A mí también me olvidarán
*
Con una cuchilla que desechó mi padre,
me afeité las piernas por primera vez.
A escondidas de todos,
como las cosas imborrables en la infancia de alguien.
Me afeité con la certeza de una cercana adultez,
encerrada en el baño,
bajo la excusa de un vulgar dolor de barriga.
Del tobillo al muslo,
unida a la suavidad con que mi madre
se afeitaba los sábados en la mañana,
a la vista de todos en el patio,
Del tobillo al muslo,
desdeñando los pelos largos y negros,
casi masculinos,
en la blancura de una piel de once años.
Del tobillo al muslo,
en un acto desvirgador,
consciente de que hasta con una cuchilla oxidada,
en esta vida puedo amputar
todo lo que me molesta.
*
La niña de botas ortopédicas,
sentada al final del trampolín,
apenas sonríe ante la cámara
que sostiene su padre,
feliz,
orgulloso de tener una cámara.
La niña con pantalón de poliéster,
blusa tejida,
matrioshkas,
muñecas de trapo,
y padres maestros.
Una niña que escribe versos,
que quiere comprarse otra infancia
con muñecas barbie
y fotos a color.
*
Aquellos tenis amarillos,
cosidos de etiquetas
(que no parches)
fueron lo mejor de mi infancia.
Los presumía
con la distinción de una reina.
Los disfrutaba desde la mirada
de otras niñas
de zapatos con betún,
de sandalias manufacturadas,
de botas ortopédicas.
Aquellos tenis amarillos,
cosidos de etiquetas,
fueron lo mejor de mi infancia.
Ligeritos,
transgresores,
color de sol,
amarillo envidia.
Aquellos tenis amarillos,
que mi prima jamás me prestó,
fueron lo mejor de mi infancia.
*
Yo quería tener las tetas grandes
(como mis otras primas)
y lucirlas bajo la camisa blanca de la escuela.
Yo quería usar ajustadores,
talla 30,
como mi madre.
No corpiños
o blusitas
debajo de la camisa blanca de la escuela,
soñando disimular los huevos fritos,
dos puntas que presagiaban
unas tetas comunistas,
por lo caídas.
Sobre lo pequeñas.
Desnudamente infantil frente al espejo
vigilaba su crecimiento
como a las matas del patio,
esperando que florecieran
para que todos pudieran admirar
los frutos del tiempo.
Dos transgresoras de la fuerza de gravedad.
Dos compañeras para el goce,
para sentir todas las miradas sobre mí
y la certeza de ser una mujer en plenitud.
Yo quería tener las tetas grandes.
Yo quería.
La madre de mi madre
I
En mis calderos plásticos cociné
por única vez,
al fuego lento de la imaginación,
dos patas de pollo
que abuela Alfonsina Dulce María
arrojó al patio,
en una cortesía poco frecuente
con los gatos del vecino.
Las limpié,
sumergidas en el chorro cristalino del lavadero,
a salvo de los gatos y las hormigas…
Jamás me he sentido al amparo
de la severidad con que abuela
me regañó al descubrir
bajo mi cama,
por su aroma,
los ingredientes de aquella primera receta.
Aun siento la tibieza de la orina
en viaje por mis piernas.
II
Mi abuela Alfonsina Dulce María
siempre gritaba ¡qué lindo está el cielo!
cuando tasajeaba
gargantas de pollos vivos
para hacer
una rica sopita de mediodía.
III
¿Qué fue lo que le susurró el babalawo?
¿Por qué llegó a sus predios,
preguntando por mí,
sin mi consentimiento?
El secreto se fue con mi abuela
Alfonsina Dulce María.
El secreto bajó a la tierra,
debajo de la armadura que disimulaba
su pecho.
El babalawo miró entre sus caracoles,
leyó en el coco seco,
esparció los huesos sagrados
y demandó por mi salud.
No sé si esto ocurrió en realidad.
Todo eso me lo invento
para justificar a la dama gorda
frente al negro:
una mujer poderosa
clamando por un favor,
una rogativa por mi futuro.
De ese encuentro solo quedaron
las estrategias a seguir,
las friegas que sufrí sin rechistar,
por la buenaventura:
una palangana de hierro, yerbas medicinales
y el olor inconfundible
del Agua de Colonia sobre el pelo.
El secreto bajó a la tierra.
Me acompaña la salud,
casi siempre la buenaventura
y la imagen postrada
sobre las rodillas
de la dama gorda
frente al negro,
asustada,
humilde por única vez.
Pero todo eso,
evidentemente,
también me lo invento.
IV
Dice mi amante
que esa compañía quebró
y mi abuela Alfonsina Dulce María
no lo supo jamás.
Porque jamás bebió café,
acompañándose de las tazas ámbar
made in Spain,
marca Duralex.
Esas tazas me acompañan
desde el closet con llave de mi abuela.
Nunca las sacó de su envoltorio original.
En la tabla superior del mueble
esperaban las seis tazas por mi boca
y los labios de mi amante
y el sorbo de las visitas.
Como esas tazas,
igual ocurre con cortes de tela
que no vistieron cuerpos,
peines que no han visitado cabezas,
un bisturí impecable
que no conoce la piel
o los callos.
A mi abuela le quedaron pendientes
muchas cosas por hacer
o por decir.
Pero la cuota de mis regaños
o de obsequios,
aun me trasciende.
V
Con las glorias, adiós a las memorias,
decía mi abuela Alfonsina Dulce María
para reclamar los olvidos involuntarios,
el desgano de la gente
que una vez ayudó a amamantar
con su sopa de pollo.
Y yo la miraba desde mi niñez,
dueña absoluta de sus potajes
y de la carne con papa,
del arroz con leche
y canela,
del muslito bien frito
y con cebolla
y no entendía su dolor con rabia,
no entendía aun
de los olvidos involuntarios.
Mi abuela Alfonsina Dulce María
cocinaba a fuego lento,
entre tantos mejunjes,
el recuerdo de mi tía Inés,
aquella primera hija
eternamente niña en el panteón familiar.
Jamás agregaba una especia desconocida,
jamás se le iba la mano en la sal
o en el azúcar,
jamás gritaba
sin razones aparentes.
Tampoco sonreía
mientras yo peinaba «dulcemente»
sus canas en el portal
con el cepillo naranja.
Mi abuela me regaló el dolor,
el adiós,
a mi madre,
un apellido sin gracia
y un montón de memorias
pegadas a mis ojos.