Oscar de Lubicz Milosz

Sinfonía inconclusa

 

 

 

(Traducción al español de Augusto D´Halmar)

 

 

 

 

Sinfonía inconclusa

 

 

I

 

Muy poco me has conocido allá bajo el sol del castigo

Que funde las sombras de los hombres, nunca sus almas,

sobre la tierra en la que el corazón de los hombres adormilados

viaja solo, entre las tinieblas y el terror, sin saber hacia dónde.

En hace mucho tiempo —-óyelo bien, amargo

amor del otro mundo—,

Era muy lejos, muy lejos —óyelo bien, hermana de este mundo——,

en el Septentrión natal donde de los nenúfares de los lagos

Sube un olor de los primeros tiempos, un vapor de abismados manzanares de leyenda.

Lejos de nuestros archipiélagos de ruinas, de bejucos y de arpas,

Más allá de nuestras montañas felices

Había allí una lámpara y un ruido de hachas en la bruma,

lo recuerdo bien.

Y yo estaba solo en la casa que tú no conociste.

La casa de la infancia, la muda, la sombría

allá en el fondo de los espesos parques donde el

pájaro transido del amanecer

cantaba bajito por el amor de los muertos

muy antiguos, sobre el oscuro rocío

Era allí, en esas habitaciones profundas con ventanales entornados,

donde el antepasado de nuestra raza había vivido

Y es allí donde mi padre, después de sus largos viajes, fue a morir.

Yo estaba solo y, lo recuerdo,

era la estación en que el viento de nuestros países

sopla un tufo de lobo, de pasto de ciénaga y de lino

pudriéndose

y entona viejos aires de ladrona de niños

entre las ruinas de la noche.

 

 

II

 

La última noche había caído, y con ella la fiebre

el insomnio y el miedo. Y yo no podía recordar tu nombre.

La guardia debió haberse ido sin duda al presbiterio

porque la lámpara no descansaba ya sobre el escabel.

Todos nuestros antiguos servidores habían muerto;

sus hijos habían emigrado y yo era un extranjero

en la inclinada casa de mi infancia.

El olor de ese silencio era el olor del trigo

encontrado en una tumba, y tú quizás conozcas

esa grama de los sitios mudos, hermana de los amortajados,

color de luna madura y baja sobre Menfis.

Yo había andado mucho tiempo por el mundo con mi hermano,

sin reposo había andado; había velado junto a la angustia

en todos los albergues de este mundo. Y

entonces me encontraba allí,

la blanca la cabeza como la hermana nube. Y ya no había nadie allí.

El eco de un paso o el trote de la vieja rata

me hubieran sido gratos,

porque aquello que roía el corazón no hacía ruido alguno.

Yo era como la lámpara de la buhardilla en el amanecer;

como el retrato en el álbum de la prostituta.

Amigos y parientes habían muerto.

Y tú, hermana mía, tú estabas más lejos

que el Halo con que se corona en el claro enero

La madre de la nieve. Y apenas si me conocías.

Cuando hablabas, me estremecía al reconocer en

tu voz la de mi corazón.

Pero no me habías encontrado sino una vez, una solamente,

bajo la luz extraña de las lámparas de gala,

entre las flores nocturnas. Y había allí

cortesanos dorados.

Y esa vez sólo dije adiós a tu resplandor en el espejo.

La soledad me esperaba con su eco

en la oscura galería.

Una criatura había allí con una linterna

y una llave de cementerio.

El invierno de las calles

me sopló su aliento miserable a la cara.

Yo me creí seguido por mi juventud en llanto,

Pero bajo la lámpara y con mi Hiperión sobre

las rodillas

vi a la vejez sentada. Y no levantó la cabeza.

 

 

III

 

Óyelo bien, hermana de este mundo. Aquél era

el antiguo cuarto azul

de la casa de mi infancia.

Yo había nacido allí,

Allí fue también

donde se me apareció una vez, en el

recogimiento de la vigilia,

mi primer árbol de Navidad, ese árbol muerto

convertido en ángel,

que surge de la profunda y amarga selva,

que surge todo encendido desde las antiguas

profundidades de la selva helada, y camina solo

—Rey de las lagunas nevadas- con sus fuegos fatuos

arrepentidos y santificados en la apacible

campiña silenciosa y blanca:

y he ahí los ventanales áureos de la casa del niño bueno

¡Viejos, tan viejos días! ¡tan bellos, tan

puros! El cuarto era el mismo,

pero ya estaba frío para siempre, mudo y gris para Siempre.

Parecía haberse olvidado para siempre

del fuego y del brillo de las antiguas veladas.

No había allí parientes, ni amigos, ni servidumbre.

Sólo la vejez , el silencio y la lámpara.

La vejez mecía mi corazón como una loca a un niño muerto.

El silencio no me amaba ya. Y la lámpara se apagó.

Mas, bajo el peso de la Montaña de las tinieblas,

yo sentí que el Amor, como un sol interior,

se levantaba sobre los viejos países de la memoria

y que yo alzaba vuelo,

lejos, muy lejos, como entonces, en mis viajes de durmiente.

 

 

IV

 

“Es el tercer día”

Y yo me estremecí, porque

Me venía de mi corazón. Era la voz de mi vida

“Es el tercer día”

y yo ya no dormía

Sabía que la de la plegaria de la mañana había llegado

Pero estaba rendido y pensaba en las cosas

que debía volver a ver

El archipiélago seductor y la isla del Centro

La vaporosa, la pura que desapareció entonces

Con la tumba de coral de mi juventud

Y se adormeció a los pies del cíclope de lava

Y ante mí sobre la colina había el castillo de agua

con las lianas del Edén y los terciopelos vetustos

Sobre las gradas gastadas por los pies de la luna;

y allí a la derecha

En el bello claro medio, a mitad del bosque

Las ruinas color de sol ¡Y allí ningún paisaje secreto!

porque yo he errado en esa Tebaida

Con el amor mudo, bajo la nube de la medianoche

Yo sé dónde están las moras más maduras; la alta yerba

Donde la estatua rota ha escondido su rostro,

Es amiga mía y los lagartos, saben hace largo tiempo

Que soy mensajero de paz, que no truena nunca

En la nube de mi sombra. Aquí todo me ama

porque todo me ha visto sufrir

“Es el tercer día. Levántate, soy tu durmiente de Menfis”

Tu muerte en el país de la muerte,

tu vida en el país de la vida

La muy-sabia, la bien-ganada.

 

Oscar de Lubicz Milosz (Bielorrusia, 1877 – Francia, 1939). Poeta, narrador y ensayista de origen lituano. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en el cuerp ... LEER MÁS DEL AUTOR