Nilton Santiago

Vocación de náufrago

 

 

 

Solo se llega a envejecer una versión de nosotros. Es una certeza. Para el lector que busca esos otros yo en la memoria —como un hipocampo— este libro es un hallazgo. Es una evidencia que la poesía ha cumplido su milagro recurrente: reunirnos con la palabra indispensable. Aquí, la herida de la existencia resplandece, igual que el hijo que se encuentra tras la pérdida del padre o el lagarto que abandona su cola para seguir siendo.

«Como en Las musas se han ido de copas (Premio Casa de América, 2015), Historia universal del etcétera (Premio de Poesía Vicente Huidobro, 2019) o Miel para la boca del asno (Premio Emilio Alarcos, 2023), en cada poema de Nilton Santiago (Lima, 1979) la vida —como los panes y los peces— se multiplica y transciende su vocación de náufrago».

Rolando Kattan

 

 

 

 

DOS VERSIONES DE UN POEMA
DE SZYMBORSKA

La luna es la brújula de los trenes desorientados,
pienso al subir al vagón —aún de noche—,
como un hipocampo que, por voluntad propia,
entra en un acuario.

A mi lado,
una mujer-hipocampo viaja absorta en su móvil.
En él, trascurren los idiomas,
las risas hilarantes
de alguien que ha hecho un vídeo
de un bulldog que sabe ir en patinete.

Yo leo a Szymborska
y es como si una medusa inmortal
me leyese la suerte.

(Ya lo decía mi abuela:
más que recordarnos algo,
la memoria nos lee los naipes).

No puedo concentrarme,
es la segunda vez que leo este poema
y son dos poemas totalmente distintos.

En la primera versión,
Wisława recogía las esquirlas
de una bomba caída en un geriátrico.

En la segunda versión,
una mujer preparaba una tarta de higos
para el fantasma de su marido.

Las dos versiones son falsas, supongo.
«La verdad» no es más que un erizo de mar
flotando dentro de una pompa de jabón.

Empiezo a irritarme por el ruido de los vídeos.
Miro a la mujer que, a pesar de estar a mi lado,
se aleja cada vez más.

Incluso mi imagen,
reflejada en la ventanilla del tren, se aleja,
hasta que me quedo solo,
sin imagen, sin tren, sin tiempo. Sin mí.

Wisława diría que también el poema
vive en ese vacío que ilumina,
en esa nada que lo contiene todo.

¿Son los libros, entonces, los que nos pasan página?

 

 

 

EL HÁBITO DEL MONJE

El poema, en los márgenes, cierne palabras
hasta que encuentra esas que dicen.
Ni siquiera le hace falta pronunciarlas, mencionarlas.

¿Dijo «bola de fuego» o «haz de luz»
el primer sapiens que vio un cometa?
Seguro que pensó palabras,
las cernió en esa red que llamamos conciencia,
tal vez balbuceó algo parecido a la palabra «cometa».
Nunca lo sabremos.

Las últimas palabras que me dijo mi padre
fueron «hola, papá».
Sonreía, como una lluvia débil.
Podría haberme llamado por mi nombre,
por esa palabra que me identifica,
pero no lo hizo.

El primer sapiens que vio un cometa
quizá estaba al borde de un río, bebiendo,
viendo su cara homínida sobre el agua
creyendo que sería eterno,
hasta que vio el cometa al verse.

¿El poema es el agua que se lleva el reflejo
de lo que creemos ser?

Así como el hábito no hace al monje,
el hijo no hace al padre
hasta que él nos llama por su nombre. 

 

 

 

MUSEO DE LA REVOLUCIÓN

Con el ángel caído empieza la gravedad.
Rafael Pérez Estrada

«Los bordes de la pizza que nadie se come
es lo que le da forma a la pizza», dices
mientras intentas sostener un trozo que se te escurre,
como una quimera o un Estado fallido.

Pagas con una docena de billetes,
con tanta inflación,
terminaremos pagando con ansiolíticos.

