

La fundación Vicente Huidobro se suma a los festejos por los cien años del nacimiento de la gran poeta argentina.
Olga Orozco (Argentina, 1920 – 1999). Poeta, periodista y autora teatral. Una de las figuras más sobresalientes de la poesía argentina durante la segunda mitad del siglo XX. Entre sus libros destacan: Desde lejos (1946), Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987), Con esta boca, en este mundo (1994), Eclipses y fulgores. Antología (1998) y Últimos poemas (2009). Entre los múltiples reconocimientos recibidos por su obra se cuentan: el Premio de Honor de la Fundación Argentina, Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, Premio Esteban Echeverría, Gran Premio de Honor de la SADE, Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita, Premio Nacional de Poesía, Láurea de Poesía de la Universidad de Turín, Premio Gabriela Mistral otorgado por la OEA y Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo.
Compartimos cuatro textos de su primer poemario Desde Lejos (1946)
La abuela
Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones,
el ademán ligero con que idénticos días se despiden
dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados
bajo la gran marca de su corazón.
De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos,
las mismas poblaciones con olor a leyenda,
no quedan más que nombres a los que a veces vuelven como a un sueño
cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo de las cosas
que antaño recobrara de un larguísimo olvido.
Sí. Ese siempre tan lejos como nunca,
esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo,
por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre.
Ella recorre aún la sombra de su vida,
el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra vez,
otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los antiguos huéspedes
que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta.
Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro.
Esos pequeños seres
En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.
Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.
Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!
Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha guardado?
Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.
Después de los días
Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente, sin orgullo,
mucho después del llanto de la muerta.
No acabarás entonces,
mitad de mi vida fatigada de cantar lo terrestre.
Nadie podrá mirarte con esa misma pena que se tiene al mirar un pálido arenal interminable,
porque tú volverás, ¡oh corazón amante del recuerdo!, a las tristes planicies.
Serás el mismo viento tormentoso de agosto,
huracanado y redentor como la plegaria de un tiempo arrepentido;
serás, cuando la noche, esa visión luciente que responde en la niebla
a una señal de oscuro desamparo;
tu voz tendrá un sonido humilde y temeroso
porque será el rumor doliente de los cercos que guardaron tu infancia,
al desmoronarse;
y tu color será el color del aire, dulcemente amarillo,
que las hojas de otoño desvanecen para sobrevivir.
Detrás de las paredes que limitan los sueños
estarán todavía los hombres,
prisioneros de sus mismos semblantes,
aquéllos, los marchitos,
los que dicen adiós con su mirada única
a cada nuevo paso del sombrío cortejo de su sangre,
mientras van consumiendo su destino de arena porque su cielo cabe en una lágrima.
No te detengas, no, glorioso mediodía de mis huesos.
Ellos ven en el polvo un letárgico olvido tan largo como el mundo,
y tú sabes, cuerpo mío dichoso desde el tiempo,
que no en vano mecieron tu corazón las lentas primaveras,
que tu pecho está unido a ese incesante aliento que reconoce en él una guarida,
que será necesario morir para vivir el canto glorioso de la tierra.
Flores para una estatua
¡Cuántas lamentaciones,
cuántas vanas promesas tenderán como redes vencidas los amantes,
cuántas húmedas hierbas seguirán envolviendo con ternura la sombra de las cúpulas sedientas,
cuántas desalentadas melodías pregonarán las piedras en las tardes,
mientras el viento mece la huella de una imagen como a un nombre desierto!
Era la blanca diosa que antaño nos sonriera
desde un rincón donde su largo sueño demoraba la vida,
lejana, inalcanzable,
más allá de las manos en que polvo y amor brillaban confundidos.
¿A qué dichosa edad, a qué mirada tan persistente aún
que embellecía el mundo con su sólo recuerdo, destinaba sus ojos,
la pálida dulzura detenida en la piel como el último llanto en una tumba?
¿Qué soplo inacabable, desafiando los vientos,
flotaba todavía sobre su corazón, lo mismo que un ropaje?
Nada fueron en ella las sombrías tormentas,
el tiempo, la distancia, el triste decaer de las cosas terrestres
que solamente dejan en nosotros derrumbe y soledad,
memorias imposibles de una antigua belleza;
y así entre deseos y fatigas,
-esos mustios destellos, esas viejas guirnaldas de flores quebradizas-
soñábamos también un porvenir en el que todo fuera un largo gesto,
el único elegido,
bajo la lentitud sagrada de algún día olvidado en lo eterno.
Ella fue recobrada, intacta para siempre.
No la veremos más.
No sabremos jamás qué resplandor lejano correrá por su frente como un río,
ni en qué lugar, junto a su gran silencio,
retornamos de nuevo apenas a ese instante, a ese ademán, apenas,
en que la sangre ardió como en la muerte, de una sola manera.
Pero aquellos que fuimos,
mensajeros de un mundo perdido en lo más hondo del destierro,
vieron, cuando partían, caer en la penumbra
nuestros mismos semblantes, el último fulgor de lo que nunca muere;
y entonces dispusieron de nosotros,
asediados, efímeros,
igual que de un recuerdo semejante a su olvido.