Néstor Perlongher

Corto pero ligero

 

 

 

 

CANCIÓN DE AMOR PARA LOS NAZIS EN BAVIERA

 

Marlene Dietrich

cantaba en Londres una canción entre la guerra:

Oh no no no es cierto que me quieras

Oh no no no es cierto que me quieras

Sólo quieres a tu padre, Nelson, que murió en Trafalgar

y ese amor es sospechoso, Nelson

porque tu papá

era nazi!

Era el apogeo de la aliadofilia

debajo de las mesas aplastábamos soldados alemanes

pero yo estaba sentada junto a ti, Nelson

que eras un agente nazi

Y me dabas puntapiés

 
Oh no no no es cierto que me quieras

Ay ay ay me dabas puntapiés

 

Ceremoniosamente me pedías perdón

posabas una estola de visón sobre mis hombros

y nos íbamos a hacer

el amor a mi buhardilla

pero tú descubrías a Ana Frank en los huecos

y la cremabas, Nelson, oh

 

Oh no no no es cierto que me quieras

Ay ay ay me dabas puntapiés

Heil heil heil eres un agente nazi

 

Más acá o más allá de esta historieta

estaba tu pistola de soldado de Rommel

ardiendo como arena en el desierto

un camello extenuado que llegaba al oasis

de mi orto u ocaso o crepúsculo que me languidecía

y yo sentía el movimiento de tu svástica en mis tripasoh

oh oh oh

 

 

 

 

EL POLVO

 

En esta encantadora soledad

-oh claro, estabas sola!-

en esta enhiesta, insoportable inercia

es ella, es él, siempre de a uno, lo que esplende

ella, su vaporosa mansedumbre o vestido

él, su manera de tajear los sábados, la mucilaginosa telilla de los sábados

la pared de los patios rayada por los haces de una luz encendida a deshora

ceniciento el terror, ya maculado, untuoso en esas buscas a través de los charcos los chancros repetidos,

esos rastreos del pavor por las mesetas del hechizo

rápidamente roto

esos destrozos recurrentes de un espejo en la cabeza de otro espejo

o esos diálogos:

“Ya no seré la última marica de tu vida”, dice él

que dice ella, o dice ella, o él

que hubiera dicho ella, o si él le hubiera dicho:

“Seré tu último chongo” -y ese sábado

espeso como masacre de tulipanes, lácteo

como la leche de él sobre la boca de ella, o de los senos

de ella sobre los vellos de su ano, o un dedo en la garganta

su concha multicolor hecha pedazos en donde vuelcan los carreros residuos

de una penetración: la de los penes truncos, puntos, juncos,

la de los penes juntos en su hondura – oh perdido acabar

albur derrame el de ella, el de él, el de ellaél o élella

con sus trepidaciones nauseabundas y su increíble gusto por la asquerosidad

su coprofagia

 

Ella depositaba junto al pubis cofres de oro amarillo, joyas de los piratas

fruto de sus deposiciones y repuestos

y él era su manera de uncirse los zafiros y calzarse los aros en su verga

aquella corva y justa, espamentosa, cuya prestancia enrula las praderas de piel, el infinito poro

oh erupciones de un huracán canalizado, como rayos miméticos

o eructos de una empolvada saciedad

Su maquillaje

eran los bultos que en los días de feria exhiben los gitanos

halándolos desde las carpas de las tribus;

su sombra de los párpados

eran esas ojeras tormentosas de las noches de fiesta tropicales

y cuando, tras sus fornicaciones simultáneas, sus rítmicos jaleos y sus exhalaciones de almidón y sus pedos,

sus dulcísimos pedos

desleída la aurora en la polvera, nada

ni nadie pasa

 

 

 

 

CORTO PERO LIGERO

 

(Y no habría de ser: esa chupada, ese lambeteo: cebado el mate

junto al fogón de los arrieros, que arden de…

ese descanso de la tropa alzada, en grupas: no

habría de bajarme el chiripá, descendiendo a este

encuentro. Ahora susurra el viento en la ventana

que da al aljibe: hurras blande

no desacordonarme la manea

donde tremolo temblorosa?)

 

Una historia de sables, de pistolas

De trincheras con flores de sapo y de zarza parrilla

Como hecha a dedo, a pecho

Echada en el camino de Tarija

Por un gendarme ríspido, montés

Trasiego, belicosa?

Belfo y flande

Congoja

 

Si tuviera que ver este lenguaje

con el terror de esos paisanos

que al ver al General piensan en Hoffman

Si su respiración no moviera las borlas de la cama de Rosas,

de Esmeralda

Y él no se lo encontrase, al regreso de un vado, en la catrera:

en el encame jabonoso, como un lagarto entre los lienzos

aparece con labios de obsidiana y perfume de ajenjo: huele a chipre

 

(Si no me hubieras dicho qué paso

en esa noche de Cañuelas, la última

– un bolero: si bien –

aún te querría?)