Una mujer se te acerca, no te pide dinero,
ni siquiera un trozo de pizza,
te pide «una pastilla de jabón».

Sus manos emplumadas
parecen las de un ángel fumador.

Te lo esperabas,
abres el bolso y, entre una lluvia de mirlos y equinoccios,
sacas tu último jabón,
blanquísimo, como un colmillo de serpiente.

Ella lo recibe con las alas llenas de nicotina
y se marcha alzando el vuelo.

El cielo siempre reclama lo que es suyo.

Y no, la fe no mueve montañas, las distorsiona.

 

 

 

EL OJO DE DIOS

En la isla Unión, en el Caribe,
unos guardabosques uniformados duermen
como Cioran: con un ojo abierto.
Cuidan del lagarto más diminuto del mundo: un gecko.

(Que sabe bien que la lengua ve donde el ojo es ciego).

Lo buscan los coleccionistas y los seres silenciosos
para robarle el alma, quieren tragársela
ya que son los únicos reptiles que pueden «vocalizar».

Solo quedan unos cuantos.
La isla está llena de colas solitarias de otros geckos
que, para no ser capturados, se arrojaron al vacío.

Mide apenas un par de centímetros
y pesa tanto como una molécula de Adán.
El pequeño lagarto vive vigilado día y noche:
no lo dejan ni soñar a solas.

Los guardabosques ignoran, tras sus armas,
que es él, este pequeño animalito,
quien los protege y les da de comer.

Nadie sabe para quien trabaja,
nos revelan esos ángeles desechados
que abandonan sus alas
antes de lanzarse al vacío.

Puede que el ojo del gecko
sea también el ojo de Dios.

 

 

 

HUIR DEL YO

«Hay que huir del yo para encontrarlo», me dice tu padre,
mientras caminamos juntos como líquenes.
Hemos vuelto al lago,
donde aún hoy él escucha los bombardeos,
las baterías antiaéreas como flechas.

El frío hace que las lágrimas de los pájaros
caigan congeladas,
así que me protejo con un paraguas.

En el lago, solitaria,
como Artemisa enseñando a Dios el tiro con arco,
vemos a una mujer nadando.
«Viene a nadar cada día», dice tu padre,
que apenas lleva una chaqueta y los zapatos de ir por casa.
Tras saludarla, le hace señas para que se acerque.

Mientras esperamos,
tu padre me cuenta, una vez más,
la historia del afroamericano al que, por el sudor,
se le resbaló la oreja protésica en el metro
y el espanto que le dio a una pasajera.
«She fainted», dice, riendo.

(Creo que hacer prótesis para veteranos
era su forma de completarse).

Me agacho a ver mi reflejo en el agua del lago
y, de repente, veo a tu padre en la orilla
y soy yo el que nado hacia él.

«La levedad es lo primero que se sumerge
pero lo último en llegar al fondo», pienso
mientras descubro que son las heridas
las que flotan por nosotros.

Acabo de divorciarme
y esos fragmentos llegan antes a tierra,
donde tú acabas de llegar.
Los recoges y te miras en ellos,
como en un espejo líquido.

«No te preocupes —dice tu padre—, el amor
es como ese acróbata que confía más en caer bien
que en llegar al otro lado de la cuerda floja».

Cuando llego a la orilla
miro hacia arriba y me veo reflejado en ti
mientras tú te miras en el agua.

Por fin entiendo
por qué hay que huir del yo
para encontrarlo.

 

 

 

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-Nilton Santiago
Vocación de Náufrago
Premio «Ciutat de València—Juan Gil-Albert» de poesía
Colección Visor de Poesía
España, 2025

 

nilton santiago portada vocación de náufrago

Nilton Santiago Nació en Lima (Perú, 1979), aunque reside en Barcelona hace años. En poesía ha publicado El libro de los espejos (Premio Cop ... LEER MÁS DEL AUTOR