Nicanor Parra

El gran provocador

Por Oscar Hahn

 

La primera vez que vi a Nicanor Parra fue a principios de 1960, en el campus del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Yo tenía 21 años y Nicanor 45. Él era profesor de Matemáticas y yo estudiante de Castellano. Frecuentemente me invitaba a almorzar a su casa de La Reina, una comuna que está en el barrio alto de Santiago. Íbamos en el escarabajo, como él llamaba a su Volkswagen. A veces llegaban también otras personas, con y sin invitación. A Nicanor le divertía practicar aquello que yo había bautizado como “el juego de las provocaciones”. Consistía en pronunciar alguna frase o dar una opinión controversial para descolocar a los oyentes. De repente, a propósito de nada, decía cosas como esta: “Yo creo que Jesucristo no murió en la cruz. Yo creo que sobrevivió y que está viviendo en la Antártica”. Todavía recuerdo la cara de estupor de los presentes. En otra ocasión dijo algo aún más irreverente: “Hitler era un gran humanista”. Se produjo un silencio de muerte. Alguien le preguntó con un tono entre incrédulo y molesto: “¿Un gran humanista?”. Y Nicanor, imperturbable: “No dije humanista, dije onanista. Hitler era un gran onanista”. Desconcierto general de los comensales que no sabían si estaba hablando en serio o si les estaba tomando el pelo.

Detrás de esta actitud de Nicanor ya estaba en germen su vocación dadaísta. No olvidemos que entre los 7 manifiestos Dadá de 1924, hay dos que Tristan Tzara atribuye al señor Aa. Nótese que lo llama el antifilósofo. ¿Conocía Parra esos manifiestos? Dice Tzara: “El pensamiento se hace en la boca”. Y Parra: “El pensamiento no nace en la boca / Nace en el corazón del corazón”. Esta cita es de un poema suyo que se titula justamente, “Manifiesto”. Muchos años después empezó a crear los trabajos prácticos llamados “artefactos visuales” y los expuso en varias galerías de arte. Una vez me dijo: “Qué Venus de Milo, ni Mona Lisa ni Las Meninas. Para mí la mayor obra de arte de todos los tiempos es el urinario de Duchamp”.

En 1962 apareció Versos de salón, su tercer libro. Tuve el privilegio de escuchar algunos de esos poemas en la voz de su autor, antes de que fueran publicados, y de leer otros en los manuscritos originales. Uno a uno fueron desfilando frente a mí textos ahora clásicos como “La montaña rusa”, “Sueños”, “Versos sueltos”, “Noticiario 1957” o “Discurso fúnebre”. Una tarde me leyó “Momias”. Me dijo: “¿Sabes cómo se me ocurrió ese poema? Estaba en un cocktail en la Embajada de Chile en Suecia. Me dediqué a mirar a los invitados. No sé por qué de repente empecé a verlos como momias. Fíjate, si tú excluyes la palabra “momia” y pones, por ejemplo, señor o señora, algunos versos no serían más que una reproducción trivial de lo que estaba pasando en la Embajada. Otros los inventé yo, claro”. Después me leyó “La doncella y la muerte” para mostrarme algo parecido. Dijo que el poema se basaba en una experiencia erótica que había tenido en su casa. El protagonista, o sea él mismo, aparece como la muerte, y su amiga, como la doncella. Esos reemplazos “des-realizaron” los poemas y los lanzaron en otra dirección.

Le pido que me pase el cuaderno donde están escritos los versos de salón. Una vez más compruebo algo que ya había notado en otros manuscritos suyos. Tienen una gran cantidad de correcciones. Esas frases tan naturales y coloquiales no son producto de la improvisación. Él trabajaba duro, como cualquier artista de la palabra, para darles la fisonomía que deseaba. La diferencia reside en que su finalidad era distinta. Eso es lo que muchos de sus seguidores no entendieron y se dedicaron a publicar chascarros en verso sin ningún sentido de la autocrítica. Cuando Parra llama “chistes” a sus poemas, su propósito no es validarse como humorista. Es una forma de desafiar, agresivamente, a los que lo criticaban diciendo que sus antipoemas no eran más que eso: chistes.

Por ahí por los años 30 y 40, a raíz de la eclosión de los llamados grandes poetas: Gabriela Mistral, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Pablo Neruda, Chile se autoproclamó el Reino de la Poesía. El paso siguiente fue elegir un soberano. El nombre casi indiscutido era el de Pablo Neruda. Y digo “casi”, porque no faltaban otros aspirantes al cetro. Particularmente dos: Pablo de Rokha y Vicente Huidobro. De allí surge aquello que Faride Zerán ha llamado “la guerrilla literaria”. Era un intercambio de insultos, improperios y descalificaciones entre estos vates, en prosa y en verso. ¿Y todo para qué? Para subirse a empellones al trono de la poesía y ser coronado el Poeta Único, el Poeta de Chile. ¿Y Gabriela Mistral? Aunque llegó a ganar el Premio Nobel de Literatura en 1945, se abstuvo de competir en ese Juego de Tronos.

