Oliverio Girondo

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía

 

 

 

 

 

CAFÉ-CONCIERTO

Las notas del pistón describen trayectorias de cohete,
vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.

Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes
podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que
hacen humear el escenario.

La mirada del público tiene más densidad y más calorías
que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa
las mallas y apergamina la piel de las artistas.

Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que
un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de
prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica
niebla con sus pupilas y su pipa.

La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos
semi-desnudos… unos senos que me llevaría para
calentarme los pies cuando me acueste.

El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.

 

Brest, agosto, 1920.

 

 

 

NOCTURNO

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más
solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin
razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y
cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los
patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse
las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos
estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad,
en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos
avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los
rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera
rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano
por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no
hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! —grillo afónico que nos mete en el oído—.
¡Cantar de las canillas mal cerradas! —único grillo que le
conviene a la ciudad—.

 

Buenos Aires, noviembre, 1921.

 

 

 

MILONGA

Sobre las mesas, botellas decapitadas de “champagne”
con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que
trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de “cocottes”.

El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso,
contradice el pelo rojo de la alfombra, imanta los pezones,
los pubis y la punta de los zapatos.

Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza
hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras
soeces.

Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma
en las axilas, y los ojos demasiado aceitados.

De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan
un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire. Un enorme
espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía
dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas
estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de
bengala.

Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.

 

Buenos Aires, octubre, 1921

 

 

  

VENECIA

Se respira una brisa de tarjeta postal.

¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que
reintegran tapices persas en el agua. Remos que no
terminan nunca de llorar.

El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un
“pizzicato” en las amarras, roe el misterio de las casas
cerradas.

Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para
ponerse colorado.

Bogan en la Laguna, “dandys” que usan un lacrimatorio
en el bolsillo con todas las iridiscencias del canal, mujeres
que han traído sus labios de Viena y de Berlín para saborear
una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se
alimentan de pétalos de rosa, tienen las manos incrustadas
de ojos de serpiente, y la quijada fatal de las heroínas
d’Annunzianas.

¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse
un alma de Nerón!

En los “piccoli canali” los gondoleros fornican con la
noche, anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la
luna engorda, como en cualquier parte, su mofletudo visaje
de portera.

Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan
falos más llamativos, y de una erección más precipitada,
que la de los badajos del “campanile” de San Marcos.

 

Venecia, julio, 1921.

 

 

 

CROQUIS SEVILLANO

El sol pone una ojera violácea en el alero de las casas,
apergamina la epidermis de las camisas ahorcadas en
medio de la calle.

¡Ventanas con aliento y labios de mujer!

Pasan perros con caderas de bailarín. Chulos con los
pantalones lustrados al betún. Jamelgos que el domingo se
arrancarán las tripas en la plaza de toros.

¡Los patios fabrican azahares y noviazgos!

Hay una capa prendida a una reja con crispaciones de
murciélago. Un cura de Zurbarán, que vende a un anticuario
una casulla robada en la sacristía. Unos ojos excesivos, que
sacan llagas al mirar.

Las mujeres tienen los poros abiertos como ventositas y
una temperatura siete décimos más elevada que la normal.

 

Sevilla, marzo, 1920.

Oliverio Girondo (Argentina, 1891 ­- 1967). Poeta adherido a la corriente del ultraísmo. Fue colaborador de las revistas que marcaron tendencia vanguardist ... LEER MÁS DEL AUTOR