El nombre de las cosas
Idilio
A Luis Martínez de Merlo
En 1976, Luis y yo visitamos
la casa de Goya a orillas del
Manzanares. ¿Qué había sentido
el pintor al abandonarla por
el camino de Burdeos? ¿Angustia,
soledad, desasosiego? El contraste
de los ocres, una semana después
en una sala del Prado, tal vez
me indicaron la respuesta.
¿Qué hacía ese perro diminuto
olisqueando el infinito en medio
de la nada? La textura terrosa
y abultada me recordaba a Tàpies;
¿acaso Goya fue el precursor
del abstraccionismo? El aislamiento
absoluto, esa sensación de hundirse
en las arenas movedizas de un desierto,
¿no eran, quizá, la desazón del artista
ante un futuro incierto? Mi vida en Madrid
venía acosada por la incertidumbre.
Dos meses atrás, en un bar de Chueca,
había vuelto a luchar con el ángel.
El dictador había muerto y Luis,
con el entusiasmo de sus veinte
años, me confesó que hacía la mili,
pero que a pesar de todo era poeta:
el pastor desnudo de Fortuny,
en la portada de su primer libro,
selló aquella noche nuestro encuentro.
Madrid hervía con los cambios,
en la Complutense agredían los grises
y en Moratalaz volaban los gorriones:
rondas por las rejas de la Castellana,
vigilias sincopadas por el sexo,
noches de cine, teatro, cenas, vinos,
conciertos y coñac en tascas y tabernas.
Sin embargo, en el verano llegaron los adioses
y en los ocres de los arenales desaparecieron
aquellos amores de algunas otras veces.
Gregorio Samsa
Si se despierta, no rutila
y en el sueño cuestiona
la absoluta miseria de los arreboles:
¿es cierto que en Cafarnaúm pudiste
encontrar la sonrisa inculta,
el roce del ala de un querube?
Se arrastra por la sinuosa borla,
el baldaquín no define la ironía
de un desenfreno incauto:
no le apetece humedecer
la quimera, ni el agudo ojo
que vislumbra la nebulosa,
ni la tierra incógnita, ni el sabor
de una fiesta inconclusa.
Abre los ojos y recuerda:
su nombre es Franz y no hay
insecto que le impida hoy
salir del Josefov en el turbio
amanecer de los ecos infinitos.
Se sienta frente a su escritorio:
ahora surca un trazo sobre la hoja jibia.
El nombre de las cosas
Siempre existe algo que no marcha con la realidad de las cosas.
Si miras el ocaso y no comprendes el viaje que a punto estás
de emprender, tal vez sea necesario recoger tus pasos,
acaso recordar cómo era el cielo que se sumergía en el océano
como la tinta indómita de un pulpo desquiciado. No sientes
hoy en el recuerdo el grito ahogado del disturbio ni el reflujo
de un don inconfeso: comprendes la pluralidad de voces
y la marcha indefectible de tus jugos, o saltas o mueres
o vives o triunfas, pero el mundo allí continúa, ajeno en su
cercanía de abismos, con los ecos de múltiples ofertas
y las renuncias de canículas en los estertores de la cúspide,
o tal vez con el llanto incomprensible y hosco que hace posible,
finalmente, el conocimiento histórico de tu realidad.
Cada hecho es posible interpretarlo y reinterpretarlo
de múltiples maneras, porque es necesario que sepamos
lo que es la razón y cómo alcanzarla: la existencia subvierte
la verdad, ocultándola, desplazándola, suprimiéndola.
Sin embargo, no comprendes la acuciosidad de sus
desempeños (ese rito inveterado de su muda elocuencia)
ni los conflictos de los diversos significados.
El mundo
ocupa los espacios de la mente: mi auténtico yo,
no puedo poseerlo, porque la realidad es presente
como transición. Estamos solos. En medio de la libertad
absoluta de la noche, en el gesto decidido de la desposesión,
en la ausencia irrecordable de ataduras, fetiches y estirpes,
el alba anuncia, en el incendio glacial de los arreboles,
el fin ineludible de nuestra larga noche y el inicio de la paz.
Casida del amor satisfecho
El cuerpo desnudo del adolescente
reposa sobre el diván dormido.
En la pequeña alcoba, caldeada
por el fuego del hogar, la luz
vespertina se filtra por el marco
de una ventana con hierros.
Libros y cuadros le rodean
y de la radio se escucha tenue
la Suite bergamasque.