Nicanor Parra no fue ajeno a las pugnas hegemónicas. Pero en vez de utilizar ataques personales contra Neruda, -excepto en una ocasión que señalo más adelante-, prefiere poner en jaque a su poesía. En gran medida, la antipoesía surge de allí. En el fondo y en la forma, es la contraparte de Neruda. Si uno hace una lista de las principales características de la poética nerudiana y pone al lado las características opuestas, lo que resulta son los rasgos de la antipoesía.

En este orden de cosas, hay que mencionar el antipoema cuyos tres primeros versos dicen: “Tengo unas ganas locas de gritar / Viva la Cordillera de los Andes / Muera la Cordillera de la Costa”. A primera vista es solo un texto lúdico, con algunas dosis de humor. Sin embargo, alguien hizo notar que Parra vivía cerca de la Cordillera de los Andes y Neruda en la Cordillera de la Costa, y a renglón seguido infirió que, tácitamente, estaba diciendo: “Viva Parra / Muera Neruda”.

Menos sutil es el poema “Manifiesto”, en el que llama “vaca sagrada” a Neruda y, además, las emprende contra otros dos poetas. Dice: “Nosotros condenamos /-y esto lo digo con todo respeto- / La poesía de pequeño dios / La poesía de vaca sagrada / La poesía de toro furioso”. Con aquello de “pequeño dios” y “toro furioso”, se refiere, claro está, a Vicente Huidobro y a Pablo de Rokha. Nunca he entendido estas querellas absurdas e inconducentes entre compañeros de oficio. El espacio de la poesía es demasiado grande para que pueda ser llenado por un solo poeta.

Junto con Octavio Paz y Ernesto Cardenal, Nicanor Parra fue uno de los renovadores de la poesía hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Cuando estaba dominada en gran parte por el magisterio abrumador de Pablo Neruda, se atrevió a proponer un proyecto que era el exacto reverso del canon nerudiano. El mismo Parra lo formuló muy bien cuando dijo “Los poetas bajaron del Olimpo”. Frente a la imagen del vate como ser superior, que se expresa en un tono serio y elevado, Parra instaló la figura del antipoeta, un individuo común y corriente, que habla en el lenguaje de todos los días. Y frente al orden establecido, frente a la solemnidad y a la seriedad, replica con la desacralización, la irreverencia y el humor, a través de la antipoesía.

En una de mis últimas visitas a su casa de La Reina se me ocurrió preguntarle por los poetas hispanoamericanos que le interesaban. Pensé que mencionaría los nombres previsibles, pero no. Los elegidos fueron el chileno Carlos Pezoa Véliz, el argentino Evaristo Carriego, el mexicano Ramón López Velarde y los colombianos José Asunción Silva y Luis Carlos López. No el Silva modernista, por cierto, sino el de las Gotas amargas. Me pareció curioso, porque estos poetas eran y son casi desconocidos en Chile. En algunos poemas de Pezoa Véliz encontró la ironía social; en Carriego, la palabra llana y el lugar común como recurso literario; en López Velarde, el uso de un lenguaje conversacional con ritmo de prosa; en el Tuerto López, la burla y el desencanto; en las Gotas amargas, el sarcasmo crítico; y en todos ellos, la narratividad y el humor. Estas características corresponden a la tendencia que durante la segunda década del siglo pasado reaccionó contra el modernismo y que se conoce con el rótulo de posmodernismo. Esos rasgos, qué duda cabe, tienen mucha afinidad con las preferencias del antipoeta.

A estas alturas, cuando bastante antipoesía ha corrido por debajo y por encima de los puentes, es necesario hace un par de observaciones. La primera: no comparto la idea de Parra de que la expresión poética tiene dos caras: una repudiable, la poesía; y la otra ineludible, la antipoesía. La expresión poética tiene muchas caras. No es dual sino plural, y la antipoesía no es un nuevo género, sino una de las varias tendencias que fluyen por el espacio literario.

Segunda observación. Ninguna estética, por muy necesaria que haya sido cuando irrumpió en escena, puede arrogarse el monopolio perenne del discurso poético y mirar de manera despectiva a las otras propuestas. Cita de Parra: “La poesía es una mierda”. Esa especie de sectarismo literario terminó por estancar a la poesía chilena joven durante un buen tiempo. Pero, en fin, Nicanor Parra era un provocador innato, y exigirle que no lo fuera es atentar contra su naturaleza. Como dice él en uno de sus discursos: “El antipoeta se concede el derecho a decirlo todo”. De acuerdo, pero una cosa es el derecho a decirlo todo, y otra el derecho de los demás a no aceptarlo todo.

El aporte de Nicanor Parra a la poesía en lengua española es indiscutible. Parra formalizó e institucionalizó elementos que han existido en la poesía desde siempre, pero que se encontraban latentes o dispersos. Alguien, para restarle méritos, dijo que todo eso ya estaba en el aire. El problema es que cuando las cosas permanecen en el aire, se las lleva el viento, y lo que hizo Parra fue bajarlas a tierra y ponerles un nombre: antipoesía.

Nicanor Parra (Chile, 1914 - 2018). Poeta, profesor de física y matemáticas. De sus obras destacan: Poemas y antipoemas (1954), La cueca la ... LEER MÁS DEL AUTOR