 

Un general moviendo espadas en la sombra

Cacha y espuela, blonda y nácar

Coro de férulas:

 

Un general que agita los pendorchos

y se entrega al de enfrente, saltando los tapiales

es más mujer que hombre, es más mujer para ser hombre.

hombre de más para mujer: un general,

un artesano de la muerte

 

Chupa, lame esta hinchazón del español

 

 

 

 

EL CADÁVER

 

¿Por qué no entré por el pasillo?

Qué tenía que hacer en esa noche

a las 20.25, hora en que ella entró,

por Casanova

donde rueda el rodete?

Por qué a él?

entre casillas de ojos viscosos,

de piel fina

y esas manchitas en la cara

que aparecieron cuando ella, eh

por un alfiler que dejó su peluquera,

empezó a pudrirse, eh

por una hebilla de su pelo

en la memoria de su pueblo

Y si ella

se empezara a desvanecer, digamos

a deshacerse

qué diré del pasillo, entonces?

Por qué no?

entre cervatillos de ojos pringosos,

y anhelantes

agazapados en las chapas, torvos

dulces en su melosidad de peronistas

si ese tubo?

Y qué de su cureña y dos millones

de personas detrás

con paso lento

cuando las 20.25 se paraban las radios

yo negándome a entrar

por el pasillo

reticente acaso?

como digna?

Por él,

por sus agitados ademanes

de miseria

entre su cuerpo y el cuerpo yacente

de Eva, hurtado luego,

depositado en Punta del Este

o en Italia o en el seno del río

Y la historia de los veinticinco cajones

 

Vamos, no juegues con ella, con su muerte

déjame pasar, anda, no ves que ya está muerta!

 

Y qué había en el fondo de esos pasillos

sino su olor a orquídeas descompuestas,

a mortajas,

arañazos del embalsamador en los tejidos

 

Y si no nos tomáramos tan a pecho su muerte, digo?

si no nos riéramos entre las colas

de los pasillos y las bolas

las olas donde nosotras

no quisimos entrar

en esa noche de veinte horas

en la inmortalidad

donde ella entraba

por ese pasillo con olor a flores viejas

y perfumes chillones

esa deseada sordidez

nosotras

siguiéndola detrás de la cureña?

entre la multitud

que emergía desde las bocas de los pasillos

dando voces de pánico

 

Y yo le pregunté si eso era una manifestación o un entierro

Un entierro, me dijo

entonces vendría solo

ya que yo no quería entrar por el pasillo

para ver a sus patas en la mesa de luz,

despabilando

Acaso pensé en la manicura que le aplicó el esmalte Revlon?

O en las miradas de las muchachas comunistas,

húmedas sí, pero ya hartas

de tanta pérdida de tiempo:

ellas hubieran entrado por el pasillo de inmediato

y no se hubieran quedado vagando por las adyacencias

temiendo la mirada de un dios ciego

Una actriz –así dicen–

que se fue de Los Toldos con un cantor de tangos

conoce en un temblor al General, y lo seduce

ella con sus maneras de princesa ordinaria

por un largo pasillo

muerta ya

Y yo

por temor a un olvido

intrascendente, a un hurto

debo negarme a seguir su cureña por las plazas?

a empalagarme con la transparencia de su cuerpo?

a entrar, vamos por ese pasillo donde muere

en su féretro?

 

Si él no me hubiera dicho entonces que está solo,

que un amigo mayor le plancha las camisas

y que precisaría, vamos, una ayuda

allá, en Isidro

donde los terrenos son más baratos que la vida

 

lotes precarios, si, anegadizos

cerca de San Vicente (ella

no toleraba viajar a San Vicente

quiso escapar de la comitiva más de una vez

y Pocho la retuvo tomándola del brazo)

 

Ese deseo de no morir?

es cierto?

en lugar de quedarse ahí

en ese pasillo

entre sus fauces amarillas y halitosas

en su dolor de despertar

ahí, donde reposa,

robada luego,

oculta en un arcón marino,

en los galeones de la bahía de Tortuga

(hundidos)

 

Como en un juego, ya

es que no quiero entrar a esa sombría

convalecencia, umbría

–en los tobillos carbonizados

que guarda su hermana en una marmita de cristal–

para no perder la honra, ahí

en ese pasillo

la dudosa bondad

en ese entierro

 

 

  

 

POR QUÉ SEREMOS TAN HERMOSAS…

 

Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas

(tan derramadas, tan abiertas)

y abriremos la puerta de calle

al monstruo que mora en las esquina,

o sea el cielo como una explosión de vaselina

como un chisporroteo,

como un tiro clavado en la nalguicie.

 

Por qué seremos tan sentadoras, tan bonitas

los llamaremos por sus nombres

cuando todos nos sienten

(o sea, cuando nadie nos escucha)

Por qué seremos tan pizpiretas, charlatanas

tan solteronas, tan dementes

 

Por qué estaremos en esa densa fronda

agitando la intimidad de las malezas

como una blandura escandalosa cuyos vellos

se agitan muellemente

al ritmo de una música tropical, brasilera.

