Miguel Falquez-Certain

El nombre de las cosas

 

 

 

 

Idilio

A Luis Martínez de Merlo

 

En 1976, Luis y yo visitamos

la casa de Goya a orillas del

Manzanares. ¿Qué había sentido

el pintor al abandonarla por

el camino de Burdeos? ¿Angustia,

soledad, desasosiego? El contraste

de los ocres, una semana después

en una sala del Prado, tal vez

me indicaron la respuesta.

 

¿Qué hacía ese perro diminuto

olisqueando el infinito en medio

de la nada? La textura terrosa

y abultada me recordaba a Tàpies;

¿acaso Goya fue el precursor

del abstraccionismo? El aislamiento

absoluto, esa sensación de hundirse

en las arenas movedizas de un desierto,

¿no eran, quizá, la desazón del artista

ante un futuro incierto? Mi vida en Madrid

venía acosada por la incertidumbre.

 

Dos meses atrás, en un bar de Chueca,

había vuelto a luchar con el ángel.

El dictador había muerto y Luis,

con el entusiasmo de sus veinte

años, me confesó que hacía la mili,

pero que a pesar de todo era poeta:

el pastor desnudo de Fortuny,

en la portada de su primer libro,

selló aquella noche nuestro encuentro.

 

Madrid hervía con los cambios,

en la Complutense agredían los grises

y en Moratalaz volaban los gorriones:

rondas por las rejas de la Castellana,

vigilias sincopadas por el sexo,

noches de cine, teatro, cenas, vinos,

conciertos y coñac en tascas y tabernas.

 

Sin embargo, en el verano llegaron los adioses

y en los ocres de los arenales desaparecieron

aquellos amores de algunas otras veces.

 

 

 

 

Gregorio Samsa

 

Si se despierta, no rutila

y en el sueño cuestiona

la absoluta miseria de los arreboles:

 

¿es cierto que en Cafarnaúm pudiste

encontrar la sonrisa inculta,

el roce del ala de un querube?

 

Se arrastra por la sinuosa borla,

el baldaquín no define la ironía

de un desenfreno incauto:

 

no le apetece humedecer

la quimera, ni el agudo ojo

que vislumbra la nebulosa,

 

ni la tierra incógnita, ni el sabor

de una fiesta inconclusa.

Abre los ojos y recuerda:

 

su nombre es Franz y no hay

insecto que le impida hoy

salir del Josefov en el turbio

 

amanecer de los ecos infinitos.

Se sienta frente a su escritorio:

ahora surca un trazo sobre la hoja jibia.

 

 

 

 

El nombre de las cosas

 

Siempre existe algo que no marcha con la realidad de las cosas.

Si miras el ocaso y no comprendes el viaje que a punto estás

de emprender, tal vez sea necesario recoger tus pasos,

acaso recordar cómo era el cielo que se sumergía en el océano

como la tinta indómita de un pulpo desquiciado. No sientes

hoy en el recuerdo el grito ahogado del disturbio ni el reflujo

de un don inconfeso: comprendes la pluralidad de voces

y la marcha indefectible de tus jugos, o saltas o mueres

o vives o triunfas, pero el mundo allí continúa, ajeno en su

cercanía de abismos, con los ecos de múltiples ofertas

y las renuncias de canículas en los estertores de la cúspide,

o tal vez con el llanto incomprensible y hosco que hace posible,

finalmente, el conocimiento histórico de tu realidad.

Cada hecho es posible interpretarlo y reinterpretarlo

de múltiples maneras, porque es necesario que sepamos

lo que es la razón y cómo alcanzarla: la existencia subvierte

la verdad, ocultándola, desplazándola, suprimiéndola.

Sin embargo, no comprendes la acuciosidad de sus

desempeños (ese rito inveterado de su muda elocuencia)

ni los conflictos de los diversos significados.

El mundo

ocupa los espacios de la mente: mi auténtico yo,

no puedo poseerlo, porque la realidad es presente

como transición. Estamos solos. En medio de la libertad

absoluta de la noche, en el gesto decidido de la desposesión,

en la ausencia irrecordable de ataduras, fetiches y estirpes,

el alba anuncia, en el incendio glacial de los arreboles,

el fin ineludible de nuestra larga noche y el inicio de la paz.

 

 

 

 

Casida del amor satisfecho

 

El cuerpo desnudo del adolescente

reposa sobre el diván dormido.

En la pequeña alcoba, caldeada

por el fuego del hogar, la luz

vespertina se filtra por el marco

de una ventana con hierros.

Libros y cuadros le rodean

y de la radio se escucha tenue

la Suite bergamasque.

