidad de los lejanos animales a salvo.
Luego escuchamos la sacudida tremulenta de la tierra
al caer vencido como un mártir el viejo pochote incinerado
y las víboras negras y las crispadas raíces
se confundían en el extenso tormento de tizones
/y de cenizas encendidas.
Jaculatoria al río
Flor de la noche prendida
sobre la frente florida:
te rogamos
por la tierra que cantamos.
¡Tallo de la rosa del silencio!
Lirio de agua:
¡perfuma el dolor de Nicaragua!