 

Por qué seremos tan disparatadas y brillantes

abordaremos con tocado de plumas el latrocinio

desparramando gráciles sentencias

que no retrasarán la salva, no

pero que al menos permitirán guiñarle el ojo al fusilero

 

Por qué seremos tan despatarradas, tan obesas

sorbiendo en lentas aspiraciones

el zumo de las noches peligrosas

tan entregadas, tan masoquistas,

tan hedonísticamente hablando

 

Por qué seremos tan gozosas, tan gustosas

que no nos bastará el gesto airado del muchacho,

su curvada muñeca:

pretenderemos desollar su cuerpo

y extraer las secretas esponjas de la axila

tan denostadas, tan groseras

 

Por qué creeremos en la inmediatez,

en la proximidad de los milagros

circuidas de coros de vírgenes bebidas y asesinos dichosos

tan arriesgadas, tan audaces

pringando de dulces cremas los tocadores

cachando, curioseando.

 

Por qué seremos tan superficiales, tan ligeras

encantadas de ahogarnos en las pieles

que nos recuerdan animales pavorosos y extintos,

fogosos, gigantescos.

 

Por qué seremos tan sirenas, tan reinas

abroqueladas por los infinitos marasmos del romanticismo

tan lánguidas, tan magras

 

Por qué tan quebradizas las ojeras, tan pajiza la ojeada

tan de reaparecer en los estanques donde hubimos de hundirnos

salpicando, chorreando la felonía de la vida

tan nauseabunda, tan errática.

 

 

 

 

COMO REINA QUE ACABA

 

Como reina que vaga por los prados donde yacen los restos de un

ejército y se unta las costuras de su armiño raído con la sangre o

el belfo o con la mezcla de caballos y bardos que parió su aterida

monarquía

así hiede el esperma, ya rancio, ya amarillo, que abrillantó su blondo

detonar o esparcirse —como reina que abdica— y prendió sus pe-

zones como faros de un vendaval confuso, interminable, como

sargazos donde se ciñen las marismas

Y fueran los naufragios de sus barcas jalones del jirón o bebederos de

pájaros rapaces, pero en cuyo trinar arde junto al dolor ese presentimiento

de extinción del dolor, o de una esperanza vana, o mentirosa, o aún más

la certidumbre de extinción de extinción como un incendio

 

como una hoguera cenicienta y fatua a la que atiza apenas el aliento de

un amante anterior, languidecente, o siquiera el desvío de una nube, de

un nimbo

 

que el terreno de estos pueriles cielos equivale a un amante, por más

que éste sea un sol, y no amanezca

 

y no se dé a la luz más que las sombras donde andan las arañas, las

escolopendras con sus plumeros de moscas azules y amarillas

 

(Por un pasillo humedecido y hosco donde todo fulgor se desvanece)

 

Por esos tragaluces importunas la yertez de los muertos, su molicie,

yerras por las pirámides hurgando entre las grietas, como alguien que

pudiera organizar los sismos

 

Pero es colocar contra el simún tu abanico de plumas, como lamer el aire

caliente del desierto, sus hélices resecas

 

 

  

 

NELSON VIVE

 

Cadente el nombre, aquello que le diera su garbo,

su ascendiente montadura

son sólo sus palabras las que, como una sierpe seductora,

acollaran

arrastrando un recuerdo, o el desvanecimiento de un recuerdo,

y a duras penas muerden

como mordió su estoque, su estocada, su descotado aliento

con esa sustancia de los días felices y los lechos deshechos

-muerto él-

la sordidez de cuerpos sudorosos que se pegan, quemantes, y

luego se detienen como al borde de un importante abismo;

pero no,

muerto él, muerta esa perra, cuán se alarva la rabia,

esa irritada furia de los dedos feroces

que no tuvieron piel, que pareciera

que no tuvieran piel

cómo se crispa

contenida por pólderes y cadenas de médanos y en fin grandes

tazones de crema acidulada

donde sólo las moscas revuelven su sonrisa, en un país

donde sólo los muertos pueden vivir, acaso, muerto su sexo

espeso             achicharrado

como caparazones en desuso

y anticuado su modo de estaquear, laxas sus flechas

amodorrado, heroica su molicie, muerto él, en un país

de enormes vacas rengas

en un país de inútiles suicidios y exangües maravillas, vivo él

en ese carraspear y esa ceremoniosa inclinación sobre

propios restos

ese desempolvarse fatuos alelíes que aspiraron a orlarle,

las glicinas

quebradas por el peso de sus pétalos, las exhautas glorietas

donde en más se pasea, indiferente él, con esa rutilancia

que deja el abandono, ese vil resplando

que esparcen las estrellas cuando se caen del cielo y se deshacen

 

Néstor Perlongher Nació en Avellaneda, Buenos Aires, Argentina, el 25 de diciembre de 1949. Se licenció en Sociología, e hizo una maestría de Antropologí ... LEER MÁS DEL AUTOR