 

¿Qué difusa

felicidad siente el mancebo

en la tarde invernal de la ciudad

desierta? Sus sueños flotan

por la cala de Port Lligat

donde conoció a su amante.

Ahora caminan por el sendero

pedregoso rumbo a Cadaqués,

donde la miel de sus cuerpos

les descubrirá la pasajera sombra

de un verano sin retorno.

 

¿Dónde estás, corazón mío, en qué

lugar remoto escondes tus donosos

labios? Ven a buscarme nuevamente,

regresa a la dehesa y al camino

de los abedules.

 

El amante abre la puerta

de la alcoba y sorprende en su sueño

al adolescente. La perfecta armonía

de sus cuerpos espejea los rayos

mortecinos del crepúsculo sutil

en las llamas oscilantes del hogar.

 

La ansiosa expectativa de sus cuerpos

justificó, entonces, la entrega jubilosa.

 

 

 

 

Götterdämmerung

 

Rueda rodando el balón de trapo,

las piernas delgaduchas lo persiguen

como una gacela entre los residuos

de un tugurio. Nadie imaginaba

la dimensión de tu talento.

 

El barrio, el club, el país entero

poco a poco te vislumbra,

a la gloria te impulsa el hambre

y en tu ascenso, tus seres queridos

disfrutan de las mieles y el rocío.

 

Una ciudad destruida por la inercia

te acoge con albricias y tú le ofreces

los apetecidos triunfos. Tus rizos

de azabache flotan con el viento

y tus piernas perfectamente delineadas

 

la diana, con precisión, penetran.

Pero el vicio te destruye inmisericorde,

tus antiguos aliados te traicionan

y desprevenido te precipitas en sus trampas.

Qué rápido olvidaron, pelusita:

 

tu soledad es el camino de los dioses.

 

 

 

 

El trupillo

 

Al despertar ciertas mañanas, observo

al trupillo en la fotografía: su tallo

arqueado interrogándome, su cabellera

verde conversando con el horizonte

(un azul que modula la vista al infinito),

rastreando la vida en la aridez

rosada y pálida de un sendero ausente

y, en su centro, el verde agreste

donde se azotan con el viento

sus congéneres, solos o en familia,

quizá más favorecidos por la promesa

de una dilación sin garantías.

 

¿Es la soledad la condición

de la sabiduría? En el malva

atardecer, la sed agobiante

de las arenas del desierto

imaginan un oasis: las carnes

trémulas de un adolescente.

 

Forjas la precisa palabra,

el rumor incandescente

de un suspiro, la arqueada

sensación del semen fugitivo,

el fragor del combate de titanes

en la ribera deletérea de las mambas.

 

No estás solo, vives en el delirio

del instante, en la exquisita

savia del abedul resquebrajado,

en la entrega perfecta del gemido.

 

La hoja en blanco calcina tus designios.

 

 

 

 

El basuriego

 

De tanto andar por los caminos,

tu soledad se ha vuelto íntima.

Tarareas o silbas tonadas idas,

los recuerdos los mascullas

en monólogos infinitos

intentando recuperar esa cordura

 

que perdiste en la sinrazón

de los amaneceres turbulentos.

Ahora andas por andar, recoges

las colillas, mendigas en los trenes,

de madrugada escarbas en los basureros

de los restaurantes tu suculenta cena

 

y te tiras a dormir en el corredor

de un banco, aprovechando el calor

que te permita sobrevivir una noche más.

Tu hija insiste en que regreses, que tu edad

y la diabetes acabarán con tus días,

pero te avergüenzas de que te vea

 

en este estado con las uñas largas,

los vestidos hechos jirones, el carrito

con tus bártulos y con ese olor maldito

y nauseabundo que siempre regresa

luego de un baño ocasional

en el gimnasio público. Tu hija

 

no comprende, no sabe que la guerra

acabó con tu cordura, que sin tregua

tus muertos te visitan, que la locura

puede más que tu voluntad de aferrarte

a esta vida sin esperanzas ni consuelos.

El andariego recoge las basuras

 

que atesora en su carrito y los muchachos

que ahora pasan de regreso de los bares

le gritan “basuriego, basuriego”, le insultan

y arrinconan, le arrojan contra el suelo

y le prenden fuego. Solo y olvidado,

el andariego grita de dolor entre las llamas,

 

mientras los jóvenes danzan a su alrededor

enardecidos, atizando el jolgorio

con risotadas de placer y gritándole:

“¡Muere, muere, basuriego, muere!”

 

-Tomados de Un fragor de torres desgajadas

Miguel Falquez-Certain Nació en Barranquilla (Colombia). Ha publicado cuentos, poemas, piezas de teatro, ensayos, traducciones y críticas literarias, teatrales y ... LEER MÁS DEL AUTOR