Presentamos dos textos claves de la gran poeta argentina perteneciente a su primer poemario Desde lejos (1946).
Olga Orozco
Entonces, cuando el amor
Yo te recuerdo en mí, guardado amor, desde hace mucho tiempo:
era joven aún tu antigua melodía
y recorrías solo esos abandonados dominios del silencio
preferidos contigo por las hierbas y las tapias ruinosas.
Tú buscabas allí desorientado, un pecho transparente
donde la soledad y el desamparo contemplaran su imagen lo mismo que en un río.
La juventud velaba distraída,
prisionera de ti como una tierra donde tan sólo habita algún dios inmortal,
encerrando sus días en suspiradas flores que guardabas, amor, marchitas en tus manos,
como su fuera dada a tu deseo la terrible belleza de contarnos un día,
lejana tu mirada a nuestros ojos,
esa vieja leyenda en la que somos, unidos todavía,
ese largo reflejo del agua entre las hojas.
Entonces,
cuando el terror llamaba verdadero en el interminable corredor de un sueño
y donde lo ignorado de nosotros respondían la crueldad, la piedad y el abandono,
tú cantabas de pie, invencible y altivo sobre los delirantes despertares;
y cuando la tiniebla simulaba, bajo el cansado y débil resplandor de las lámparas,
imágenes temibles, engañosas al corazón confiado,
era un mismo semblante el que se alzaba más alto que las altas soledades.
¡Oh, amor! Toda la fuerza oscura de la tierra está en ti
y basta siempre un nombre, una palabra apenas desprendida del mundo,
para entreabrir un cielo semejante,
un país escondido donde sobrevivimos a la incesante y muda confusión de los días.
Allí el tiempo prolonga nuestro tiempo junto a los mismos dones,
mecido lentamente por esos largos ecos del follaje
en que reconocemos nuestras voces mucho después de entonces,
cuando fueron,
demoradas aún por todo lo imposible.
Allí el viento conoce desde antes que nosotros
ese fulgor dichoso que nos cubre la piel,
ese dulce y velado porvenir tan antiguo como el primer recuerdo
que reposa encendido bajo la gran ceniza de la tierra natal.
Este es tu reino, amor,
esta profunda sombra memorable en la que penetramos justamente.
Así se va al encuentro de algún gesto,
de aquel en que el destino se consume de pronto, intacto y duradero.
Sin embargo, a lo lejos, tú lo sabes,
donde la vida sigue todavía una inmensa tristeza,
se entreabren ciertas puertas que no conducen nunca a sitio alguno,
ajenos a nosotros descendemos callados ciertas interminables escaleras
donde los pasos suenan adentro de otros pasos.
Acaso nos aguarde, en medio de la noche pavorosa,
la enemiga de todos tus amparos.
Ella, la lejanía.
A solas con la tierra
Para desvanecer este pesado sitio
donde mi sangre encuentra a cada hora una misma extensión,
un idéntico tiempo ensombrecido por lágrimas y duelos,
me basta sólo un paso en esa gran distancia que separa la sombre de los cuerpos,
las cosas de una imagen en la que sólo habita el pensamiento.
Oh, duro es traspasar esos dominios de fatigosas hiedras
que se han ido enlazando a la profunda ramazón de los huesos,
resucitar del polvo el resplandor primero
de todo cuanto fueran recubriendo las distancias mortales,
y encontrarse, de pronto,
en medio de una antigua soledad que prolonga un desvelado mundo en los sentidos.
Como tierra abismada bajo la pesadumbre de indolentes mareas,
así me voy sumiendo, corazón hacia adentro,
en lentas invasiones de colores que ondean como telas flotantes entre los grandes vientos,
de voces, ¡tantas voces!, descubriendo, con sus largos oleajes,
países sepultados en el sopor más hondo del olvido,
de perfumes que tienden un halo transparente
alrededor del pálido y secreto respirar de los días,
de estaciones que pasan por mi piel lo mismo que a través de tenues ventanales
donde vagas visiones se inclinan en la brisa como en una dichosa melodía.
Mi tiempo no es ahora un recuerdo de gestos marchitos, desasidos,
ni un árido llamado que asciende ásperamente las raídas cortezas
sin encontrar más sitio que su propio destierro entre los ecos,
ni un sueño detenido por pesados sudarios a la orilla de un pecho irrevocable;
es un clamor perdido debajo del quejoso brotar de las raíces,
una edad que podría reconquistar paciente sus edades
por las nudosas vetas que crecen en los árboles remotos,
al correr de los años.
Ya nada me rodea.
No. Que nadie se acerque.
Ya nadie me recobra con un nombre que tuve
-una extraña palabra tan invariable y vana-
ahora, cuando a solas con la tierra, en idéntico anhelo,
la luz nos va envolviendo como a yertos amantes cuyos labios
no consigue borrar ni la insaciable tiniebla de la muerte.