

Homenaje en su natalicio 117 “La quinta Medianoche de julio”
Por Fernando Arabuena
“Una quinta medianoche de julio” – fecha que ya parece tener ese influjo de los singulares acontecimientos – nace Luis Omar Cáceres. ¿El lugar? una tierra telúrica y transfigurable que niega toda huella de su nacimiento. Solo hay pantallazos: Cauquenes; calle Victoria; cerca de la imponente iglesia redentorista que por poco cae en el último terremoto. Seguimos buscando: “Chacabuco 64” escribe de puño y letra Omar Cáceres en un viejo cuaderno, pero todo sigue siendo la reconstrucción de un mundo irrecuperable por los datos… más no por la poesía.
Los poetas tienen la habilidad de reconstruir la naturaleza, nos dice Huidobro, y bajo esa verdad, también parecen tenerla para reconocer al “ídolo ignoto” que habita en el otro. Más aún, si en franca caída busca en los abismos del alma esa nueva y floreciente naturaleza.
Y así lo presintió Huidobro en el “Insomnio junto al alba”, cuando en la poesía de Cáceres vio emerger esa “mansión de espuma”, entre estocadas de palabras que derramaban las realidades recónditas de las cosas. Obras que cautivaron y estimularon su intuición poética, llevándolo a escribir el único prólogo que hiciera a un libro:
“Aquí teneis ahora estos “eslabones herméticos hablándose al oído” y hablándoos al oído “en un solo éxtasis de aire”.
Detrás de tus ventanas la poesía cruza el universo como un relámpago.”
Las palabras de Huidobro llevaban la tinta ardiente de la nueva fragua poética de las vanguardias. Y así lo deja ver su pluma cuando habla de Omar Cáceres; un poeta surcador de mundos inquietantes que no deja indiferente al padre del Creacionismo:
“Ahora oíd a este poeta, oíd la voz de Omar Cáceres, que exclama: “Mi soledad flor desesperada” y comprenderéis por qué afirmo que estamos en presencia de un verdadero poeta…”
Las palabras de Omar Cáceres ya estaban desplegadas, su único libro Defensa del ídolo llenábase de mundos internos que florecían en una naturaleza reconstruida, buscando vencer la fragmentaria miopía de quien abandona el subconsciente, para asentarse definitivamente en ese sí-mismo que dirige los vientos inteligibles de la conciencia creadora totalizante. Omar Cáceres, animal poético macerado en lo profundo y salvaje de su propia poesía, parecía responder a lo que Huidobro pensaba:
“Y creo firmemente que el alma del poeta debe estar en contacto con el alma de las cosas (…). Para mí no hay escuelas, sino poetas. Los grandes poetas quedan fuera de toda escuela y dentro de toda época. Las escuelas pasan y mueren. Los grandes poetas no mueren nunca.” (Osorio 35)
Eran los tiempos en que se desplegaron los puentes del Creacionista, los que unían las vanguardias europeas del dadaísmo o del cubismo con nuestro continente, dando paso a nuestra propia fauna y flora poética. Y en ese Santiago de los años 30, Luis Omar Cáceres, poeta de vida esquiva rodeada de ese mito fantasmagórico, recorría las calles con un violín trashumante, paladeando la libertad de metáforas y humanizando las cosas: infundiéndoles la mayor cantidad de calor posible; donde lo vago se hace preciso; lo abstracto se hace concreto y lo concreto abstracto y la poesía muerta pasa a ser poesía viva según al Horizon carré de Huidobro.
Bien lo describen Anguita, Volodia Teitelboim, Miguel Serrano, Acevedo Hernández, Andrés Sabella y tantos grandes poetas que rozaron su existencia: El Barrio la Chimba; sus tocatas en una orquesta de ciegos según Teillier; la quema de sus libros; las columnas con ángeles de pie según sus propias visiones; y siempre tan solitario: “…solitario como una montaña diciendo la palabra entonces”. Fragmentos parciales que sólo podemos intuir en su totalidad poética. Quizá el visionario prólogo de Huidobro es el intento de reflejar a ese “ídolo creacionista”, como lo describe en su libro María José Cabezas Corcione, aludiendo a ese espejo metafísico, reflejo del “yo poético” en caída libre en el sino de Altazor o del ídolo ignoto de Cáceres. Ambos, según la autora , habitando la soledad y la angustia de existir para buscar una nueva salida hacia las cosas.
“Amo las sutilezas espirituales.
Admiro a los que perciben las relaciones más lejanas de las cosas. A los que saben escribir versos que se resbalan como la sombra de un pájaro en el agua y que sólo advierten los de muy buena vista.”
Artículo “YO” (Pasando y Pasando 1914. Vicente Huidobro)
Citando a Maurice Blanchot y su libro El espacio Literario, María José Cabezas Corcione se refiere a ese encuentro y la experiencia del lenguaje, como un “proceso que ocurre en soledad, en la representación de la escritura. Es encontrarse con un trozo de eternidad o divinidad, intuido o meditado sobre la condición del ser poeta y simbolizar el mundo a través de la palabra , imponiéndoles silencio.” (Luis Omar Cáceres. El ídolo creacionista)
Y en esta búsqueda constante a ese ídolo ignoto en la poesía quizá aún nos decimos: Es esa piedra, es el espejo, es esa flor de cuatro pétalos de oriente a la que Jung le llama Sí mismo; ese encuentro que exige caídas a la latencia recóndita del universo, presentida sólo en los versos, y que en la voz de Altazor aún clama:
“Soy yo Altazor
Altazor
Encerrado en la jaula de su destino
En vano me aferro a los barrotes de la evasión posible
Una flor cierra el camino
Y se levantan como la estatua de las llamas…”
Y es quizá también el retorno constante de la pregunta, la que vuelve a la vida cada Quinta Medianoche de Julio, donde Luis Omar Cáceres aún canta esas profundas canciones del alma en su provincia primigenia:
“Ídolo Ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
Confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
Y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.”
-Ilustración © Felipe Santander.