¿Qué difusa
felicidad siente el mancebo
en la tarde invernal de la ciudad
desierta? Sus sueños flotan
por la cala de Port Lligat
donde conoció a su amante.
Ahora caminan por el sendero
pedregoso rumbo a Cadaqués,
donde la miel de sus cuerpos
les descubrirá la pasajera sombra
de un verano sin retorno.
¿Dónde estás, corazón mío, en qué
lugar remoto escondes tus donosos
labios? Ven a buscarme nuevamente,
regresa a la dehesa y al camino
de los abedules.
El amante abre la puerta
de la alcoba y sorprende en su sueño
al adolescente. La perfecta armonía
de sus cuerpos espejea los rayos
mortecinos del crepúsculo sutil
en las llamas oscilantes del hogar.
La ansiosa expectativa de sus cuerpos
justificó, entonces, la entrega jubilosa.
Rueda rodando el balón de trapo,
las piernas delgaduchas lo persiguen
como una gacela entre los residuos
de un tugurio. Nadie imaginaba
la dimensión de tu talento.
El barrio, el club, el país entero
poco a poco te vislumbra,
a la gloria te impulsa el hambre
y en tu ascenso, tus seres queridos
disfrutan de las mieles y el rocío.
Una ciudad destruida por la inercia
te acoge con albricias y tú le ofreces
los apetecidos triunfos. Tus rizos
de azabache flotan con el viento
y tus piernas perfectamente delineadas
la diana, con precisión, penetran.
Pero el vicio te destruye inmisericorde,
tus antiguos aliados te traicionan
y desprevenido te precipitas en sus trampas.
Qué rápido olvidaron, pelusita:
tu soledad es el camino de los dioses.
El trupillo
Al despertar ciertas mañanas, observo
al trupillo en la fotografía: su tallo
arqueado interrogándome, su cabellera
verde conversando con el horizonte
(un azul que modula la vista al infinito),
rastreando la vida en la aridez
rosada y pálida de un sendero ausente
y, en su centro, el verde agreste
donde se azotan con el viento
sus congéneres, solos o en familia,
quizá más favorecidos por la promesa
de una dilación sin garantías.
¿Es la soledad la condición
de la sabiduría? En el malva
atardecer, la sed agobiante
de las arenas del desierto
imaginan un oasis: las carnes
trémulas de un adolescente.
Forjas la precisa palabra,
el rumor incandescente
de un suspiro, la arqueada
sensación del semen fugitivo,
el fragor del combate de titanes
en la ribera deletérea de las mambas.
No estás solo, vives en el delirio
del instante, en la exquisita
savia del abedul resquebrajado,
en la entrega perfecta del gemido.
La hoja en blanco calcina tus designios.
El basuriego
De tanto andar por los caminos,
tu soledad se ha vuelto íntima.
Tarareas o silbas tonadas idas,
los recuerdos los mascullas
en monólogos infinitos
intentando recuperar esa cordura
que perdiste en la sinrazón
de los amaneceres turbulentos.
Ahora andas por andar, recoges
las colillas, mendigas en los trenes,
de madrugada escarbas en los basureros
de los restaurantes tu suculenta cena
y te tiras a dormir en el corredor
de un banco, aprovechando el calor
que te permita sobrevivir una noche más.
Tu hija insiste en que regreses, que tu edad
y la diabetes acabarán con tus días,
pero te avergüenzas de que te vea
en este estado con las uñas largas,
los vestidos hechos jirones, el carrito
con tus bártulos y con ese olor maldito
y nauseabundo que siempre regresa
luego de un baño ocasional
en el gimnasio público. Tu hija
no comprende, no sabe que la guerra
acabó con tu cordura, que sin tregua
tus muertos te visitan, que la locura
puede más que tu voluntad de aferrarte
a esta vida sin esperanzas ni consuelos.
El andariego recoge las basuras
que atesora en su carrito y los muchachos
que ahora pasan de regreso de los bares
le gritan “basuriego, basuriego”, le insultan
y arrinconan, le arrojan contra el suelo
y le prenden fuego. Solo y olvidado,
el andariego grita de dolor entre las llamas,
mientras los jóvenes danzan a su alrededor
enardecidos, atizando el jolgorio
con risotadas de placer y gritándole:
“¡Muere, muere, basuriego, muere!”
-Tomados de Un fragor de torres desgajadas